viernes, 1 de agosto de 2008

El enigma del nazareno pródigo

“…este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado.” Lucas 15, 32


Pocos eran los niños que aceptaban las golosinas de aquel extraño rey mago cuando en algún bar él las ofrecía. Con una sonrisa desencajada y visiblemente forzada trataba de ganar simpatías, no por pedir limosna, sino para dar un sentido a la vida en ese túnel inhóspito que recorría a diario. Eran esos caramelos chimos que le sobraban al papel de plata que realmente buscaba al comprarlos. Un día, hablando con unos desconocidos que le prestaron atención les explicó para qué los necesitaba y mostró esos papeles que utilizaba para matarse irremediablemente poco a poco. Alguien se sorprendió porque, en la misma cartera, debajo de ellos dejaba verse una preciosa foto muy desgastada del Señor de Pasión con una túnica poco vista por aquella época. Unos originales bordados daban más ternura si cabe al dulce rostro humilde de Jesús. Los ojos le brillaron: “esa es la túnica de las rosas de pasión, es del siglo XIX, bordada en oro y enriquecida de diamantes. Hace tiempo que no la luce porque está en muy mal estado, pero la van a restaurar…”
Era hermano desde el nacimiento, como el resto de su familia, aunque hacía años que no se vestía de nazareno -su cultura y su preparación contrastaba desgarradoramente con su callejero aspecto indigente-. Al verse escuchado, comenzó a contar su vida, mientras le invitaban a un refresco: como tantos otros cayó en un infierno inesperado a finales de los años setenta, se enamoró de una chica locamente, y jugó a la muerte siguiéndole a ella y creyendo que era un juego, una diversión, una inocente distracción para pasarlo bien y disfrutar de la juventud, sin saber que cuando más libre creía ser, más atado estaba, que se iba esclavizando casi sin darse cuenta, que se iba condenando… Cuando sus padres lo supieron le echaron de casa. Así, fue a parar a unos de esos barrios extrarradios y malvivieron mientras le daban trabajo recogiendo vasos en algún que otro bar. Luego, ella se fue de su lado, desapareció, quiso desaparecer. Y lo hizo para siempre. Su vida quedó sin lo único que creía tener.
Quiso volver a casa. Primero, porque estaba arrepentido y luego porque era el único sitio en el mundo donde creía que le esperaban, pero se equivocó, el sitio que le esperaba, con enfermos brazos abiertos, era la calle. Quiso hablar, no fue escuchado. Pidió ayuda y no la tuvo. Iba a casa, cuando sabía que no estaba su padre, y su madre le daba falsas esperanzas. No había manera. Pedía ayuda para entrar en un centro y se quedó en el centro de la ciudad, sus bares, sus callejones, sus noches frías de invierno, sus noches perladas de luna mentirosa e insultante primavera, sus sombras del parque en verano, sus iglesias acogedoras los días de lluvia, los soportales del Marqués de Contadero las noches de estío cerquita del río. Mendigando siempre para coger el autobús de suburbio y volver con el veneno que su viejo camello le vendía.
Recitaba poemas y anécdotas de las tradiciones sevillanas, así se ganó con brío un apodo de rapsoda, que él consideraba su grito de guerra. Nunca robó, sin embargo despertaba a veces miedo, otras desprecio, otras lástima. Lo que más odiaba era cuando desconfiaban de su presencia, o cuando alguien bajaba la cabeza al verle o hacían como que no le escuchaban cuando hablaba, porque incomodaba ver ese fantasma infeliz -que tantas veces echaban del establecimiento-, ese fantasma que, sin embargo, nunca había hecho mal a nadie que no fuese él mismo. También había quienes le respetaban; y lo agradecía como el más preciado de los regalos posibles –“¡claro que existe Dios!”, se decía- y algunos le llegaron a coger cariño, le llamaban por su apodo, le gastaban bromas, le daban limosna, algo de comer, y le escuchaban, sobre todo, le escuchaban… Interrumpía el jaleo de los bares y recitaba con su voz cantarina, luego pedía. Más tarde, se le podía ver por los estertores de la ciudad aniquilándose y dormitando rincones compartidos por otros enfermos.
De vez en cuando, intentaba salir de aquello, pero su débil juventud truncada no tenía energía para superar lo que llaman el mono. Cada vez estaba más deteriorado. Otras se vestía de valor, se limpiaba los zapatos, se perfumaba con colonia barata y con su mejor ropa iba a la casa señorial donde vivió su infancia y adolescencia, pero sólo recibía un portazo. Lo más doloroso de todo era cuando se encontraba con su padre y agachaba súbitamente la cabeza, como si no se conociesen de nada, sufría de pensar que él pudiese pasar tal vergüenza. Cuando llegaba Semana Santa padecía otro mono, el de ponerse su ropa nazarena. Siempre soñaba con volver a acompañar a su Señor del Perdón inacabado, y la Caridad infinita. Dios y Hombre Verdadero. Algunos años que se sentía fuerte iba a casa a pedir su túnica y dinero para su papeleta de sitio, pero todo se frustraba de uno u otro modo.
