sábado, 20 de diciembre de 2008

Un garabato de esperanza

Para Ló



Quizás fue porque quiso nacer a las doce de la noche del primer domingo de cuaresma cuando presentía que su Virgen estaba en Besamanos, quizás fue porque su madre fue a rezarle a Aquella la misma tarde que recibió un susto terrible en el embarazo y lo presentó a Ella con lágrimas de alegría cuando pasó la cuarentena, quizás porque nació con sus grandes ojos abiertos y llorando por no llegar a tiempo de ir a San Julián a besarle las manos, quizás porque de allí le trajeron horas antes su medalla para colgarla en la cuna, porque su padre le tarareaba marchas tras la pared de la barriga de mamá o porque ella se las hizo escuchar durante los nueve meses mimando la tradición más bella heredada de la sangre de Papá. El caso es que cuando se encontró cara a cara con la Esperanza parecía que sus ojos brillaban como un día grande en su cortita vida de apenas veintidós meses.



Se deslizaron las alfombras rojas de la gloria desde el camarín al presbiterio, de lo divino a lo terreno. Y la silla quedó vacía: Había que ir a visitarla. La tarde estaba gélida junto al Arco, pero la madre -una vez más- se empeñó en que el niño no podía faltar a la cita ineludible. Aguantó la larga cola abrigado al máximo en su carrito y ellos le calentaban las manos de vez en cuando. Humo de castañas asadas, alhucema, navidad próxima y los ojitos bien abiertos. Curiosamente una paloma se coló en la basílica y cada vez que la intentaban sacar luchaba por volver adentro, aunque pasase inadvertida para el gentío, que sólo tenía ojos, alma y pulso de puntillas para Ella. En el atrio, lotería y ojos llorosos de quienes salían tras besarla. Y él tranquilo y expectante. En el interior, emoción contenida y un nudo en la garganta cuando nos íbamos acercando. Minutos de Gloria. Espacio de gracia. Brillo en las miradas y ganas de volver. Nadie quiere retirarse y han de achucharnos para salir. En la mesa el padre cogió una estampita y se la dio a la madre. En ella aparecía la Virgen, su cara y una de sus manos. Ella se la dio al niño y éste, al verla, se quitó solito el chupe y besó la mano sobre la foto.

Él no sabe nada de aquel Hospital de las Cinco Llagas, ni del viejo reloj olvidado, ni de aquella ventanita de la calle Feria, ni conoce los versos de Rodríguez Buzón, aún no ha oído hablar del tesoro juanmanuelino, ni del tintinábulo, ni del manto camaronero, tumulto de cirios verdes y ciriales inclinados, terciopelo y capas de merino, ni del mar de plumas blancas que inunda la campana o la Plaza de San Lorenzo horas antes. Él aún no se ha estremecido con el trío de
“Pasa la Macarena”, ni ha vibrado con el inicio de la marcha de Pedro Morales. Él nunca ha visto fantasmas negros, vestidos como su padre en la Madrugá, atravesando el atrio para pedir la venia. Ignora lo que se siente al verla venir con la cera consumida melancólicamente por la mañana. No le contaron nada del cabello donado por Juanita Reina, ni sabe quien murió en Talavera, ni quien le regaló las esmeraldas, ni ha escuchado la voz rota de la Marta cantarle en la calle Parras. Desconoce los versos pintados en la fachada de aquella calle riñéndole por tardar siete días en volver de su coronación gloriosa. Aún no sintió escalofrío de vida encontrándosela un miércoles de pasión de cuerpo entero, cuando aún no tiene cera delante. No ha visto llorar a los que la esperan horas para disfrutarla sólo instantes. Pero ya conoce la Esperanza.



Por eso sabe de asombro y de expectación, por eso sabe besarle sus manos. Y por eso cuando su padre al día siguiente jugando con él estuvo dibujando, y se le ocurrió pintar una Virgen vestida de reina y con manto verde, quedó perplejo al escuchar de sus labios que encima de Ella debía pintar la paloma –“un pio pio”- que el día antes se había colado en la basílica y había pasado inadvertida para la mayoría del público que la abarrotaba. Son sus inocentes ojos los que nos subrayan la grandeza de las pequeñas cosas, que son las más grandes. La materia prima de la ilusión. Y, por eso, aquella paloma quedará grabada en las páginas doradas de la memoria que nunca se borra. Gracias a un garabato soñado por un niño. Un garabato de esperanza. Dicen que Dios utiliza la lengua de los ignorantes para enseñar a los sabios. Dicen que el Espíritu Santo es simbolizado como una paloma. Y dicen que los dieciocho de diciembre celebramos la expectación de María por albergar en su seno al hijo de ese Espíritu Santo. ¿Qué lección será entonces la de Dios a través del balbuceo de un niño o de un garabato torpe?
Que sean sus ojos grandes y abiertos los que escriban la respuesta, esos que vieron la luz una madrugada de besamanos de cuaresma y vieron la esperanza una tarde de besamanos de navidad. Una tarde campanillera color de Neptuno. Un dieciocho de diciembre.
sumhis

martes, 16 de diciembre de 2008

Un recuerdo

Tengo en mi mente un recuerdo. Un recuerdo grabado como áncora de luz en abismo, un verde tesoro, una esmeralda pura sin tratar en el océano de la memoria de las vivencias cofrades. Eco de hondos yunques, de allí donde se fragua el sentimentalismo. Fue en 1995, cuando la Macarena salió en procesión extraordinaria para conmemorar el IV Centenario de la Hermandad.

