martes, 29 de diciembre de 2009

A un Rey Mago que está en el cielo

A los pies de la cama comenzaba un delicado caminito de caramelos. El niño se levantó, miró al suelo y con ojos encendidos trató de averiguar hacia donde se dirigía aquel sendero sembrado por la magia. Descalzo, no se puso zapatillas. La impaciencia era un ingrediente más de la noche de la ilusión. Porque aún era de noche. Faltaba un buen rato para el amanecer. Fue encendiendo luces en la oscuridad del hogar. Todos dormían. Y tropezó con una puerta. Era el cuarto de estudio, para sus hermanos, para él –aún era pequeño- el de los “deberes”. Con suavidad palpitante, mitad emoción, mitad nerviosera, se atrevió a abrir. La lámpara estaba apagada, pero había luz. Una extraña luz cobalto que se reflejaba sobre una pantalla abierta extendida de espalda a la entrada de la estancia. Se adivinaba una imagen proyectada sobre la misma. La esquivó y se deslumbró al ver, de frente, un proyector que producía un extraño ruido –para él- que le transportaba al claroscuro de las salas de cine. El mismo aparato emitía un haz de luz, cuyo ángulo se iba aumentando progresivamente hasta llegar al blanco de sábana de aquella pantalla. Era un misterioso rayo de humo. Entonces giró la cabeza y el gran angular de la ilusión llegó a su máximo. El Señor, frente a frente. Aquella imagen que presidía todos los rincones de su ciudad, de su casa. El que descansaba en la Madrugá sobre el cuello de dos de sus hermanos mayores. Túnica persa, majestad y mansedumbre. Serpiente de espinas sobre la frente vencida. Aquél al que a su corta edad ya había besado el talón muchos viernes aupado por su madre. Jesús del Gran Poder.



Se sentó. Un escalofrío de metal recorrió su cuerpo. Un sueño de realidad ganaba el paso a la infancia en esa noche de fin de la navidad, de fin del misterio, de fin de la infancia. Había soñado tiempo atrás con contemplar esas diminutas fotos que su hermano le había regalado meses antes -y que llamaban diapositivas- en una pantalla grande como si tuviese el cine en su propia casa. Así, le habían contado, podían verse. Mientras tanto, se entretenía mirándolas con la luz del flexo por detrás de las mismas… Y ahora estaba sentado en una butaca de aquella sala de palco de la epifanía. Se recreó en la imagen y, luego, comenzó a pasarlas con la conmoción de un viaje infinito por la vía láctea de los sueños. Y así, le pilló el amanecer sin echar cuentas de los juguetes que le esperaban en el salón...


Entonces no sabía que, lejos de allí –o no tan lejos- aquel Señor, que le había recibido en el pórtico mismo de la felicidad, iba vestido aquel mismo día con esa misma túnica en el altar de quinario de su basílica, donde aguardaba la función principal. No sabía aún de desesperanzas, melancolías y desengaños, sólo de deseos, anhelos, ilusiones… Le quedaba mucho por conocer, e ignoraba que en ese recorrido irían apareciendo las primeras y evaporándose las segundas. Pero sí sabía que aquella emoción le marcaría el alma para siempre. Pasarían poco a poco los años. Después se iría acelerando la velocidad, y más tarde por la ventana del tren de la vida, los árboles parecerían que volaban sin dar tiempo para observar el paisaje. Pero en ese viaje no faltaría nunca la ávida inocencia de aquella misma pasión. Así, se aficionó a pedir tiras de diapositivas en cada ocasión de regalo que los tiempos le brindaban, cumpleaños, santos, buenas notas… para ir completando colecciones, así descubrió el montaje de la música para las imágenes, colocando cerca una grabadora con la cinta de marchas, saetas, fragmentos de programas de radio, pregones… Y cada vez, iba perfeccionando más cuanto más iba conociendo, descubriendo… Y por fin, cuando a los dieciocho tuvo su primera gran cámara fotográfica se convirtió en autor de esa pasión en la que había convertido el sueño de unir fotografía y Semana Santa. Autor de su propia visión, de su propia vivencia. Y ya le acompañaría siempre la misma difícil, emocionante aventura en un íntimo cajón de sus ideas. En los momentos felices, en las penas, en las cuatro estaciones del calendario. Aún recuerda aquel verano del noventa y seis cuando en plena depresión refugiaba su tristeza fotografiando detalles, impresiones, reflejos de su ciudad, calles con nombres de Cristos y Vírgenes, suspiros de los rincones que quedarían inmortalizados en nostalgia con aquellas fotos en sepia y el adagio de Albinoni de fondo…


Aquella madrugada de seis de enero ignoraba tanto… ni siquiera sabía lo difícil que era fotografiar a ese Señor de la pantalla… Hacerlo es subir, caer, mirar a la verdad cara a cara y sin pudor dejando alma propia en el empeño…


Hoy los años no han borrado el recuerdo, pero es ya inútil escribir a los tres reyes, porque el verdadero Mago de la infancia falta por vez primera en esta navidad. Siguió la estrella de oriente pasando el umbral de la gloria el siete de mayo de este año que agoniza. Allí le estaba esperando el de la túnica persa, el Rey de reyes cuyos cultos vamos a celebrar en cuanto comience el nuevo año. Aquél que todo lo puede.


Por ello, es a Él al que escribo mi carta con lápiz de verde esperanza, le pido que me ayude a parecerme a ese que me regaló la ilusión allanando el camino a base de amor, desde los pies de la cuna. Le pido al Señor que mi hijo, cuando los años pasen y el tren se pierda en la niebla espesa de las horas, pueda recordar a su padre, como yo al mío. Con la misma gratitud emocionada de aquel niño sentado en el palco de cine de la epifanía más bella de la memoria.


sumhis

sábado, 26 de diciembre de 2009

¿Quién te hizo?


Quizás pudo ser el alba,
que a escondidas sale a verte
y vuelve al cielo celeste
para que pose sus malvas
en tu Cara, como salvas,
anunciando tu llegada,
cuando ya en la encrucijada
de Cuna buscas la luz
que duda en salir si Tú
la eclipsas con tu mirada…

También pudo ser el sol,
que posa en la Resolana
su luz a media mañana
para llenar de esplendor
cuando llenas el crisol
de Parras siempre esperando,
a tu sonrisa y tu llanto,
que blanqueando las cales
va bendiciendo portales
que la historia fue guardando…

O a lo mejor fue la brisa,
que te recibe en el Arco
y hasta los Colegios Altos
por tu perfil se desliza
observando como hechizas
“anchalaferia” en la noche,
mientras la luna de broche
se prende en tus bambalinas
que dejan por las esquinas
“juanmanuelino” derroche…

Yo creo que fue Sevilla,
que un día que se miraba
en el río reflejada
comprendió desde la orilla
que a la luz que en ella brilla
le faltaba claridad,
y al Cielo fue a reclamar,
y le pidió a Dios Padre
que le prestara a su Madre
para poderle rezar.

Diego Romero Pérez

domingo, 20 de diciembre de 2009

La luz del agua (y II)

“a Mariló. Nuestras vidas,
nuestros nombres, nuestra navidad…”

Bajó del altar para acercarse a su pueblo, trocar ilusión por el mimo con la que la besamos. Y le canta el frío de más allá del arco, el calor del interior al abrigo, el hálito del hogar de piedra, del de espíritu, las luces de colores de las calles, neblina de las mañanas, el papel de sueño de las cartas de los niños, campanilleros, el adviento mismo, la navidad entera. Cuando a la Virgen le cantan villancicos, mira a su izquierda y llora de emoción al ver el niño que en su regazo acoge la Virgen del Rosario, mira a su derecha y llora de dolor al ver la corona de espinas que deja regueros de sangre sobre la frente del Señor de la Sentencia. Por eso parece llorar de dos maneras distintas.

Tiene la corona de Joyería Reyes sobre sus sienes, y viste nueva saya blanca de pureza y viejo manto verde de esperanza, el tisú “descolorío” que bordara con primor Juan Manuel. Sobre la saya la pluma de Muñoz y Pavón. La escalera desde su trono al suelo alfombrada de rojo. Y aquél vacío. Sobre él una inmensa corona de realeza. Las flores, pequeñas calas con helechos de cuero. En su mano izquierda rosario verde. Sobre su cuello medalla de oro de Isabel la Católica. Y en su pecho las verdes esmeraldas de Joselito y un broche de piedras preciosas de Juana Reina. Sólo le falta el pañuelo para secar nuestras lágrimas. Porque lo tienen los ángeles que la bajaron.





