Fue un Viernes de Dolores de principios de los años ochenta, llovía con fuerza sobre las blancas paredes de San Julián, y era un niño que se disponía a jurar las reglas de su cofradía. Días antes fue todo nerviosismo, cuenta atrás del tiempo que faltaba para el Domingo de Ramos; cada noche tachar un día del curioso calendario que su padre le había hecho, el capirote, los últimos preparativos y empapado de esperanza. Su hermana le hizo la primera túnica nazarena, la cruz y el corazón al lado izquierdo, el escudo de plata en el antifaz... esplendor y gloria para la ilusión de un niño.
Su padre, sin ser cofrade, participó de aquello como algo propio. Como propio fue, siempre para él, disfrutar de las ilusiones de sus hijos más que ellos mismos. Él pidió las inscripciones para hacerle hermano, le compró la medalla, las primeras fotos de su Cristo y de su Virgen; un amigo -que se fue al cielo joven- firmó los papeles.

En casa eran del Gran Poder, nadie de la Hiniesta; él la eligió a Ella o, quizás, Ella le eligió a él. Recuerda como desviaba el trayecto del colegio a su casa para pasar por su puerta ¡qué suerte cuando estaba abierta! ¡arrodillarse ante la Reina de la Puerta de Córdoba! ¡y cuánta emoción cuando su barrio se vestía de azul y blanco y veía salir nazarenos de tantos portales! Su madre, devota del Señor de Sevilla, comenzó a amar a su Virgen a base de quitarle la cera a su túnica, de plancharla, de coser los escudos.

       Aquel Viernes, tras el ritual de la jura, se acercó un antiguo Hermano Mayor: “Hijo, ¿tienes ganas de salir de nazareno ?”, el padre se apresuró a contestar: “No se puede Usted imaginar, pero está preocupadillo por la lluvia”, entonces aquel hombre le puso la mano en el hombro y le dijo: “No te preocupes, que el Domingo saldrá el sol para que sus rayos besen a la Rosa de San Julián”. Y así fue.

El Domingo amaneció nublado: “Mamá, ¿tú crees que lloverá?”. “No hijo, ya verás como abre por la tarde”. Luego, el entusiasmo de ponerse la túnica por primera vez, los caramelos, la papeleta de sitio –primer tramo de Virgen- y de la mano de su padre –siempre su padre- camino de la iglesia... Algo más tarde, se levantó el Cristo de la Buena Muerte y a los sones de Hiniesta comenzó a despedirse de su Madre, vira de escalofrío cuyo eco en el alma cada año revive. Cuando los brazos del Cristo atravesaron la ojiva vio que su padre le sonreía, el sol daba en el paso y nacía la saeta. Supo entonces que caminaría siempre detrás de Él y delante de Ella.

Pasó el tiempo. Veinte años después, una tarde de verano, fue a pedirle a su Virgen que ayudara a su padre en una difícil operación de corazón. Le dijo que aún lo necesitaba mucho. Puso una estampita de Ella en la cama que ocupaba allá en el hospital. Su deseo fue concedido.

        Así, meses más tarde, el Jueves de Pasión del año pasado pudo llevar a sus padres a ver los pasos preparados para la salida. La iglesia estaba cerrada y entraron por la Casa de Hermandad. Resultó como si la Virgen los estuviese esperando. Nunca olvidará cuando se pararon delante de Ella y rezaron en silencio en la parroquia semivacía. La miró y pareció como si se secasen las cinco lágrimas de su cara y le insinuase una efímera sonrisa. “Aquí los tienes”. Su madre interrumpió: “Sólo faltan las flores, pero está tan bonita que ni le hacen falta”. La flor es Ella, pensó.

       Es por ello, Madre Hiniesta que, aquel niño de ayer, hoy te dedica las letras que aquella noche te prometió. En homenaje a ellos y agradecimiento a ti, para que nunca olvides a mis padres, Flor de Retama, devoción de mi vida. Ellos te esperarán como siempre, cada año, en la Alameda.
sumhis


Publicado en Boletín nº 62 de la Hermandad de la Hiniesta-Junio 2003