Amanecer, murallas, poca gente, olor a nardos, revirá del palio y “Macarena” de Cebrián.


Telegráficamente viene a ser eso. Pero ese fragmento en código morse de emoción encierra tanto que necesitaría un mundo para explicarlo.

El día iba supliendo la noche con caras de cansancio en los que tanto la habíamos acompañado, y con él el relente. Se acercaba por una calle de las que vienen del Pumarejo, y sabía que ya me despediría allí de Ella, por lo que no quería olvidarme de nadie, no quería que me quedase nada sin decirle. Pero sin dejar de vivirlo. Como un eslabón de homenaje en el curso de mi macarenismo íntimo, que en mí vive siempre. Al llegar al final de la calle, frente por frente a la muralla, la Esperanza comenzó a revirar lentamente la esquina y la banda atacó esa marcha. Esa marcha que comienza sonando a melancólica noche cuaresmal de la infancia escuchando por la radio un programa de Semana Santa soñando con el olor del incienso y montajes de pasos, suena luego a calle Feria de ida, con la ilusión intacta y arropada la Virgen por la riada humana de su gente, que no la dejan Sola camino de la Campana, por ser muy joven para ir así de madrugada, y finaliza invocando una mañana de Viernes Santo esperándola entre aroma de calentitos, con los pies cansados, los ojos chispeantes y el cordón morado todavía sobre el cuello. Esperando obligatoriamente el rostro ojeroso de la Reina de la ciudad entre velas rizadas.

Me pregunté si lo estaría escuchando aquella que habita en la otra esquina de la muralla, si con la música se habría despertado en la madrugada azul de San Julián. El aroma de los nardos del paso a esa hora era una nube que impregnaba el lubricán hasta enturbiar el corazón; y entre todo lo visible, entre todo lo vivible esa cara de diecinueve años. Que como casi siempre me viene a recordar curiosamente a mi madre, madrileña, macarena. La miraba. La miraba y vi a Dios en Ella.

Este recuerdo aparece muchas veces en mis sueños. Se repite. A veces como una obsesión. Me viene en la noche y cuando no viene lo busco aún inconsciente. Lo busco como asidero del alma, como ancla de fe. Porque sé que es Ella. Porque sé que... cuando quieran medir la gracia preguntarán por ti, cuando quieran describir la belleza preguntarán por ti, cuando quieran vivir la esperanza preguntarán por ti…

De todos los momentos cofrades de mi vida guardados como reservas en la bodega de mi alma, no hay ninguno que me transmita más fe en el porvenir, más sosiego, más calma, no hay ninguno que brille con más esperanza que aquel amanecer de otoño, aquel alba de nardos y muralla, vivido hace años junto a la dulce niña de San Gil.
sumhis

martes, 25 de noviembre de 2008

Antes que el sol te dé

Bienaventuradas las lágrimas de quien tras muchos años llevándote
ha de dejar tus trabajaderas. Yo las vi.
A Paco y Migue, costaleros del Señor





Antes que el sol te dé, Señor, un retablo vivo sobre el aire. Antes que el sol te dé, luz en la penumbra. Víctima a ciegas -de luz- en la noche del deicidio. Arroyo de gracia, bronce. Antes que el sol te dé; la luna no se despide. Apiádate Señor de los que formamos tu fila y de los que están fuera, y de los que están lejos. Señor de la Madrugada eterna y de los días blancos. La cruz de guía avanza. Estrecheces del alma y pisamos piedra de la ciudad llana, de un trozo de polvo en una mota en el espacio infinito. Dios sé misericordioso con los que te matamos. Desnuda ya la noche, -y desnuda la mañana[1]- antes que el sol te dé, bruma de esperanza y todo por ti.