Como en la caverna de Platón todo es reflejo de otro mundo -aún más bello-, el de las ideas. La vida secreta de los sentimientos. Y así, la corona es un sol que desde lejos ilumina a quien desde tiniebla se acerca, el blanco de la saya paz que calma el corazón inquieto y atormentado, el manto nostalgia, melancolía que nos trae recuerdos que tiñen en sepia, la pluma instrumento que nos llama al intento –imposible no hay nada- de expresar lo que sentimos, y la escalera nos incita a subir otro peldaño, a superar miedos, penas, desengaños. Arriba, la gran corona, la protección de quien nos espera algún día allá en las alturas. Las flores, bálsamo que suavizan la amargura, el rosario cuentas de lo mucho que aún nos queda por vivir y las esmeraldas lágrimas de esperanza sobre nuestra desesperación. El broche un cerrojazo al desaliento y la tristeza. Su cara el cielo.



Eso lo sabe bien quien va a verla con el corazón roto. Porque no quiero caer en el tópico del faro para quien está perdido, pues basta con decirle su nombre exacto que así de exacto es lo que transmite, y a Ella la denomina. Esperanza. Luz del agua. Si agua necesitamos para vivir, si en el agua nació la vida, si vivimos nueve meses oscuros en el vientre de nuestra madre sumergidos en agua, ¿qué haríamos sin luz, de qué nos sirve una vida sin ilusión?

Y por encima de todo, Madre, por eso representa tan bien el calor de quien nunca nos falla y, por eso, al acercarnos recordamos aquella que nos dio a luz –otra vez las mismas cosas-. Por eso, antes de besarla, en silencio, la nombramos también con sus otros nombres que, nos son familiares y que, hablan de Ella misma en otros episodios de su vida, y de nosotros. Y así, la llamamos de la O, de las Aguas, de las Flores, Inmaculada, Victoria, Rocío, Granada, Valle, Salud, Piedad, Amargura, Penas, Dolores, Madre del Mayor Dolor, de la Palma, Soledad, Hiniesta, antes del nombre justo… Esperanza.



Frente a Ella, un coro de campanilleros le canta villancicos. Y desde el cielo suena otro, la realidad secreta de estas fechas, aquel que decía… “San José era carpintero y el niño carpinteaba, los angelitos del cielo con la viruta jugaban” …Con su pañuelo jugaban.

sumhis

jueves, 17 de diciembre de 2009

Las huellas vivas

“a la memoria eterna del Padre José María Javierre”



Siempre caminando, siempre. Cuentan que Miguel Ángel golpeó con el cincel la Piedad una vez estuvo terminada y le pidió que hablase, pues era lo único que le faltaba. Juan de Mesa cuando concluyó la obra del Señor del Gran Poder, debió decirle: “camina”… y el Señor caminó. Rayando madrugadas cargando su cruz, con su túnica morada oscilando a impulsos de una valiente zancada. José María siguió su modelo. Hizo su propio camino, siguiendo a Él, y siempre superando obstáculos. Será enterrado un Viernes del Señor, como lo fue mi padre. En este mismo año que ya muere. Un dieciocho de diciembre, día de la Esperanza. La que transmitió toda su vida. Pero, no podemos evitar quedarnos vacíos, fríos, desalentados. Se van con él tantas cosas… y tan difíciles de rescatar. El verdadero progresismo que lucha sin prejuicios por una verdad y una justicia que no la halló más clara que en los evangelios, el verdadero cristianismo lejos de retrógradas jerarquías que tanto hieren y traicionan esos mismos evangelios. La invocación permanente a las bienaventuranzas. La enseñanza del amor al crucifijo con las obras, con el ejemplo; invitando, seduciendo, nunca imponiendo. El pregón de la gracia, el ingenio, la ironía, la libertad no alineada más que con la conciencia. Una sevillanía de leyenda, de pureza, de sentimientos honestos tal si hubiese nacido a la sombra de la Venera, en vez de un pueblo apartado de la provincia de Huesca. El valor y la energía inagotable, difundiendo el humanismo de puerta abierta. Siempre en camino con la persona, hacia un proyecto unido de creación de riqueza y de equidad... de su justa distribución. Y siempre concordia, sobre todas las cosas. Rechazando el juicio al prójimo –que nunca ha de confundirse con sus acciones-, intentando entender lo incomprensible y siguiendo fielmente el mensaje de Lucas 6, 37.

Y se va… La ilusión en el trabajo, la ganas de vivir para vivir de verdad: Por los demás. Ojalá esta ciudad camine, siga caminando como él y no le olvide como acostumbra. Mas será más probable que continuemos nuestro recorrido de amnesia, y dividiéndonos en maniqueos bandos para pelear, para mirarnos a nosotros mismos sin ver nada más o mirar a todos lados para no vernos ni nosotros mismos. Tanto nos enseñaste y que poco aprendemos…

No habrá elocuencia más certera, fiel,
salvaguardia de los principios eternos
de la justicia social, del progreso
libre, humilde, tozuda sencillez.

No habrá camino, empresa sin desmayo,
amor sin traición, impostura aquieta,
ternura con vigor, serena fuerza,
Sed de verdad, Cristo crucificado.

No habrá, Sevilla, quien venga y te entienda
mejor que un hijo de tu mismo sangre,
solo por dentro, acompañado afuera.

Oh no, Tú, Soledad, tu mano, dale
esperándole allí junto a tu puerta
que le recibe el del Poder más Grande.
sumhis

lunes, 16 de noviembre de 2009

Cuando pasa la Virgen de la Victoria

Pasado el mediodía, el sol vespertino del Señor va llamando por lo profundo a los oficios: Una Virgen va repartiendo majestad. Ya ha salido a la calle. Un lance a la verónica con las muñecas del viento, un destello de empaque y pureza sobre la memoria fiel. Despacio. Con el temple de la derrota sobre los relojes, la entrega de Cronos ante un bello nombre de mujer. Avanza. Renace el encanto, reverdece la gracia. Y la tarde temprana, parece mentira, nos transporta a otra época, y todo es real. Llega un perfume a tabaco y jazmín y rielan resplandores juanmanuelinos sobre la superficie brillante cuando viene cruzando el río. Abriendo el corazón de la ciudad. Y no sabemos si es producto de una ensoñación del alma. Pero es real. Se abren los espacios de la ciudad como las aguas del Mar Rojo en el Éxodo, para que el ápice de la elegancia –hecho paso de palio- rompa con suavidad las llagas del olvido. Y tenemos la sensación de que con nosotros están todos los personajes que faltan para hacer única a la Ciudad sin tiempo[1]. Una Sevilla de ópera, que la ganó la Virgen. Dulcemente inclinada su cabeza, pasea… su serena dignidad. Es su grandeza prodigio, que siendo canon de clasicismo, todo cerca de Ella parece más hermoso de lo que sería coherente pensar. Es un contraste dulce, que integra, que no separa, todo lo hace más bello con su sola visita. Suerte de paradoja que nunca desprecia, siempre bendice. Un hoy quimérico, un ayer y un mañana. La sencillez de la autenticidad. Por eso Ella nunca podría salir a la calle otro día que no fuese Jueves Santo. Y así es como su presencia hace a la tarde conjugar todas las personas, todos los tiempos, del verbo suspirar. Y suspira San Telmo queriendo abrazar de cerca la feminidad del dolor. Y suspiran los pináculos de la alta Caridad. La Torre del Oro mira y se mira, se sueña y sueña…




Cómo no acordarme de ti, amigo Antonio, cuando pasa Ella. Tú me enseñaste el acogimiento sincero del regazo de tu Virgen, tú me enseñaste a amarla desde tan pequeño… Tú me enseñaste el delicado misterio que esconde la pronta tarde del Jueves Santo. Y me enseñaste a querer con pasión, de unas raíces que nada ni nadie arranca, el gran secreto de amor que es la Semana Santa de Sevilla. El amor de un pueblo. Tú me enseñaste los detalles invisibles, las horas que buscan otras horas, los tesoros que guardan las vísperas, y la profundidad de los significados interiores que adentran la tradición que luego desborda… Tú me enseñaste a tu Virgen en la penumbra íntima de la iglesia, tú y yo solos con Ella ¿te acuerdas? Me regalaste tantas cosas… aquella vieja foto suya en blanco y negro con la rosa de plata de tu victoria [2]. La misma flor que después llegó dos veces a la Catedral aquella Semana Santa. Y tú me enseñaste a decir adiós a la vida, aquel Jueves Santo que tuviste que abandonar la manigueta izquierda trasera de su paso para marchar despacio al cielo.