Al final se le veía por las calles del centro, desabrigado e infeliz, viéndole pasar a Él en su trono de plata con la cara llena de lágrimas. Brotaban de sal, como géiseres de la más pura conciencia y palpitaban de emoción los sedimentos del alma. En los últimos tiempos era ya un enfermo terminal y se le veía muy poco. Dicen que la última vez fue una de esas frescas mañana del final del invierno por la inmediaciones de José Gestoso, y era soledad errante entre el bullicio, soledad en esencia. Bajo el tibio sol que se envalentona entre los campanarios de San Juan de la Palma, San Román y San Pedro se dirigía a la Iglesia de las Misericordias y allí postró toda una escasa vida de abundante sufrimiento que ya expiraba en un cuerpo de alfiler. Estremecido de soledad. Agonizando le rezó a un Señor vestido de morado. Sin saberlo siquiera, pronunció el estribillo del Salmo 70 “Señor, apresúrate a socorrerme”. Aquel, cuyas estrofas, curiosamente, dicen luego: “queden confundidos y avergonzados los que buscan mi muerte; retrocedan sonrojados los que se alegran de mi mal”. Y el Señor, al que –dicen- sólo le falta hablar, porque respirar respira, le habló.
Por aquellos tiempos, su padre cambió de actitud inesperadamente. Cómo un cielo que abre sus pétalos de pronto tirando por tierra todas las predicciones mojadas. Lo que no lograron decenas de visitas del hijo pródigo lo logró la misma parábola comentada por la homilía de un sacerdote en una misa. Parece ser… entendió el texto de San Lucas. Por ello, fue él, ahora, el arrepentido. Y buscó al hijo que había pecado contra el cielo y contra él y recordó aquello de “no juzguéis y no seréis juzgado”. Y buscó la oveja perdida. Y buscó a ese moribundo que se había cruzado algunas veces por la calle, lo buscó, lo buscó, preguntó por él, y no obtuvo respuesta. Recorrió calles, tomó autobuses a ninguna parte, noches en vela por, sabe Dios, qué rincón espinado de su memoria. Pero no llegaba a ninguna meta. Ya era viejo, resortes consumidos y conciencia caducada. No hacía la estación de penitencia desde años atrás, pero aquella cuaresma se vio en la necesidad de hacerla, algo o alguien le movió inexcusable y atormentadamente. Desempolvó su túnica, pidió que le cosieran dobladillos, pues algo había menguado, que la limpiaran y la tuvieran planchada para la tarde del Jueves Santo en que se la volvió a poner después de bastante tiempo. Se notó triste y raro. Ocupó su sitio y se sintió calmo. Estaba con Él. Otra vez con Aquél al que había hablado desde niño, aquél en quien le enseñaron a confiar, reflejado en una imagen orgullo del barroco sevillano y prodigio de la escultura universal. Estaba con Él y con su bendita Madre de la Merced. Se sintió en familia, extrañamente acompañado. La noche, miel amarga, traía a sus oídos sones lejanos de Gómez Zarzuela. En la Catedral sonaba el miserere como exhortación serena en su corazón maltrecho. En la penumbra se giró levemente el nazareno que le precedía y sus ojos se le clavaron en la arista más sobresaliente del presente y sus recuerdos. Volvió a transitar paciente, meditando con dolor por las calles del regreso, Placentines, Francos, Álvarez Quintero. Comenzaba la noche de las noches. Y por fin, muy cansado llegó al templo. Descansó en un banco hasta que la iglesia se desalojaba, pero algo le llamó cerca del paso del Señor; junto a Él, distintos nazarenos rezaban, todos descubiertos aunque uno no se había quitado el antifaz. Al pasar por su lado vio los mismos ojos evanescentes que le miraron en el interior de la catedral mientras sonaba el órgano…. Y un extraño halo familiar le sobrevino. Rezó, pidió perdón, rezó, tenía tantas cosas que decir y quería tanto escuchar. Oró, sabiéndolo el salmo siguiente –no podía ser otro-, el 71 –“No me abandones ahora que soy viejo. A ti, Señor, me acojo; no quede yo avergonzado para siempre.”. El Señor con los faroles encendidos era una silueta malva y transmitía vida en la oscuridad. Pero, sólo halló silencio, un enigmático silencio en la recién nacida y plena noche del Parasceve.
A esa misma hora el Señor del Gran Poder estaba atravesando la puerta de su templo, y, como interpretados por un puntual Maese Pérez, los filamentos del aire comenzaban la auténtica sinfonía del silencio e inexplicables misterios volvían a hacerse realidad. Como realidad se hacían las vecinas leyendas becquerianas, al instante, sobre la infiel existencia de la prosa descreída del asfalto. Todos se hacían miradas suplicantes. Todo se hizo plegarias. En ese momento, terminaron las suyas, ante el Señor de Pasión, y tomó la puerta cuando hacía rato que todos habían salido. Recorrió sin fuerzas calles, vericuetos, esquinas… y por fin llegó a un callejón donde se encontraba su casa.
Cuando no lo esperaba se encontró con un nazareno de ruán que salía, pensó que tenía que ser de alguna de la Madrugá, quizás del Calvario, por la hora en que se dirigía, se cruzaron las miradas y sintió escalofrío. Esos ojos familiares le hicieron temblar y el enigma le hizo volverse; llegó a la puerta de su casa y volvió a girar la cabeza. El otro penitente, de delgadez cuasi escuálida, también se volvió lloroso y fue, entonces, cuando lo vio, vio el escudo mercedario de su antifaz. Ya eran muchas coincidencias. Era él el hermano que le había precedido en su estación y el mismo que no se descubría en el interior del templo. Gozoso dolor. Aquél dio dos pasos, sacó algo del bolsillo y le dijo: “esto es tuyo”, el anciano quedó hipnotizado al sentir aquellas frías manos translúcidas y la penetrante mirada de sus vidriosos ojos. Cuando vio lo que le había dado quiso llorar y quiso abrazarle, pero al levantar la vista el enigmático nazareno había desaparecido.
En sus manos tenía una foto vieja arrugada, descolorida, del Señor con la túnica de las rosas de Pasión. Le dio la vuelta y logró leer: “Él me ha acogido. Junto a Él te espero”.
Lejos de allí, muy lejos, por la calle Feria la noche se iba llenando de Esperanza.

sumhis