La primera insignia de la cofradía tenía que ser de madera. Esa que talló Ruíz Gijón y que va llegando a la Plaza de los vencejos que esperan. Esa que, de niño nos contaron, regaló a la Hermandad por retrasarse en el encargo del paso que pisan los benditos pies del Señor, y que va adornada por los atributos de la pasión. Esa que estremece con sólo verla venir abriendo el cortejo seguida de una larga uve invertida de cirios apoyados sobre el esparto. Pero, aquí en la angostura sólo se oye tu ancha palabra de silencio. De silencio de confesión. De vida calma bajo ruán. Suena el golpe del diputado de canastilla y cae la cera sobre la calle que el cardenal mendigo pisaba descalzo y ahora lleva su nombre[2]. Y caen. Mientras, duermen. Otros no quieren dormir, pero los párpados pesan demasiado a estas horas. Quienes le quieren despertar, arrimados en las aceras, lo hacen con mimo, con tanto mimo que a nadie despiertan. Él ya pasó la Gavidia. Se adentra en la geografía de la devoción más honda e inherente. Debajo del paso hubo quien lloraba al ver su reflejo en los últimos escaparates sabiendo que pronto habría que esperar otro año[3]. Y quienes alcanzan a ver a Dios tras los respiraderos en las pupilas de los ojos que le miran. Viene por el principio de la calle, como Mesías por el túnel de nuestras convicciones más irrenunciables. Viene su cruz a redimir un mundo obsoleto. Una desarmonía gris. Pero aún no lo entendemos veinte siglos más tarde.

“Muéveme tu amor y en tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera”
[4]

Y vuelve a sonar el golpe de canastilla y todo un tramo alza sus llamas al cielo. Índigo que pasa a ser celeste no muy lejos de aquí, ya por el camino que apunta al Sol, y apunta a allí donde nació tu hermandad hace medio milenio[5]. Pisadas descalzas y cansadas. En la intimidad cada nazareno reza las últimas oraciones. Antes que el sol te dé tu paso se acerca después de estremecer el atrio de Santa Rosalía, desde donde te observan con el alma silentes sombras piadosas. Anfitrionas de Dios, que viven la oración y el luto del día más triste… y añoran.

Ya se oye, de lejos, el martillo. Cirios al cuadril. La cruz de guía llama ya a la puerta y los antifaces de los diputados, ahora, son de color tiniebla. Avanza el cortejo y la plaza enmudece, de la parrilla del Santo al Sardinero, del Juan de Mesa al azulejo del Trovador[6]. El cordero de Dios ya está vendido por la historia y avanza sin miedo. Zapatillas de esparto sobre granito con restos de cera. Rachear de siglos sobre un mundo a medida de los pecadores. Del que repta por el suelo pudiendo volar sobre el aire. De los que te perdemos en la espesura de la rutina y no sabemos seguirte. Queremos seguir la luz y la perdemos… y rezamos para que vuelvas. Zancada valiente sobre las arenas movedizas de nuestras conciencias. Para que vuelvas entre dos luces y nos muestres las múltiples fórmulas de rezar. Antiguos sonidos flotando en silencio[7]

Entra la estrella de Belén[8], portada entre varas de plata, la que siguieron los magos, y le suceden fantasmas oscuros que la han seguido toda la noche por las calles de la ciudad.

El Señor camina sobre su pueblo. Y así, desprotegido, va llegando al final de la calle sin fuerzas, pero adelante. En el centro, carne divina, cedro sagrado, le reciben cientos de anhelos y plegarias, como los papelitos o los claveles de todo el año a sus plantas, y recogiéndose los recibe, porque como dice el proverbio chino: todos los ríos van al mar, pero el mar no se desborda.

Y entre ellos, le acribillan las saetas, lanzadas al aire por extraños arqueros que paradójicamente sólo buscan alivio, como inverosímiles pescadores de cuentos de la Alhambra.[9]

Antes que el sol te dé, los pájaros querrán anticipar su canto para acompañarte en el final del camino. Otra vez, parece que vas a caer, en una nube de incienso, que fallan las fuerzas de tu Gran Poder. Y no. El hijo del carpintero es el Rey de los pobres cuando el primer rayo de sol parece venir por el telón de fondo de Conde de Barajas.

Se entiende en el amanecer que, desde las copas de esos árboles, de esos mismos árboles, bajara la inspiración que vertiera sobre las rimas del libro de los gorriones[10] nacidos de quien nació tan cerca.

Pero has de recogerte sin que la luz descubra tu transfigurado rostro, entre el relente y las cenizas que barnizan la aurora de la trágica mañana, porque sólo una noche sales y el pudor reclama oscuridad, negrura, luto. El resto del calendario estás donde debes y allí te apresuras cuando acaba la noche. A seguir su palabra. Nuestro Dios no es cosa de magias, nuestro Dios es el de las Bienaventuranzas, Él que está con los pobres, los marginados, los excluidos, los desheredados de la tierra. No queremos un Dios que mate la libertad, un Dios que nos maneje como juguetes de marionetas. Queremos ese desgraciado que acompaña al que pide, al enfermo, al abandonado, que acompaña…



“Toda la fe de mi vía está en tí
Te rezo como me enseñó mi mare
A vivir el evangelio y resistir
Las penas sin ofender a nadie
Todo lo mío para compartir
Que es ese tu poder tan grande”

Susurra en el aire inasible una saeta.