Y aun pareciendo mentira nada lo es cuando pasa Ella. Todo es real. Como la oración secreta de quien nunca llegó a vestir el raso morado de tu túnica. Caprichos del destino. Por eso evoca el aire tu realeza cada año al ver venir tu paso de palio. Oda escarlata del dolor lleno de gracia. Con la naturalidad de tu luz que vence vaivenes preñados de recuerdos, sin peligro alguno de envanecernos. Madre mía, Virgen de la Victoria.


No hay tiempo sin tiempo, ni ayer, ni hoy, ni mañana cuando Tú pasas.
sumhis


[1] Sevilla, Ciudad sin tiempo, así la llamó el gran director de orquesta italiano Alberto Zedda, al referirse a ella en la obra Sevilla, un nombre en la ópera tras conocerla para situarse en el escenario de Carmen de Bizet, Don Giovanni y las Bodas de Fígaro, de Mozart, etc.
[2] Rosa de plata que ganó el grupo joven de la Hermandad de la Cigarreras en el concurso Cruz de Guía de Radio Sevilla en la cuaresma de 1976; y que ese mismo año procesionó también con la Virgen de los Dolores y Misericordia de la Hermandad de Jesús Despojado –finalistas de aquel programa radiofónico-, por cortesía de estos jóvenes. Uno de los tres integrantes de aquel grupo era Antonio Flores Gil, in memoriam.

domingo, 25 de octubre de 2009

Tuvo que ser Ella

«¿Dónde está la palabra, corazón, que embellezca de amor al mundo feo; que le dé para siempre —y sólo ya— fortaleza de niño y defensa de rosa?». Belleza, ese es el título del libro en donde Juan Ramón incluyó este brevísimo y gran poema[1]. Alma y madera, corazón y alas de la esencia andaluza. Dónde está la música de esa belleza dormida, melancólicamente dormida en la profundidad de nuestro karma, de nuestra custodia vital, cabría preguntarse.


Hay un trasfondo triste y romántico que acompaña nuestro ser durante toda la vida. Aflora en momentos de cima y también en la meseta de la rutina pesarosa de nuestro viaje, y se aparece como melodía. Unos compases de nostalgia que aleatoria o espontáneamente sorprenden, y periódicamente… allá por primavera, cada semana santa.


Entre el clamor y el silencio… Como aviso de que se va, de que se ha ido, de lo efímero que es todo… pasa la semana santa y vuelve, pero nosotros vamos pasando y no volvemos. Y ello nos deja un caprichoso encantamiento, que es duro de superar en cada Pascua de Resurrección, como definía con acierto Joseph Peyré[2]. Se trata de una melodía de aire, difícil de atrapar, de nombrar, de llevar al papel, y menos aún de encerrarla entre las cinco líneas y los cuatro espacios del pentagrama. Innata a las raíces profundas de Andalucía… de su historia…

No a la profunda Andalucía, que de forma peyorativa enuncian quienes nos desconocen… sino la que anida entre los versos del libro de los gorriones
[3], en la pena de mercurio de los poetas andalusíes desterrados, entre la pureza de la poesía desnuda[4], la que deja jirones de arte y sangre sobre la arena.


Seguramente sea banda sonora del último transbordo. Debió escucharla, debió sentirla todo andaluz que se va… Así, debió oírla Alberto Barraú cuando moría ahogado como otros en las aguas del Guadalquivir aquella madrugada del 8 de noviembre de 1896. Viajaba en un vaporcito, llamado Aznalfarache, hacia el corazón de Doñana, para ir de excursión con amigos por las inmediaciones de Sanlúcar, cuando por un error de maniobra aquel barco fue abordado por la proa del gran mercante Torre del Oro que se dirigía a Sevilla. Así pereció, desvelado en pleno sueño por las frías aguas del río, poco antes del amanecer.


Pensando en él, y en su muerte, su íntimo amigo Vicente Gómez Zarzuela lloró amargamente. Tanto, que resonó con tal fuerza en su mente aquella emocionante cadencia, que logró descifrar su fórmula, descubrir su auténtica naturaleza, y llevarla a una partitura para convertirla en marcha procesional. Como un ancla bien agarrado al lecho de la tragedia y la belleza. Un surrealista ansia de perennidad, permanentemente insatisfecho, de materia y espíritu, de sensaciones, de primavera perpetua, de congelar vivencias, de eternizarlas. Un loco anhelo sabiendo de lo imposible, asumiendo el contrasentido de que si se lograse el sueño ya no sería primavera, que en la fugacidad está su esencia.


No fue la inspiración la que la creara, fue su instinto descubridor el que en aquel dramático momento le convirtió en autor de la bellísima marcha. Es decir, no la creó de la nada, pues ya existía y él solamente la exploró en su intensidad completa, y dibujó su mapa. Entre los confines del dolor, gracias a su talento y a ese valle existencial que atravesaba, como suelen nacer, brotar las grandes obras, la belleza verdadera.


Y tenía que ser nombrada. Y la llamó Virgen del Valle. Tuvo que ser Ella. Dicen que, por todo lo contado, los compases finales parecen simular el sonido de un barco al alejarse... Ella posee el nombre exacto, la expresión exacta, los ojos exactos, sale a la hora exacta, en el vértice exacto de la gravedad del instante. Su mirada es tesoro de la tradición más solemne, un cofre secreto esconden la hondura de sus ojos, de la excelsa profundidad de su misterio. La Virgen que llora… la esencia del llanto[5]. Bajo estrechas bambalinas, cuando Sevilla está en su centro… como pesa el alma, el alma para algunos desapercibida… Tuvo que ser Ella la que pusiese nombre a la poesía hecha música, al dolor del pentagrama. Himno de la semana santa oculta.

Entre el devenir de las singladuras, a todos nos llega la hora del transbordo final… Mucho tiempo después, al propio compositor le llegó la suya. No pudo ser en mejor sitio. En Arcos de la Frontera, adonde se trasladó en 1940 –hijo predilecto-. En la peña taciturna desde donde se divisa el agua. En la villa que el nieto de Noé fundara en el corazón herido de Andalucía. Cuna de poetas, y de la ironía triste de Antonio Hernández
[6]. Fortaleza sentimental en las alturas de un infinito horizonte. ¡Cómo debió oír aquella música entre suspiros del viento que hacen temblar el paisaje enfilándose al reflejo propio sobre el mismísimo Guadalete o el pantano de Bornos!, ¡cómo la presentiría entre las estrechas callejuelas que van de San Pedro a Santa María!, ¡cómo la habría de escuchar arrodillado en la intimidad cercana de la Virgen de las Nieves…! Y cómo hubo de vivirla, con el sigilo de la prímula por nacer, cuando llegó ese último momento, el once de diciembre de 1956. Cuando la Reina del dolor le estaba esperando para acogerle al otro lado de la luz, con el himno íntimo como telón de fondo. Como la música de Satie a un París lluvioso[7], le transportaría su marcha a una Sevilla florecida.


