sábado, 20 de diciembre de 2008

Un garabato de esperanza

Para Ló



Quizás fue porque quiso nacer a las doce de la noche del primer domingo de cuaresma cuando presentía que su Virgen estaba en Besamanos, quizás fue porque su madre fue a rezarle a Aquella la misma tarde que recibió un susto terrible en el embarazo y lo presentó a Ella con lágrimas de alegría cuando pasó la cuarentena, quizás porque nació con sus grandes ojos abiertos y llorando por no llegar a tiempo de ir a San Julián a besarle las manos, quizás porque de allí le trajeron horas antes su medalla para colgarla en la cuna, porque su padre le tarareaba marchas tras la pared de la barriga de mamá o porque ella se las hizo escuchar durante los nueve meses mimando la tradición más bella heredada de la sangre de Papá. El caso es que cuando se encontró cara a cara con la Esperanza parecía que sus ojos brillaban como un día grande en su cortita vida de apenas veintidós meses.



Se deslizaron las alfombras rojas de la gloria desde el camarín al presbiterio, de lo divino a lo terreno. Y la silla quedó vacía: Había que ir a visitarla. La tarde estaba gélida junto al Arco, pero la madre -una vez más- se empeñó en que el niño no podía faltar a la cita ineludible. Aguantó la larga cola abrigado al máximo en su carrito y ellos le calentaban las manos de vez en cuando. Humo de castañas asadas, alhucema, navidad próxima y los ojitos bien abiertos. Curiosamente una paloma se coló en la basílica y cada vez que la intentaban sacar luchaba por volver adentro, aunque pasase inadvertida para el gentío, que sólo tenía ojos, alma y pulso de puntillas para Ella. En el atrio, lotería y ojos llorosos de quienes salían tras besarla. Y él tranquilo y expectante. En el interior, emoción contenida y un nudo en la garganta cuando nos íbamos acercando. Minutos de Gloria. Espacio de gracia. Brillo en las miradas y ganas de volver. Nadie quiere retirarse y han de achucharnos para salir. En la mesa el padre cogió una estampita y se la dio a la madre. En ella aparecía la Virgen, su cara y una de sus manos. Ella se la dio al niño y éste, al verla, se quitó solito el chupe y besó la mano sobre la foto.

Él no sabe nada de aquel Hospital de las Cinco Llagas, ni del viejo reloj olvidado, ni de aquella ventanita de la calle Feria, ni conoce los versos de Rodríguez Buzón, aún no ha oído hablar del tesoro juanmanuelino, ni del tintinábulo, ni del manto camaronero, tumulto de cirios verdes y ciriales inclinados, terciopelo y capas de merino, ni del mar de plumas blancas que inunda la campana o la Plaza de San Lorenzo horas antes. Él aún no se ha estremecido con el trío de
“Pasa la Macarena”, ni ha vibrado con el inicio de la marcha de Pedro Morales. Él nunca ha visto fantasmas negros, vestidos como su padre en la Madrugá, atravesando el atrio para pedir la venia. Ignora lo que se siente al verla venir con la cera consumida melancólicamente por la mañana. No le contaron nada del cabello donado por Juanita Reina, ni sabe quien murió en Talavera, ni quien le regaló las esmeraldas, ni ha escuchado la voz rota de la Marta cantarle en la calle Parras. Desconoce los versos pintados en la fachada de aquella calle riñéndole por tardar siete días en volver de su coronación gloriosa. Aún no sintió escalofrío de vida encontrándosela un miércoles de pasión de cuerpo entero, cuando aún no tiene cera delante. No ha visto llorar a los que la esperan horas para disfrutarla sólo instantes. Pero ya conoce la Esperanza.