Por eso, hay quienes no creen en tu poder. Hay quienes confunden poder con el mal uso del mismo, poder con manipular. Nada más lejos. Hay quienes preguntan que dónde estás Tú en las desgracias y en las injusticias. La respuesta la dejaste clara hace dos mil años: con quienes la padecen.

Y llegas, lirio morao, a la puerta. ¡Queda tan lejos la ilusionante expectación del mediodía de ayer! ahora todo es agotamiento, pero también una alegría íntima de poder haber vuelto a cruzar contigo la ciudad y la noche. Bajo el antifaz nos acordamos de los nuestros. Y llegas, entre dos luces. A la hora de los despertares de todo el año, de las voces destempladas, de los recuerdos. De las viejas fotos sepias cuando se te ve entrando en la Parroquia pues aún no existía tu Basílica. De la memoria indeleble cuando nuestro padre nos aupaba para verte y, luego, dirigirnos a la calle Pescadores a esperar a los hermanos que lo habían acompañado toda la noche, en la fila, o bajo la trabajadera.

Ya está en la puerta y parece que la luz por fin nos va a mostrar el rostro de Dios en plenitud, pero no.




“Desde mi ronca garganta
Una oración suplicante
Señor de la Madrugada
Temblor de tierra anhelante
del viernes por la mañana”



Y por fin entras. Porque has de esperar que tu talón sea besado tantos viernes…. Se cierran las puertas. La plaza suspira…

Dentro su cara vuelve a verse entre tinieblas y con el resplandor amarillo de los faroles. Su piel, su talón, su carne, su espina bajo la ceja...

Es, entonces, cuando los costaleros salen llorosos y se abrazan entre una masa negra de cordones morados al cuello con cabezas despeinadas y desencajados rostros, cuando comprendemos lo que acaba de ocurrir:

Ese mismo ser lleno de humanidad, tan igual, tan nuestro, es el canon, el amor sin medida que contestó San Agustín cuando le preguntaron por la medida de éste. Es el Señor de los confines de la Tierra desde el Everest a las aguas del Mar Muerto, de las cumbres del Himalaya a los profundos fondos de los océanos que habitan peces ciegos. El que mora por los glaciares e icebergs del norte y entre las arenas cálidas del Kalahari o del Gobi, Señor del big ban y las galaxias extremas, el ser absoluto, piedra angular, llave maestra de la cosmología, ratio, motor aristotélico, el logos de Heráclito, ser summe perfectum de Descartes, causa –primera y última- kantiana, el Dios deseante y deseado de Juan Ramón, Creador, Rey de Reyes, Cantar de Cantares, Elías, Alfa y Omega. Tiene todo el poder y toda la grandeza, pero ésta la demuestra así. Humildad y amor, palabra y verdad. Y uno se pregunta si hay mayor grandeza que un Dios que elige nacer en un pesebre, entre animales. Un Dios que se crió pobre, en una familia de trabajadores, un Dios que vivió pobre, y que su única posesión se la rifaron sus verdugos. Un Dios, expuesto al contagio, que pasó hambre y sed en el desierto, que convivió con marginados, con enfermos, que pregonó hasta el final comprender al enemigo para perdonarlo, para amarlo, y que se humilló hasta morir sufriendo por compartir al máximo el dolor humano. Ese mismo Dios que en el interior de la Basílica, finalizada su estación penitencial, se muestra manso entre la escasa luz dorada del paso, y que, por todo ello, tiene la faz de un leproso, un Divino Leproso. Señor de Sevilla. Humilde vecino del barrio de San Lorenzo.


sumhis




[1] Canción del mítico grupo Triana. Jesús de la Rosa (1983).
[2] El Cardenal beatificado Marcelo Spínola y Maestre recibió tal apodo allá por el año 1905, cuando mendigaba descalzo durante el mes de agosto por las calles de Sevilla para pedir por las víctimas más pobres de la sequía sufrida en la ciudad.
[3] Antonio Flores Gil, costalero del Señor. In memoriam.
[4] Soneto anónimo a Jesús Crucificado. Siglo XVI.
[5] La Hermandad del Gran Poder fue fundada en 1431 en el Monasterio de Santo Domingo de Silos, actual Parroquia de San Benito, al este de la ciudad.
[6] El Trovador de Sevilla. Paco Palacios “El Pali”, al que el barrio de San Lorenzo por suscripción popular le dedicó un azulejo recordatorio colocado en esa Plaza.
[7] Homenaje al grupo El Último de la fila, concretamente a su canción Dios de la Lluvia
[8] Insignia de la Epifanía.
[9] En el capítulo “Habitantes de la Alhambra” del libro de Washington Irving habla de unos extraños pescadores que en vez de pescar peces pescaban pájaros con cañas encebadas con moscas.
[10]
El Libro de los gorriones es el primer título conocido de las Rimas de Gustavo Adolfo Becquer, nacido en la vecina c/Conde de Barajas.