Cuenta el también poeta y arcense, Antonio Murciano, que, cuando esto ocurrió, una tuna sevillana que venía de ronda por calles adyacentes, fue llamada al orden para que respetaran el velatorio y, al conocer el alcance de quien en aquella casa yacía, interpretaron con cariñosa torpeza esa música que nombra tantos sentimientos sin nombre porque no podemos encontrar las palabras para expresarlos… Esos sentimientos que solo la dignidad del supremo dolor, Ella, la Virgen del Valle agrupa en su propio ser… y por eso, allí mismo, sobre el alféizar más cercano al lecho de muerte de Vicente Gómez Zarzuela presenciaba la escena una vieja fotografía de Jueves Santo de la preciosa dolorosa de los ojos verdes.
sumhis

[1] Belleza, libro de poemas del Premio Nóbel de Móguer, Juan Ramón Jiménez (1923)
[2] Joseph Peyré, escritor francés (1892-1967) autor entre muchas otras obras de La Pasión según Sevilla, obra de culto para los cofrades de los años sesenta.
[3] Primer título de las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer.
[4] Estilo poético creado por Juan Ramón Jiménez, que tiene como característica principal la musicalidad sin rima.
[5] Como la llamó Antonio Rodríguez Buzón, escritor y poeta, pregonero de la Semana Santa de Sevilla de 1956.
[6] Escritor y poeta nacido en 1947, Arcos de la Frontera.
[7] Erik Satie, excéntrico compositor y pianista francés (1866-1925). Genio del dadaísmo.

viernes, 16 de octubre de 2009

Luz de luz

Por su espalda se pasea
desde el alba hasta el ocaso
la luz que añora sus pasos
un Jueves cuando marcea
o cuando abril petalea
aromas que al aire fluyen,
pero esa luz se diluye
recogida en su aposento
antes que Él salga al encuentro
de un silencio que lo arrulle.
Por un barroco jardín
Sevilla ha puesto la luz
para que alumbre la cruz
de la Luz que en camarín
de plata, es principio y fin
de fe Divina y Humana,
y a través de una ventana
se posa en el aura hermosa
que con aroma de rosas
desde su perfil emana.
Cuando se oculta la luz
por aljarafeña loma
la Luz al patio se asoma
por la espalda de Jesús
envolviendo la quietud
de vergel y aura estancada.
Es Luz, en la madrugada,
que eclipsa a la luz del alba
que sólo sueña en su espalda
y de día quedar posada.
Diego Romero Pérez

jueves, 8 de octubre de 2009

Te sueñan

Te sueñan de madrugá,
y yo te sueño de día
sobre suaves mecías
de gitano caminar.
Y con el aire a compás
ir templando los quejíos
que llenan de escalofríos
la sombra de la arboleda
que por San Pedro se queda
prendida en tu poderío.



Te sueñan de negra noche,
y yo te sueño crisol
que cuando despunta el sol
le pone al alba su broche.
Y desbordando derroche
entre aromas de vainilla
coronas la Costanilla
con pasito fino y lento
mientras un cielo flamenco
se mira en tu canastilla.




Te sueñan de oscuridad,
y yo te sueño de luz
abrazándote a la Cruz
lleno de serenidad.
Y entre la fiel vecindad
que por Santa Catalina
se asoma por las esquinas
buscando a media mañana
el aroma que Tú emanas
de geranio y clavellina
Lacava

martes, 6 de octubre de 2009

Carros de sueño

Estabas con tus vecinas,
que en camilla sin brasero
y fotos en terciopelo
hablaban de medicinas
y el olor a naftalina
que traía el que se había ido…
Yo entré, y crucé contigo
una Salve entrecortada,
no sé, ni si terminada,
y me alimenté en tu trigo.


Estabas metida en fiesta,
y en el centro de tu alcoba
te bastabas por ti sola
para como el agua fresca
regar las flores que prestas
a tus plantas te adornaban…
Seguro que marchitaban
si a tu lado no estuviesen
empapándose en la suerte
de tu caída mirada.




En tu puerta se añoraban
Carros, y olía a taberna;
y dentro tu imagen tierna
la bienvenida le daba
a todo aquel que cruzaba
un dintel que es avalancha,
para encontrarte Sin Mancha
ni pecado Concebida…
Sabor llevé en mi partida;
por donde Feria se ensancha.
Lacava

viernes, 18 de septiembre de 2009

Tres meses

Te espero con el corazón. Espero… Que pasen estos tres meses que faltan. Hoy son tres exactos. Una estación. Con la marca del mar en mi rostro, cansado y buscando la luz, orlado de sombras y fondos de aguamarina. Hoy es dieciocho de septiembre. Sueño con tu presencia de adviento, con tu descenso de Reina, con tu brillo. Ardo en anhelos, y temo el invierno, pero hambre de ilusión alberga mi vacía despensa. Fue duro el año. Ha sido duro, necesitamos tu consuelo. Caerán las hojas de la pena con el otoño y los secos mustios pétalos abrasados del desasosiego tras el estío. Un año de pérdidas, de despedidas, de vacío…. Que pesadas las pisadas cansadas se hacen sobre una árida ausencia de quien se quiere, como una copla transparente. Y no hay quien lo cure, sólo Tú. Esperanza.


Espero y te invoco como dulce canción monótona del tic tac que alivia, que añora… Llegará el otoño y el frío, y una navidad sin quién se fue… Contigo. Pasarán Todos los Santos, Difuntos e Inmaculada. El deseo, la pena y la expectación. Y Tú nombrarás las cosas poniéndole un broche a los sentimientos desbocados. Por eso el alma no deja de mirar el calendario y sabe que hoy –separador silente- faltan tres meses. Un cuarto de este amargo año desterrado. Para que tú le pongas acento a la ilusión, gestación de primavera.


Para ir a verte con el espíritu desbordado en la mirada triste. Me acercaré dando saltos de inquietud por el interior maltrecho que se resiste a caer, a llorar más… Desde la muralla, junto al Arco, de luto, como nazareno negro que en la madrugá te pide permiso arrodillado a tus plantas. Y se encenderá una llama en la puerta de la Basílica cuando de lejos vea el brillo de tu corona. La cola, larga, será víspera. Antojo de seguir vivo; de reencontrarnos. Y, a media distancia, las esmeraldas de tu pecho pondrán el color de lo exacto, de lo que hoy nos urge. Te miraré a los ojos acordándome de quien te cantó una saeta con sólo seis años, a hombros de mi abuelo. Y besaré tus manos. Las besaré dejando en ellas el sabor de aquel beso que le di a mi padre sabiendo que era el último, que Tú le ibas a ver antes que yo, que Tú le esperabas, que ibas a recibirle… y devolveré con ese beso toda la fe, la voluntad, el sentimiento, que sólo pueden hallar destino fiel y seguro, en tus manos. Alivio dorado de verdes ausencias. En tu boca entreabierta. En tus ojos llorosos. En tu insinuada sonrisa. Y así pediré la venia de la esperanza a la Esperanza. Con el corazón. Hoy faltan tres meses.
sumhis

viernes, 4 de septiembre de 2009

El cuadro del entierro de Cristo

“A Pablo, Marta y Jose, hermanos en la Piedad”

No sabía si era real o no, pero una idea obsesiva quedó en la mente del ilustre caballero a partir de aquel extraño momento. Lo había vivido, no sabía la naturaleza de la experiencia, pero la sentía. Aquél sepelio… Su propio féretro… ¿Sería tal como lo vio o no? Y aquellas palabras de trémulo acero resonarían para siempre en la cámara oscura de su memoria:


“Mira que te mira Dios,
Mira que te está mirando,
Mira que has de morir,
Mira que no sabes cuándo”


Saeta que escuchó Miguel de Mañara al fúnebre paso de su propio entierro. Las malas lenguas dicen que a altas de la madrugada, a vueltas de farra, pero ¿quién puede saber la verdad? Cuentan que por una estrecha callejuela de Santa Cruz o la Judería, cerca de San Bartolomé, donde se casaron sus padres, donde él nació; pero tal vez sólo sea el escenario ideal para la leyenda. En todo caso, su alma cambió a partir de aquel viaje sideral a las entrañas de la consciencia. Para el pasado quedaría siempre el sambenito de su vida disoluta, su indeleble atributo donjuanesco, su abrumadora y atormentada fama.


Nunca supo a ciertas si aquello fue un sueño o un aviso del altísimo, pero el recuerdo se convirtió en obsesión, y ello le llevó a la reflexión. Despertaba de noche rememorando el cortejo que acompañaba su propio cadáver, y su piadosa y firme devoción le hizo meditar reiteradamente sobre el entierro de aquél que consideraba su modelo a seguir: Cristo. ¿Cómo sería aquél? Hasta Él, siendo Dios, murió pronto, murió joven ¿cómo no estar alerta? …Había de permanecer en vigilia hasta el momento imprevisto de rendir cuentas.