Por eso sabe de asombro y de expectación, por eso sabe besarle sus manos. Y por eso cuando su padre al día siguiente jugando con él estuvo dibujando, y se le ocurrió pintar una Virgen vestida de reina y con manto verde, quedó perplejo al escuchar de sus labios que encima de Ella debía pintar la paloma –“un pio pio”- que el día antes se había colado en la basílica y había pasado inadvertida para la mayoría del público que la abarrotaba. Son sus inocentes ojos los que nos subrayan la grandeza de las pequeñas cosas, que son las más grandes. La materia prima de la ilusión. Y, por eso, aquella paloma quedará grabada en las páginas doradas de la memoria que nunca se borra. Gracias a un garabato soñado por un niño. Un garabato de esperanza. Dicen que Dios utiliza la lengua de los ignorantes para enseñar a los sabios. Dicen que el Espíritu Santo es simbolizado como una paloma. Y dicen que los dieciocho de diciembre celebramos la expectación de María por albergar en su seno al hijo de ese Espíritu Santo. ¿Qué lección será entonces la de Dios a través del balbuceo de un niño o de un garabato torpe?
Que sean sus ojos grandes y abiertos los que escriban la respuesta, esos que vieron la luz una madrugada de besamanos de cuaresma y vieron la esperanza una tarde de besamanos de navidad. Una tarde campanillera color de Neptuno. Un dieciocho de diciembre.
sumhis

martes, 16 de diciembre de 2008

Un recuerdo

Tengo en mi mente un recuerdo. Un recuerdo grabado como áncora de luz en abismo, un verde tesoro, una esmeralda pura sin tratar en el océano de la memoria de las vivencias cofrades. Eco de hondos yunques, de allí donde se fragua el sentimentalismo. Fue en 1995, cuando la Macarena salió en procesión extraordinaria para conmemorar el IV Centenario de la Hermandad.

Amanecer, murallas, poca gente, olor a nardos, revirá del palio y “Macarena” de Cebrián.


Telegráficamente viene a ser eso. Pero ese fragmento en código morse de emoción encierra tanto que necesitaría un mundo para explicarlo.

El día iba supliendo la noche con caras de cansancio en los que tanto la habíamos acompañado, y con él el relente. Se acercaba por una calle de las que vienen del Pumarejo, y sabía que ya me despediría allí de Ella, por lo que no quería olvidarme de nadie, no quería que me quedase nada sin decirle. Pero sin dejar de vivirlo. Como un eslabón de homenaje en el curso de mi macarenismo íntimo, que en mí vive siempre. Al llegar al final de la calle, frente por frente a la muralla, la Esperanza comenzó a revirar lentamente la esquina y la banda atacó esa marcha. Esa marcha que comienza sonando a melancólica noche cuaresmal de la infancia escuchando por la radio un programa de Semana Santa soñando con el olor del incienso y montajes de pasos, suena luego a calle Feria de ida, con la ilusión intacta y arropada la Virgen por la riada humana de su gente, que no la dejan Sola camino de la Campana, por ser muy joven para ir así de madrugada, y finaliza invocando una mañana de Viernes Santo esperándola entre aroma de calentitos, con los pies cansados, los ojos chispeantes y el cordón morado todavía sobre el cuello. Esperando obligatoriamente el rostro ojeroso de la Reina de la ciudad entre velas rizadas.

Me pregunté si lo estaría escuchando aquella que habita en la otra esquina de la muralla, si con la música se habría despertado en la madrugada azul de San Julián. El aroma de los nardos del paso a esa hora era una nube que impregnaba el lubricán hasta enturbiar el corazón; y entre todo lo visible, entre todo lo vivible esa cara de diecinueve años. Que como casi siempre me viene a recordar curiosamente a mi madre, madrileña, macarena. La miraba. La miraba y vi a Dios en Ella.

Este recuerdo aparece muchas veces en mis sueños. Se repite. A veces como una obsesión. Me viene en la noche y cuando no viene lo busco aún inconsciente. Lo busco como asidero del alma, como ancla de fe. Porque sé que es Ella. Porque sé que... cuando quieran medir la gracia preguntarán por ti, cuando quieran describir la belleza preguntarán por ti, cuando quieran vivir la esperanza preguntarán por ti…

De todos los momentos cofrades de mi vida guardados como reservas en la bodega de mi alma, no hay ninguno que me transmita más fe en el porvenir, más sosiego, más calma, no hay ninguno que brille con más esperanza que aquel amanecer de otoño, aquel alba de nardos y muralla, vivido hace años junto a la dulce niña de San Gil.
sumhis