viernes, 1 de agosto de 2008

El enigma del nazareno pródigo

“…este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado.” Lucas 15, 32


Pocos eran los niños que aceptaban las golosinas de aquel extraño rey mago cuando en algún bar él las ofrecía. Con una sonrisa desencajada y visiblemente forzada trataba de ganar simpatías, no por pedir limosna, sino para dar un sentido a la vida en ese túnel inhóspito que recorría a diario. Eran esos caramelos chimos que le sobraban al papel de plata que realmente buscaba al comprarlos. Un día, hablando con unos desconocidos que le prestaron atención les explicó para qué los necesitaba y mostró esos papeles que utilizaba para matarse irremediablemente poco a poco. Alguien se sorprendió porque, en la misma cartera, debajo de ellos dejaba verse una preciosa foto muy desgastada del Señor de Pasión con una túnica poco vista por aquella época. Unos originales bordados daban más ternura si cabe al dulce rostro humilde de Jesús. Los ojos le brillaron: “esa es la túnica de las rosas de pasión, es del siglo XIX, bordada en oro y enriquecida de diamantes. Hace tiempo que no la luce porque está en muy mal estado, pero la van a restaurar…”
Era hermano desde el nacimiento, como el resto de su familia, aunque hacía años que no se vestía de nazareno -su cultura y su preparación contrastaba desgarradoramente con su callejero aspecto indigente-. Al verse escuchado, comenzó a contar su vida, mientras le invitaban a un refresco: como tantos otros cayó en un infierno inesperado a finales de los años setenta, se enamoró de una chica locamente, y jugó a la muerte siguiéndole a ella y creyendo que era un juego, una diversión, una inocente distracción para pasarlo bien y disfrutar de la juventud, sin saber que cuando más libre creía ser, más atado estaba, que se iba esclavizando casi sin darse cuenta, que se iba condenando… Cuando sus padres lo supieron le echaron de casa. Así, fue a parar a unos de esos barrios extrarradios y malvivieron mientras le daban trabajo recogiendo vasos en algún que otro bar. Luego, ella se fue de su lado, desapareció, quiso desaparecer. Y lo hizo para siempre. Su vida quedó sin lo único que creía tener.
Quiso volver a casa. Primero, porque estaba arrepentido y luego porque era el único sitio en el mundo donde creía que le esperaban, pero se equivocó, el sitio que le esperaba, con enfermos brazos abiertos, era la calle. Quiso hablar, no fue escuchado. Pidió ayuda y no la tuvo. Iba a casa, cuando sabía que no estaba su padre, y su madre le daba falsas esperanzas. No había manera. Pedía ayuda para entrar en un centro y se quedó en el centro de la ciudad, sus bares, sus callejones, sus noches frías de invierno, sus noches perladas de luna mentirosa e insultante primavera, sus sombras del parque en verano, sus iglesias acogedoras los días de lluvia, los soportales del Marqués de Contadero las noches de estío cerquita del río. Mendigando siempre para coger el autobús de suburbio y volver con el veneno que su viejo camello le vendía.
Recitaba poemas y anécdotas de las tradiciones sevillanas, así se ganó con brío un apodo de rapsoda, que él consideraba su grito de guerra. Nunca robó, sin embargo despertaba a veces miedo, otras desprecio, otras lástima. Lo que más odiaba era cuando desconfiaban de su presencia, o cuando alguien bajaba la cabeza al verle o hacían como que no le escuchaban cuando hablaba, porque incomodaba ver ese fantasma infeliz -que tantas veces echaban del establecimiento-, ese fantasma que, sin embargo, nunca había hecho mal a nadie que no fuese él mismo. También había quienes le respetaban; y lo agradecía como el más preciado de los regalos posibles –“¡claro que existe Dios!”, se decía- y algunos le llegaron a coger cariño, le llamaban por su apodo, le gastaban bromas, le daban limosna, algo de comer, y le escuchaban, sobre todo, le escuchaban… Interrumpía el jaleo de los bares y recitaba con su voz cantarina, luego pedía. Más tarde, se le podía ver por los estertores de la ciudad aniquilándose y dormitando rincones compartidos por otros enfermos.
De vez en cuando, intentaba salir de aquello, pero su débil juventud truncada no tenía energía para superar lo que llaman el mono. Cada vez estaba más deteriorado. Otras se vestía de valor, se limpiaba los zapatos, se perfumaba con colonia barata y con su mejor ropa iba a la casa señorial donde vivió su infancia y adolescencia, pero sólo recibía un portazo. Lo más doloroso de todo era cuando se encontraba con su padre y agachaba súbitamente la cabeza, como si no se conociesen de nada, sufría de pensar que él pudiese pasar tal vergüenza. Cuando llegaba Semana Santa padecía otro mono, el de ponerse su ropa nazarena. Siempre soñaba con volver a acompañar a su Señor del Perdón inacabado, y la Caridad infinita. Dios y Hombre Verdadero. Algunos años que se sentía fuerte iba a casa a pedir su túnica y dinero para su papeleta de sitio, pero todo se frustraba de uno u otro modo.