Cierto es que, desde que murió su esposa en 1661, sin hijos, se retiró del mundo desolado, y llegó a pensar en entrar interno en un monasterio de la Serranía de Ronda, donde residió varios meses antes de volver a Sevilla. Pero, sería aquella extraña vivencia la que le transformaría para siempre. Al poco tiempo, ingresó en la Hermandad de la Santa Caridad, que tenía como misión fundamental dar cristiana sepultura a los ahogados del río, a los ajusticiados y a los mendigos que morían en la calle. Al principio, fue diputado de entierros y limosnas y conoció las trágicas condiciones de vida de los pobres de aquella Sevilla del siglo de oro, capital del mundo de la riqueza, puerta de Indias. Contradictorio contraste de las miserias humanas, y eso le hizo tomar la iniciativa de ampliar las tareas de la hermandad ideando la creación de un hospital con su correspondiente iglesia. Unos meses después ya era nombrado hermano mayor.


El destino les hizo coincidir -insólitos caminos que quiere Dios se crucen-… Cuatro años más tarde que Mañara, siendo ya éste la máxima autoridad en la hermandad, ingresaría en ella Don Juan de Valdés Leal, el pintor más barroco de la ciudad más barroca. El del naturalismo acentuado y tenebrista, pincel dramático, fugaz hacia lo expresivo. No el pintor de lo macabro como dirían las malas lenguas. Aquellas que sólo apreciaban la corrección formal, la elegancia y la técnica depurada del artista de la belleza: Bartolomé Esteban Murillo.


…Enseguida, en 1670, el reciente y venerable Hermano Mayor le enredó en la decoración del templo que estaba construyendo en el hospital. Le encargó los jeroglíficos de las postrimerías, sus obras más famosas –In Ictu Oculi y Finis Gloriae Mundi- que ridiculizan la vanidad humana mediante el aviso de la más cruel realidad de ultratumba. La vasta verdad de los gusanos que devoran el esqueleto. Todo ello, siguiendo las consignas de Miguel de Mañara, a modo de alegoría sobre la brevedad de la vida en la tierra. Pero, lo que muy pocos saben es que, entre éstas, encargó otro cuadro. Ese cuadro no podía ser otro que ”El Entierro de Cristo”.


Ardua misión, reto decisivo a la profundidad de los tiempos. Ahora bien, esta obra –sepultus est post mortem- no la podemos ver allí… y la razón es una hermosísima y romántica historia: Valdés Leal acordó unas condiciones en el contrato, entre ellas que los cuadros no podrían ser vistos hasta que estuviesen concluidos y que se garantizaría la total libertad del artista. Salvaguardia del sentimiento no requerido, improvisado, sin impertinencias, sin mácula…


Reservando toda la fuerza emotiva, todo el bagaje del alma, Valdés dejó para el final el cuadro del entierro de Nuestro Señor, ese que tanto obsesionaba a Mañara. Entonces ocurrió…. Luna llena de noviembre. Era la noche antes de empezar con aquella obra cuando partió. Tuvo un viaje –parecido al que otrora tuviese el aristócrata fundador del hospital- eso sí, un verdadero viaje astral, abandonó su cuerpo, sólo que en vez de contemplar su entierro presenció aquél que por la lejana Palestina y por el atormentado túnel de los tiempos parecía ser el del verdadero Maestro…


Al día siguiente pidió soledad, se encerró, y febril comenzó a pintar sin desmayo… llevaba días… y no podía dejar de hacerlo… Don Miguel no pudo evitar la curiosidad y fue a espiarlo a su taller. Aquella fría y mágica noche de fines de otoño, inicio del invierno, le dejaría marcado para siempre: la pintura no olía a óleo, sino a incienso, se escuchaban lánguidos instrumentos de viento y entre la oscuridad, gracias a la escasa luz de unas velas, pudo ver que en su regazo la Madre llevaba al hijo muerto; intentando preparar la mortaja para su entierro le acompañaba un grupo de personas alrededor, que velaban el cadáver, por las llamas de los cirios que portaban pudo contar que eran dieciocho. En el centro, el cuerpo yacente del Hijo de Dios, humildemente desnudo. Era Él el faro que, aún muerto, calentaba la esencia vital de todos los demás que a Él rodeaban como una hoguera. Su cabeza descolgada y sus rodillas flexionadas por el rigor de la muerte. En brazos de su Madre, escoltada por los Santos Varones. San Juan arrodillado junta a María Magdalena y al otro lado las otras dos Marías. Y como fondo de la escena una desnuda Cruz de la salvación ataviada por blanco sudario. Era un sueño único. Irrepetible. Todo fue mágico hasta que los ojos del noble caballero se cruzaron con la mirada del genial artista; en ese momento Valdés dejó el pincel, se rompió cual fino cristal el misterio, y alegó que se había incumplido el contrato para renunciar desengañado a entregar la obra.


Miguel de Mañara vivió conmocionado el resto de sus días soñando con aquella escena que iba y venía de sus pensamientos, esa que tanto imaginó y que ahora conocía…


Murió el nueve de mayo de 1679, feliz porque sabía iba a ver a Dios. Y ello conmocionó a la ciudad… Fue ejemplo de perfección espiritual… Pues, fueron los desheredados de la tierra los verdaderos dueños de la casa que él había creado, promoviendo siempre la igualdad por encima de las diferencias… Cuentan que Valdés Leal había ido a visitarlo a su lecho de muerte; Mañara le pidió que aquel misterioso lienzo lo dejase en el hospital para que los sevillanos lo admirasen, entonces él le aseguró que la ciudad podría verlo pero “ni usía ni yo, hasta después de muerto”. Parece ser que dejó escrito como debía tomar vida aquel cuadro o bien pactó con el cielo las instrucciones para sus paisanos. Eso nunca se sabrá.


Enigma de la historia, capricho del destino… Quién sabe, pero la realidad es que, curiosamente… por aquella época el taller de Pedro Roldán ya había ejecutado imágenes para un paso que representaba la Sagrada Mortaja de Jesús Descendido de la Cruz. Tres años antes de la muerte de Don Miguel, la hermandad propietaria de aquel misterio recibió una imagen de María Santísima que adoptaría la advocación, como no, de la Piedad y un año más tarde Cristóbal Pérez realizaría la imagen del Señor.


No mucho tiempo después, en 1682, moriría Murillo al caer de un andamio. Por ello, Valdés Leal se quedaba sin parangón en el mundo de las Bellas Artes de la gran escuela sevillana. Y ese mismo año sufrió un ataque de apoplejía, pero aún así vivió ocho años de apogeo y esplendor. El nueve de octubre de 1690 Valdés redacta su testamento y muere a los pocos días.


Desgraciadamente nadie quedó para narrar que, aquello que prometiese a Don Miguel de Mañara en su lecho de muerte, tiene lugar cada noche de Viernes Santo en Sevilla, en la calle Doña María Coronel. Anual y efímera repetición de lo irrepetible. Moribundo plenilunio. Unos faroles de cristal morado que descansan en el suelo acompañan una campana -que precisamente llaman de la Caridad y que tiene origen en los ritos de aquella piadosa institución…- abriendo un cortejo fúnebre que representa mejor que ningún lienzo del mundo el entierro del nazareno. El autor de la perfecta composición dicen que es el pueblo de Sevilla y sus artistas, pero en realidad es un secreto muy bien guardado. Trémulo rumor de la noche. Túnicas de capa negra, música de capilla, nube de incienso, dieciocho ciriales, dieciocho, farolas apagadas, calle a oscuras, silencio, luto, un intenso y paradójico olor a azahar primaveral y una obra de arte hecha paso barroco de trágico misterio escoltados por elegantes candelabros dorados.