Al final se le veía por las calles del centro, desabrigado e infeliz, viéndole pasar a Él en su trono de plata con la cara llena de lágrimas. Brotaban de sal, como géiseres de la más pura conciencia y palpitaban de emoción los sedimentos del alma. En los últimos tiempos era ya un enfermo terminal y se le veía muy poco. Dicen que la última vez fue una de esas frescas mañana del final del invierno por la inmediaciones de José Gestoso, y era soledad errante entre el bullicio, soledad en esencia. Bajo el tibio sol que se envalentona entre los campanarios de San Juan de la Palma, San Román y San Pedro se dirigía a la Iglesia de las Misericordias y allí postró toda una escasa vida de abundante sufrimiento que ya expiraba en un cuerpo de alfiler. Estremecido de soledad. Agonizando le rezó a un Señor vestido de morado. Sin saberlo siquiera, pronunció el estribillo del Salmo 70 “Señor, apresúrate a socorrerme”. Aquel, cuyas estrofas, curiosamente, dicen luego: “queden confundidos y avergonzados los que buscan mi muerte; retrocedan sonrojados los que se alegran de mi mal”. Y el Señor, al que –dicen- sólo le falta hablar, porque respirar respira, le habló.
Por aquellos tiempos, su padre cambió de actitud inesperadamente. Cómo un cielo que abre sus pétalos de pronto tirando por tierra todas las predicciones mojadas. Lo que no lograron decenas de visitas del hijo pródigo lo logró la misma parábola comentada por la homilía de un sacerdote en una misa. Parece ser… entendió el texto de San Lucas. Por ello, fue él, ahora, el arrepentido. Y buscó al hijo que había pecado contra el cielo y contra él y recordó aquello de “no juzguéis y no seréis juzgado”. Y buscó la oveja perdida. Y buscó a ese moribundo que se había cruzado algunas veces por la calle, lo buscó, lo buscó, preguntó por él, y no obtuvo respuesta. Recorrió calles, tomó autobuses a ninguna parte, noches en vela por, sabe Dios, qué rincón espinado de su memoria. Pero no llegaba a ninguna meta. Ya era viejo, resortes consumidos y conciencia caducada. No hacía la estación de penitencia desde años atrás, pero aquella cuaresma se vio en la necesidad de hacerla, algo o alguien le movió inexcusable y atormentadamente. Desempolvó su túnica, pidió que le cosieran dobladillos, pues algo había menguado, que la limpiaran y la tuvieran planchada para la tarde del Jueves Santo en que se la volvió a poner después de bastante tiempo. Se notó triste y raro. Ocupó su sitio y se sintió calmo. Estaba con Él. Otra vez con Aquél al que había hablado desde niño, aquél en quien le enseñaron a confiar, reflejado en una imagen orgullo del barroco sevillano y prodigio de la escultura universal. Estaba con Él y con su bendita Madre de la Merced. Se sintió en familia, extrañamente acompañado. La noche, miel amarga, traía a sus oídos sones lejanos de Gómez Zarzuela. En la Catedral sonaba el miserere como exhortación serena en su corazón maltrecho. En la penumbra se giró levemente el nazareno que le precedía y sus ojos se le clavaron en la arista más sobresaliente del presente y sus recuerdos. Volvió a transitar paciente, meditando con dolor por las calles del regreso, Placentines, Francos, Álvarez Quintero. Comenzaba la noche de las noches. Y por fin, muy cansado llegó al templo. Descansó en un banco hasta que la iglesia se desalojaba, pero algo le llamó cerca del paso del Señor; junto a Él, distintos nazarenos rezaban, todos descubiertos aunque uno no se había quitado el antifaz. Al pasar por su lado vio los mismos ojos evanescentes que le miraron en el interior de la catedral mientras sonaba el órgano…. Y un extraño halo familiar le sobrevino. Rezó, pidió perdón, rezó, tenía tantas cosas que decir y quería tanto escuchar. Oró, sabiéndolo el salmo siguiente –no podía ser otro-, el 71 –“No me abandones ahora que soy viejo. A ti, Señor, me acojo; no quede yo avergonzado para siempre.”. El Señor con los faroles encendidos era una silueta malva y transmitía vida en la oscuridad. Pero, sólo halló silencio, un enigmático silencio en la recién nacida y plena noche del Parasceve.
A esa misma hora el Señor del Gran Poder estaba atravesando la puerta de su templo, y, como interpretados por un puntual Maese Pérez, los filamentos del aire comenzaban la auténtica sinfonía del silencio e inexplicables misterios volvían a hacerse realidad. Como realidad se hacían las vecinas leyendas becquerianas, al instante, sobre la infiel existencia de la prosa descreída del asfalto. Todos se hacían miradas suplicantes. Todo se hizo plegarias. En ese momento, terminaron las suyas, ante el Señor de Pasión, y tomó la puerta cuando hacía rato que todos habían salido. Recorrió sin fuerzas calles, vericuetos, esquinas… y por fin llegó a un callejón donde se encontraba su casa.
Cuando no lo esperaba se encontró con un nazareno de ruán que salía, pensó que tenía que ser de alguna de la Madrugá, quizás del Calvario, por la hora en que se dirigía, se cruzaron las miradas y sintió escalofrío. Esos ojos familiares le hicieron temblar y el enigma le hizo volverse; llegó a la puerta de su casa y volvió a girar la cabeza. El otro penitente, de delgadez cuasi escuálida, también se volvió lloroso y fue, entonces, cuando lo vio, vio el escudo mercedario de su antifaz. Ya eran muchas coincidencias. Era él el hermano que le había precedido en su estación y el mismo que no se descubría en el interior del templo. Gozoso dolor. Aquél dio dos pasos, sacó algo del bolsillo y le dijo: “esto es tuyo”, el anciano quedó hipnotizado al sentir aquellas frías manos translúcidas y la penetrante mirada de sus vidriosos ojos. Cuando vio lo que le había dado quiso llorar y quiso abrazarle, pero al levantar la vista el enigmático nazareno había desaparecido.
En sus manos tenía una foto vieja arrugada, descolorida, del Señor con la túnica de las rosas de Pasión. Le dio la vuelta y logró leer: “Él me ha acogido. Junto a Él te espero”.
Lejos de allí, muy lejos, por la calle Feria la noche se iba llenando de Esperanza.

sumhis

sábado, 19 de enero de 2008

Abandonados

En la Unidad de Estancia Diurna han preguntado por María, alguien responde que hoy no viene, por que sale la cofradía del barrio, su cofradía. A la misma hora, María está en la Caja de Ahorros, “hijo vengo a llevarme la paguita”, luego separa torpemente los billetes dirigiéndose al empleado que la atiende “esto es lo que le debo al carnicero, esto al panadero, esto lo que voy juntando para el regalo de boda de mi nieta, y con este poquito –el resto que le queda- tengo que tirar hasta fin de mes”. Él le pregunta “¿qué nieta es la que se casa?”, María agradece la interrupción, porque ama que le den conversación, encendiéndosele la mirada: “pues, hijo, la que es enfermera, la hija de mi Julián”. Echa mano de la cartera y le muestra una foto, “mira lo guapa que es”, lástima que la vea tan poco cómo al resto de la familia, pero como ella justifica “tienen muchas ocupaciones”.
Cerca de allí en la parroquia del Tiro de Línea todo está preparado para la salida, ya hay muchos ramos de flores que mujeres van depositando a los pies de la Virgen de las Mercedes. Algunas le piden por su hijo que cayó en la droga, otras por familiares enfermos, en la miseria, en el paro. Mientras María va de camino piensa que ella ha tenido más suerte. Tiene tres hijos, uno de ellos es abogado, otro es funcionario de un pueblo vecino a Sevilla y el otro bien colocado en una fábrica onubense. Le han dado cinco nietos estupendos. Dios les ayudó para criarlos y educarlos bien, aunque también es cierto que su marido y ella se sacrificaron mucho. Divaga mientras va llegando a la puerta de la iglesia, donde se colocará junto con otras mujeres para seguir al Señor en su estación de penitencia. Los demás viejos que suelen reunirse en la U.E.D. la están echando de menos, pero la asistenta sabe bien que en ese día nadie puede separar a ella de su promesa. Su memoria y su promesa. Nada para ella, todo por los suyos. Salud para ellos, y para sí que el Señor la recoja cuando Él quiera, que está preparada. Sale la Cruz de guía y comienza a recordar cuando con su difunto esposo se vestían de gala ese día para ver la cofradía del barrio junto a sus tres hijos. Entre las filas un nazareno le hace señas desde lejos y le tira un beso, debe ser algún vecino que la conoce mientras la nostalgia le hace brotar la primera lágrima cuando aparecen los ciriales. Más tarde puede, por fin, verlo Solo en la puerta. Vestido de morado y cautivo. Se escucha la primera marcha y los primeros aplausos y ya está cansada cuando comienza a andar tras Él. La Avenida de los Teatinos es un torrente de recuerdos desbordados que la transporta a estar con su pasado, aunque su familia esté ajena a lo que ella vive en ese lugar y momento -“tienen muchas ocupaciones”-.
Cerca del Parque tiene la primera gran alegría, entre la bulla alguien pronuncia la palabra abuela y tras mirar sin ninguna esperanza hacia la voz, se emociona al ver la cara de uno de sus nietos que hace siete meses que no ve. Está muy guapo y acompañado de una chica ¿será su novia? Le da un beso, pero no habla demasiado para que no le note el nudo en la garganta. Sigue caminando, se fija en ese cíngulo del Señor. Ese cíngulo que en su día fue el del Señor del Gran Poder, se le va la memoria a aquél año en que su Cristo lucía el mismo esparto que el Señor de Sevilla, reliquia viva de un gesto imborrable para los que lo vivieron y emoción viajera de San Lorenzo a ese extremo, entonces inhóspito, de la ciudad más humilde. Las piernas le duelen, pero queda tanto... Le mira a Él y se siente protegida, mientras pide que siempre proteja a los suyos. Le mira y se siente acompañada, los dos caminan solos y abandonados entre la bulla. Abandonados y felices por estar donde están, cumpliendo, cumpliendo con su cometido. Ella con su soledad, Él con su pena y con el peso de todos los pecados del mundo.