Y es allí donde, si atentamente fijamos nuestra vista buscando la realidad oculta, encontraremos intentando no ser vistos, asomados a una ventana en una casa sin luz -en la más pura e intima Sevilla Eterna- al mismísimo Valdés Leal orgulloso y a Miguel de Mañara alucinado…
sumhis

sábado, 18 de julio de 2009

La hora traspasada

Andaba buscando una fotografía. Una que plasmara uno de esos momentos de mi semana santa interior que ya estaban grabados en mí, mas quería tenerla en papel, en un álbum, enmarcarla… Una vez miré atrás, sé que un nazareno del Gran Poder siempre ha de mirar al frente, pero no pude resistir hacerlo, mi cuello giró sólo cuando en el último tramo de la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso giraba de la calle Virgen de los Buenos Libros hacia la izquierda para adentrarme en la Gavidia. Era ya completamente de día y muy poco público –es decir, ninguno- nos acompañaba en esa parte del recorrido, pensé en que Ella pasaba sola si no fuese por San Juan. Mi corazón palpitó fuerte y no pude evitarlo. Aquello que vi se quedó marcado en las fibras más sensibles de la memoria. La candelería completamente encendida, su llanto cerrado, conmovedor, y la luz blanquecina iluminando los ruanes que le precedían, la cera blanca sobre los antifaces de los diputados, y nadie alrededor del paso. Era esa la foto. Una estampa antigua, propia de Hohenleiter[1], decimonónica, de otra época, de una Sevilla que se fue. Busqué rápidamente sus ojos, y me impactó el brillo del puñal que traspasaba su corazón. Pensé que el Señor debía ya haber entrado, que sólo Ella justificaba nuestra presencia en la calle a esa hora del día. Pensé que esa hora le pertenecía.

Dijo Romero Murube en su obra “Sevilla en los labios”, que aquella Hiniesta que se quemó pereció como una rosa caída en el cráter de un volcán, y que siempre existiría una hora que habría de pertenecerle, que sería sólo suya. Así mismo creí, me convencí que ese era el momento de la Virgen que acompañaba. Orgulloso y agradecido por estar allí con Ella. Era la mañana del día triste, pero también el amanecer de la noche populosa, la más famosa de la vieja urbe y, sin embargo, en pleno corazón del centro de la ciudad, en el mismo epicentro, caminábamos con Ella en la más pura, en la más serena intimidad, con la del rostro macerado por el dolor y las llagas en sus órbitas acardaneladas
[2]. Con Aquella que por la calle de la Amargura vio al fruto de su vientre como un leproso, para que así se pudiese cumplir la profecía y reconocer en su cara el verdadero, el auténtico rostro de Dios. Ese que a esa hora debía estar llegando al Gólgota de la muerte. Parece, que en ese momento, sólo Ella percibe la tragedia del instante, sólo Ella no es ajena al deicidio que se está consumando. La muchedumbre huye desabrida a casa o a las cafeterías para tomar fuerzas. Muy cerca de allí, los Gitanos entran en Campana; más allá, la Esperanza sale de la catedral, la Macarena es recibida por un cansado gentío que la espera por Villasís, los pasos del Silencio en penumbra, terminan de ser apagados por los últimos hermanos que ya abandonan San Antonio Abad, velas consumidas, y sólo otra Virgen parece entender el abismal sufrimiento que encierra la mañana, Aquella que por la Calle Zaragoza insiste en llegar a la Magdalena para velar a su Hijo crucificado. Hace frío, es la hora. Desde que la última saeta despide al Señor cara al pueblo en la Puerta de la Basílica, Ella vive su particular, personal, íntima tristeza de madre ahogada. En esas horas de alpaca que siguen al amanecer y que le concluyen bajo las copas austeras de San Lorenzo, albigrís varadero de su nave derrotada, hay un momento sólo suyo, un tiempo que sólo a Ella pertenece.

Quién sería el escultor que talló ese dolor de madre hecho imagen. Quién pudo cristalizar ese penar tan desgarrado y recogido, tanto desconsuelo traspasado, tanto ahogo. Seguro que quien fuera tuvo que tallarla a esas mismas horas del día recién amanecido antes de que el sol llegue a calentar. Cuando el desasosiego va anidando por los corazones en trance. La hora de la muerte. Seguro que quien fuese tuvo también atravesado el alma, vivió la experiencia del dolor sin luz, de la profundidad existencial de la desesperanza. Todos los que alguna vez la sentimos nos identificamos con ese rostro humano que aquel desconocido escultor de amaneceres tallara. Quien le iba a decir a él que Aquella Dolorosa chiquita del dolor más hondo iba a ser la Madre del Señor de Sevilla, del nazareno más conmovedor de la cristiandad, del Hijo de Dios hecho carne de cedro.

Andaba tiempo, mucho tiempo buscando una fotografía que plasmara esa vivencia, tanto que desesperé… Sin embargo, una tarde de paseo, charlando por la zona de la Magdalena al volver los ojos a un escaparate, mis ojos quedaron perplejos, mi corazón hizo una pausa larga, y todo paró un instante. Lo que buscaba. Aquello que no olvidé, pero que ya no esperaba hallar estaba ante mi mirada ilusionada. Era un cuadro al óleo, era Ella la que llegaba con la luz de su paso encendida a pleno día en la desembocadura de Cardenal Spínola. Reflexioné, y entendí que sólo el arte podía plasmarlo, que la mejor técnica no era suficiente para congelar lo transcendente. Una máquina fotográfica no valía para retratar el alma, era la inspiración, los resortes más preciados del sentimentalismo los que estaban detrás de esa obra, las musas del lubricán, de la belleza y la tragedia las que guiaron el pincel. Entré. Entré en la galería, quien me acompañaba no entendía nada. Pregunté el precio. Lo pensé. No podía pagarlo. Sonreí. Atiné a pedir que felicitasen al autor. Nada más. Qué más daba. ¿Era posible, acaso, comprar los sentimientos…? Tal vez, revivirlos, solo soñarlos, y siempre amarlos. Nada más.

Los que rotos hemos estado alguna vez como Ella entendemos su sentir sólo al mirarla. Mirarla sólo mirarla… Llorando para adentro, ausente, en la hondura del vacío. Prefiere estar sola, ignora el consuelo que le ofrecen.


Los que te queremos, los que tantas veces te hemos acompañado, los que nos arrodillamos en la Basílica delante de ti antes de subir para besar el talón de tu Hijo, nos consideramos tuyos, tuyos como el mayor dolor sólo tuyo, como el momento que te pertenece, como el alba y la soledad. Como el corazón traspasado.
sumhis

[1] Francisco Hohenleiter de Castro (1889-1968), pintor gaditano, y sevillano de adopción, su pintura costumbrista la plasmó en su famosa obra “Los nazarenos de Hohenleiter”.
[2] Extraído también de “Sevilla en los labios” de Joaquín Romero Murube.

domingo, 5 de julio de 2009

La talla de un sueño

Soñó que estaba soñando y soñando despertó. Los sueños son sólo sueños… sueños son, se dijo. Se incorporó, abandonó el lecho y corrió a buscar su hijo en su nido. Aurora boreal en la oscuridad del descanso y brillo en su mirada al alcanzarlo. Ese hijo que sólo vino porque Dios lo quiso, no era su plan, al menos no aún, era tan joven, pero aceptó: no era más ni menos que designio, y todo ello, con la adolescente fiebre de miedo y esperanza, ilusión, pudor, impaciencia… Tanta inquietud y zozobra, tantas horas dulces de anhelos, tanto esfuerzo en explicarse, tanto que contar y que, pensaba, quedaría en sus adentros, tanto sinvivir desde que Gabriel le habló, le había traído luego la mayor de las recompensas. Toda la expectación del anuncio se convirtió en amor al alumbramiento. Carne de su carne. Vida nueva que vencía tempestades, persecuciones. Era Él. Ese niño que arrimaba a su regazo. Esa piel limpia, esa luz de los tiempos materializada en su vientre, que nació de su interior, que en ella habitó nueve meses –Casa de Dios- y que, ahora acercaba, abrazaba, besaba con inconfesables ganas de robárselo a Morfeo, de verle abrir los ojos.

Pero no, no debía. Cerró ella los suyos y los abrió de inmediato. No quería volver a verlo como en el sueño, no más cerrar los ojos; volvía a mirarlo con los párpados bien abiertos para comprobar que en su bendita frente no había restos de corona de espinas, que no había llagas ni coágulos por su cuerpo, que sus manos y sus pies no estaban atravesados, que nada emanaba de su costado divino, que la flacidez del sueño nada tenía que ver con el rigor mortis de aquél que sostenía en sus brazos en aquella absurda pesadilla, de la que acababa de despertar. No quería, ni podía imaginar ningún matiz premonitorio en aquella experiencia, se negaba, jamás podría pensar siquiera soportarlo, admitir la dureza de perderlo, de perder a Aquél que en su plena juventud le había sobrevenido marcándola para siempre y dándole eterno significado a su propia vida. Las lágrimas cayeron por su rostro sin saber bien porqué, mojaban la piel de melocotón de sus mejillas, de aquella joven de Nazaret, alba inocencia de dulce hermosura. Y así quedó perpleja, perdida, meditabunda con su hijo en los brazos y la mirada errante hacia la oceánica profundidad de lo divino por el devenir de su idea. Tanto, tanto así que ésta tomó vida propia, se hizo materia, materia viva, para volar, para volar lejos. Malva libélula del pensamiento. Y voló, en busca de mundos y eternidades, voló, voló, voló lejos, conoció lugares y épocas, viajó por valles, mares, ríos, montañas, conoció imperios, guerras, miserias y grandes descubrimientos. Y llegó a la Giralda, la ciudad que adormecida a su sombra crecía por calles de gracia, y que llamaban –precisamente- Tierra de María. Aquellos rincones que la enamoraron por sus misterios, quedó a la orilla del río que la acariciaba, para embeberse en el romanticismo de sus noches y en la pureza del azul de su cielo, donde la melancolía era un componente más del aire. Allí, sin resistirse, sin pensarlo, casi sin quererlo… Allí habitó. Habitó meses, años, siglos.

Y un Miércoles Santo, en el atardecer de la calle Almansa supo que le había llegado su final. Inició su último, lánguido vuelo, cuando de lejos vio llegar a una niña vestida de Reina sobre un delicado monte de claveles. Su corazón iba atravesado por un puñal. Rosa de Piedad del Arenal. Entendió que los sueños podían ser fotografiados. Vio el espejo de aquel duermevelas. ¡Qué paradójico insomnio! ¡Qué caprichoso insecto ha de adentrarse en la cabeza de los artistas para crear una madre más joven que su propio hijo! Y no alcanzó a medir tanto dolor y tanta belleza, que ni aquella Piedad de Miguel Ángel que llegó a conocer pudo igualar en la experiencia vital que el viento le traía desde Nazaret junto a la hija de Joaquín y de Ana. Venía la Flor baratillera rodeada de su gente y seis candelabros la escoltaban, le sucedía una cruz vestida con blanco sudario. Alba inocencia de dulce verdad. Era la joven y era su hijo, aquellos del sueño, aquella imagen onírica que estando muerta tanto sentir desprendía. Misericordia de amor sobre nostalgia virgen, sobre la tarde pura.

Se fue desvaneciendo como una llama votiva, lívida libélula, en sí misma, para hallar su propia eternidad a las plantas de aquella escultura de un sueño, del sueño que, al fin y al cabo, la hizo nacer. Entre las flores. Murió durmiendo su secreto, soñando que moría, soñando que soñaba.
sumhis

domingo, 24 de mayo de 2009

Sobre mis pasos

“Volveré a abrir el cajón de la memoria
Donde se guardan ordenadas las limpias reservas,
Volveré sobre tus días, confusa y amada historia.”
Manolo García. Sobre tus pasos




Cuando salió de casa era una sombra. Un contorno desnudo, y sus pasos andaban solos. Sabía poco, declives, tinieblas, pero sabía adónde iba, buscaba paz, tal vez luz, buscaba a Dios, pero sobre todo buscaba a su padre. Le acompañaba la soledad, huía de ella, pero no tuvo más remedio que conformarse, habían pasado ocho días y las obligaciones se lo impedían, así que ya no quería dejar pasar más tiempo. Cerró la puerta, apretó con su mano el sobre que contenía una foto de su hijo en cuyo reverso había escrito una carta para él y sus pasos, sabía, le conducirían al sitio donde descansaba su padre. No podía pensar, iba perdido, ensimismado, de sus asuntos a su pena, de su pena a sí mismo, y de allí al abismo. Silente y autómata, aturdido. Tarareaba sin darse cuenta un soniquete por hacer algo, por asesinar el vacío. Una canción de arena, una melodía de vapor. Meditaba sin lógica y escapaba del dolor haciéndose aún más daño. Su cuello no podía poner derecho y el reloj de la muñeca se le paró. Se habría quedado sin pilas.




Tomó el volante y, tarareando; la sombra llegó al destino. Bajó del automóvil y sus pasos le llevaron al puesto de flores que había en la puerta del cementerio. Allí pidió una docena de claveles blancos y esperó que la colocaran en un ramo. Continuó. Pasó delante de los azulejos de la Soledad de San Lorenzo, le pidió que le diese fuerza y le acompañase, olvidando que la soledad había salido de casa junto a él. Y se adentró en el desierto de mármol y flores. El sol a plomo reinaba el mediodía de mayo. Miró al suelo y no veía su propia sombra, no sabía si era porque el sol estaba demasiado alto o porque él mismo era sombra, e ignoraba si las sombras daban sombra. Al pasar por el mausoleo de Joselito el Gallo, que esculpiese Mariano Benlliure, algo le hizo girar la cabeza, lo miró admirado pero sus pasos no pararon, y tomaron el pasillo central, allí a lo lejos con los brazos abiertos se divisaba el Cristo de las Mieles. No se escuchaba más que el movimiento de las hojas de los cipreses y el aleteo de los pájaros. Silencio de Dios. Nadie, nadie, al menos nadie que tuviese cuerpo se podía alcanzar con la mirada. La calidez del aire ataba el cromatismo primaveral de aquel contraste de belleza dormida preñada de advertencias. Amarillo calmo, amarillo virgen sobre un mar de ilusiones fosilizadas.


Recordó, de pronto, que no sabía ir por allí hacia su destino, o más bien, sus pasos giraron solos intentando seguir las señas que su hermano le había indicado la noche antes para no perderse. Girar a la izquierda, buscar el extremo del recinto, junto a los nichos, y mirar los azulejos del suelo que nombraban las calles hasta llegar a aquella que pusiese Santa Rosa. La sombra fue dibujando un surco cabizbajo hacia la izquierda, entre lápidas, entre soledades. Y llegó al extremo, buscó un azulejo que le indicase el nombre de aquella vía de paz desalentada, y lo encontró. La emoción le recorrió toda su esencia de sombra, casi como si tuviese sangre. Leyó y releyó aquella aguja en el pajar de la nomenclatura, aquel nombre sobre el suelo del camposanto sin creer lo que sus ojos de vacío veían. Sin esperarlo. Virgen de la Hiniesta. Así se llamaba. Alzó la mirada emocionada y tomó fuerzas para seguir. Pasos, más pasos.


En la calle Santa Susana, se acordó de sus abuelos, buscó su lápida y la encontró. Rezó. Dejó un clavel y con los once restantes siguió el camino, ese andar que no iba dejando sombra sobre las piedras.


Santa Rosa. Allí era. El desaliento se agitó y los pasos volvieron a girar nerviosos. Nadie. Ruidos muy lejanos, sol, y la sombra llegó a su destino. Supo que había llegado cuando a lo lejos vio trece rosas sobre un mármol gris. Seis blancas y siete del color de la antigua copla de los ojos verdes, del trigo verde, del limón. Se acercó y los pasos se pararon. Fue duro. Creyó que todo había sido un sueño. No podía recordar ocho días atrás. Rezó. Volvió a apretar la foto de su hijo, había atinado a escribirle a su padre en el reverso que no había hecho falta que faltase para darse cuenta de lo mucho que él le había amado, que gracias a él se había sentido querido desde el primer día de su vida, de forma desbordada, sin medida, con todo el alma, y tanto que más, era imposible; y quería agradecérselo otra vez por si no se lo había dicho suficientemente. Que le quería tanto como él. Y que permanecía vivo en la parte más preciada de su alma. Por eso se lo dejaba escrito sobre el mejor regalo que le podía haber dado: un nieto maravilloso. Lloró. Dejó el ramo de flores y metió la fotografía dentro. Se arrodilló y besó el mármol como si fuese carne. Luego, estuvo un rato largo con la mente en blanco. Silencio. No sentía. No pensaba. Era soledad y era sombra. Y el tiempo pasó. De pronto, sus pies volvieron a andar y volvió sobre sus pasos.