En la Pasarela brilla el oro de las Potencias, qué orgullo. Eran tan pobres y ahora, granito a granito, llenan de esplendor la puesta en escena de su caminata sin que les falte un detalle. Ella donó una sortija que le regaló su marido para la corona de la Virgen -fue tanto el oro que dio el barrio que sobró para hacerle las potencias al Señor- y ahora el Señor también lleva oro porque su gente se lo ha regalado. Qué orgullo también, sacrificio a sacrificio, cuando su nieta se case con las alianzas que ella va a regalarle con sus ahorros, del mismo oro que las potencias de su Cristo, hecho de sacrificio y privaciones. Cuando llega al Postigo, la corriente de mujeres que le sigue tiene que estrecharse para pasar bajo el arco, se siente escalofrío al llegar al corazón de la Ciudad y ver la túnica del Señor oscilarse despacio amainando el ritmo de la cofradía y revirando lentamente porque ya están en el centro. Un costalero sale del relevo y la reconoce. Se acerca a ella, es el hijo de su vecina, se crió con sus hijos y le vio crecer, se dan un abrazo mientras las mujeres de al lado presumen de su Cristo, en la Sevilla oficial. En la Plaza Nueva la piel de su Cristo brilla con el sol y su gente se extienden desde la Campana a la Puerta de Jerez, su barrio toma la ciudad por un mundo mejor invadiéndola de promesas imposibles, y ellos dos siguen solos entre la muchedumbre. Pero la luz que le da al Señor es el más puro testimonio de su victoria, la victoria de lo sencillo sobre lo grandioso, de lo natural frente a lo artificioso y tanta emoción contenida, y tanta ilusión cumplida y tanta por cumplir que nunca se cumplirá.
Cuando el Señor llega a la Campana hay que irse corriendo a la Puerta de los Palos para coger sitio de nuevo tras su paso. Cualquier imprevisto puede malograr el compromiso. Pero el parón es dañino, parece que las piernas no responden por la Plaza del Triunfo. Y atardece. Un malva melancolía comienza a teñir el cielo de poniente en el desplome del sol buscando alcores del Aljarafe. En la Universidad las fuerza fallan, el agotamiento vence, los años caen de pronto sobre las plantas de los pies y ha de salir cual alfeñique extenuado del bullicio, mientras que las marchas se repiten en una chicotá bellísima del Señor luciéndose por la Lonja. Ahora brotan otras lágrimas de dolor. Mientras busca un taxi hace cuentas y llega a la conclusión de que no se puede permitir tal dislate, si lo coge no llega a final de mes o no puede regalar las alianzas a su nieta, ¡que el tiempo se echa encima! No queda más remedio que rectificar la marcha y buscar la parada del 31 para llegar a la Barriada de la Oliva. Ha recordado tanto a su familia durante el día que en el trayecto no le quedan ni fuerzas para pensar. Llega a casa y coloca la estampita que le dio un nazareno pegada a la foto de la mesilla en la que aparece toda la familia junta, luego duerme.
En la mañana del Martes Santo María no aparece por la U.E.D. , esta vez es más preocupante porque nadie sabe donde está. Y cerca de allí, en la cama y con las piernas hinchadas ella oye el timbre que suena en la puerta, se acerca como puede y abre. El mismo costalero que la encontró tras el paso en el Postigo, le trae un regalo. Un clavel del paso del Señor. A ella se le enciende la mirada como si recibiera el mayor tesoro posible. Le da las gracias y camina a duras penas hacia su mesilla. Es entonces, justo entonces, cuando María desvalida y abandonada por sus familiares coloca la flor junto al Señor, su Cristo, Jesús Cautivo y abandonado, abandonado por sus discípulos.


sumhis