Sus pasos volvieron sobre sí mismo. Y la primavera fue alterando el sentido de las cosas. Buscando el nombre exacto del dolor, recordó los versos de Juan Ramón al comienzo de Eternidades. Anduvo más suelto, se fue entreteniendo en los olores, en los sonidos, en la canción que le venía de dentro, y en el mar. El mar amarillo de la melancolía. El mar profundo y azul de la pena y de la belleza rota. Recordó el Poema de mi soledad de Rafael de León y una voz flamenca le cantaba al oído hasta que el alma se fue recreando. Así, despacio y taciturno fue avanzando buscando sotavento. Así fue llegando al final. Como un inocente niño pequeño en vez de una sombra. La sombra que realmente era.


Entonces se fijó al pasar en un capote serenamente apoyado en un mausoleo azabache, en un ángel con un estoque y leyó el nombre de Manolo González, maestro y amigo de su padre; parecía todo recordarle a él. Estaba tan presente. Luego tropezó con aquel monumento que a la entrada le había hecho girar la cabeza. El torero de Gelves estaba plácidamente dormido sobre un féretro llevado a hombros por personas de todas las edades. Fue entonces cuando quedó impresionado por la belleza del conjunto escultórico del que tanto le había hablado él. Se paró y comenzó a observarlo con detenimiento. Era el rey de los toreros el que arriba yacía, nada menos que Joselito el Gallo, pero no se desprendía soberbia alguna en su rostro, humildad y ternura, él que había muerto en Talavera tres años antes que naciera su padre, y lo llevaba su gente, su raza y el pueblo. Irradiaban tristeza, pero sobre todo amor, buscó a Ignacio Sánchez Mejías –sepultado también bajo el conjunto- ya que su padre le había contado estaba entre los improvisados costaleros, y que paradójicamente murió también más tarde por la cornada de un toro, pues el genial escultor valenciano tuvo la idea de esculpir su rostro en el monumento, pero no pudo identificarlo. Fue dando la vuelta lentamente a la obra de arte tirando del hilo de la memoria, y llegó al frontal descubriendo una imagen de la Macarena que sobre sus manos llevaba una muchacha. La que tanto quiso el maestro, y la que por su muerte vistió de luto. Su piel se erizó de pronto cuando al mirar a la cara de quien la portaba descubrió un rostro que le era familiar, fue una extraña sensación de escalofrío, pero que le llenaba de íntima confianza. La contempló de todas las maneras y pensó, trató de recordar, quiso encender la memoria y saber quién era, familiar, amiga, conocida, mas no era capaz de despejar la misteriosa incógnita. El aire se volvió acogedor. Se dio un tiempo, pero no sirvió para nada. Miró alrededor y se distrajo con otros homenajes vecinos. Se acercó a la estatua de Paquirri, de pie sobre sus propios restos hacía un desplante fiero y arrogante a la muerte. Luego la esbelta escultura de la gran Juanita Reina, con bata de cola y sevillana elegancia. Se estuvo fijando en todo, detalles, fotografías del alma, historia in situ de la Sevilla perdida, y poco a poco fue pensando en retirarse.


Cuando se iba, sucedió algo sin importancia, se le cayó de las manos el sobre donde había guardado a modo de carta la fotografía de su hijo que había dejado a su padre. Se agachó para cogerlo, se agachó y alzó la vista. En ese instante sucedió lo que tenía que suceder, se tropezó de frente con la mirada de aquella muchacha que llevaba en sus manos nada menos que la esperanza …por algo sería. Fue, entonces, cuando un acero de emoción le partió en dos el alma. No lo podía creer. Volvió a mirarla y descubrió que era Ella. La misma finura en su cara, su misma nariz afilada, su barbilla, sus labios, la mirada caída… sólo faltaban las lágrimas y vestirla de reina con el pelo recogido en vez de suelto. No había duda, era Ella. Aquella cuya foto quedó sobre la cabecera de su padre en la habitación del hospital después de que muriese. La que reinaba en su corazón y en cada rincón de su casa, la que acompañó siempre vestido de nazareno desde que su padre le llevó de la mano un domingo de ramos de su infancia. La que estuvo con él en todos los momentos de su vida, la que tantas veces visitaba en la iglesia vacía para contarle sus cosas, la que presidió sobre la mesa de estudio lágrimas de esfuerzo de toda una carrera de sin sabores que acabó felizmente gracias a Ella. Aquella a la que su mujer regaló el ramo de novia después de que contemplara su unión desde el altar mayor de San Julián una noche de septenario, a quien fue presentado su hijo la primera tarde que salió de casa. Ella que relucía las noches de sábado de pasión en la puesta de flores y que regresaba a casa cansada e igual de hermosa veinticuatro horas más tarde, la que le estremecía el alma con solo escuchar su nombre. Aquella para quien había ardido la vela llena de mocos que él había llevado a su madre al tanatorio para velar el cuerpo inerte que acababa de visitar. La que ardió de pureza en la leyenda viva de Romero Murube, la devoción de su vida, la Flor de las flores.


Aquella joven había sido tallada quince años antes que Dios inspirase a Castillo Lastrucci para que tallara la Virgen de la Hiniesta, meses antes que naciera su padre, y su expresión era presagio, y quizás por ello parecía ser tan joven. Entonces, sólo entonces, entendió, que todo encajaba. Los cimientos del suelo que pisaba comenzaron a temblar en silencio. Las raíces de la memoria eterna le gritaban desde dentro, y supo que allí estaba en su centro. A sus pies el maestro Sánchez Mejías, que fue presidente grande del sentimiento hecho pasión que marcó la vida de su padre, y al que García Lorca compuso el inmortal llanto hecho poema que aquél amaba y aprendió de memoria. Sobre su cabeza el genio muerto que tanto admiró su abuelo, y del que tanto le habló su padre, de frente la Virgen que tanto quiso José y a la que su propio padre le cantó su primera saeta con sólo seis años a hombros de su abuelo, en sus manos el sobre donde se había quedado marcada la foto de su hijo, y él mismo sólo, mirando la esperanza –lo que allí había ido a buscar- en el centro. Esa esperanza que, encima, era llevada en sus manos por una muchacha con esa misma cara que la de Aquella a quien entregaba su fe desde niño.


Volvió los ojos a ella y supo porqué se le había caído el sobre en ese sitio, supo porqué giró la cabeza a la entrada cuando pasó cerca, porqué fue a parar a aquella calle con ese nombre cuando caminaba perdido por el cementerio. Supo que Ella no le había querido dejar solo. Y en ese momento sus ojos se inundaron de lágrimas. La miró y ella le habló con los labios cerrados. Le habló. Su reloj ya estaba parado, pero ahora se paró el tiempo. La escuchó con el alma. La vida y la muerte se tocaron, se confundieron. Lo entendió. Bajó la mirada y se fue. Supo que su padre no estaba solo.


Con la cara empapada caminó. Pasó por el Jardín de los poetas, le hubiera gustado buscar una flor de retama allí para colocarla a los pies de aquella muchacha, pero el pudor de las lágrimas le hizo no entretenerse.


Ahora el llanto era útil, era desahogo, era paz y así llego al coche. Se sentó y se miró en el espejo. Se dio cuenta, entonces, de que tenía ojos, de que tenía rostro. Y sacando las fuerzas de los resortes mágicos que sin saber de dónde vienen aparecen en los momentos más duros de la vida decidió seguir adelante: sería dolor, sí, pero no sería sombra, sería tristeza, pero sería fe; y nunca olvido, nunca olvido.


Y, entonces, más tranquilo fue cuando el soniquete que desde el principio le acompañó adquirió la letra, que nunca había perdido pero que había desatendido, que había olvidado, y que desde el profundo inconsciente le había estado queriendo decir a sí mismo mil cosas: Volveré sobre mis pasos, sobre tus pasos, padre. Volveré sobre mis pasos que serán tus pasos, madre. A un universo de olas, a un universo de mares de trigos y olivos.


Y así volvió sobre sus pasos, con el corazón grabado para siempre por lo que aquella jovencita Hiniesta de bronce le había dicho esa mañana enlutada bajo el sol de mayo en el cementerio.
sumhis