martes, 3 de febrero de 2009

Rosa del desierto

Donde no hay nada, sorprende la naturaleza, puede nacer una flor. En el vacío árido e inerte, sin agua que dé vida, sin sal de la tierra, sin verdor, liquen, sin fondo donde repostar la quietud necesaria que pretende al sol, casi sin amor. Sin cuidados de jardineros, sin mimo de protectores. Intemperie. Así puede nacer una flor en el mismo desierto. Así se quedaron perplejos los viajeros que la descubrieron. Dicen que una rosa. Mineralizada, pétrea, pero una rosa. Compuesta de formas lenticulares entrecruzadas, y brilla. La llamaron milagrosa, y los científicos sedimentaria. Elevada a mitología, cuenta la leyenda que la de los vientos la arrastró siguiendo la huella del destierro de Jesús en el desierto, acompañándole y ofreciéndole en cada alba las gotas de escarcha que había recogido toda la noche abriendo sus pétalos cristalizados sobre la boca sedienta del nazareno. El Señor la bendijo. Y es Flor Divina.


Así también, bastó con el aire limpio del valle del Betis, con luz de la ciudad de la gracia, con las raíces que ahondasen en la tierra para traer savia pura de tradición y con la fe de un pueblo. Sedimentos preciosos para una fotosíntesis mística, los que fecundaron el nacimiento de la Virgen de los Dolores.


En la zona más elevada de Sevilla, al otro lado del Tamarguillo había un cerro donde anidaban águilas. Eran terrenos del antiguo cortijo del Maestreescuela y sólo las emisoras de radio fueron a allí, tan lejos, para emitir desde cierta altura. A la compañía propietaria se le ocurrió encargar al arquitecto Juan Talavera el trazado divisor del futuro barrio, allá por los años veinte, para vender parcelas baratas a gente humilde que construyeran viviendas por su cuenta y riesgo, algunos con sus mismas manos –como aquel carpintero Francisco sobre el terreno que le regalaron a su hijo José en la calle Pablo Armero[1]-. Así nacieron hogares casi de la nada y junto a ellos una flor que también abrió sus pétalos para alimentar la fe de un barrio apartado y recién nacido.


En un estado lamentable, Ella fue consuelo desde el principio. Cerro de águilas, calles sin asfalto, foco de infecciones; para cuando la ciudad se acordó de aquella tierra –llevando el tranvía- ya ella se había acordado de la ciudad, brotando una rosa de la mejor esencia del corazón sevillano.


Primero como gloriosa luego como dolorosa, primero sin hermandad luego como cofradía, primero por septiembre luego por semana santa, primero por el barrio y luego hasta la catedral, primero sin coronar y ahora coronada. Tuvo que ser allí donde la recibiera. En su Cerro.


Así, cuando la vemos rumbo a la campana vibra el espíritu. Viene de un extremo del extremo de Sevilla y trae la gloria innata de la ciudad. De un barrio nuevo que ya es viejo. En el frontal la Virgen de la Cinta con un hijo peregrino, errante, descalzo a diferencia del de Huelva. Y en el remate de los varales aquellas águilas testigos de cómo nació una flor en el desierto para saciar la sed de un barrio con agua de rocío acumulada de fervor. Y también brilla. Se llama Dolores, elegida entre las más clásicas advocaciones. Como clásica se viste. Finura, gracia, elegancia, su manto es vanguardia de clasicismo. Depuración inerme de la geometría. Y Ella victoria sacrificada, heroica de la geografía.


Ella es la Flor Divina. Luz de nácar con piel de porcelana. Quién le iba a decir que iba a ser referente, rumbo al alma de la ciudad. Rosa Mística aclamada por la letanía que reverbera, alas para volar. Guía dolorosa de las oraciones invocadas en urbanas travesías. Capricho de la tarde y orgullo de su gente. Reina de los Dolores Coronada. Rosa de Alejandría. Faro del Mediodía del Martes Santo sevillano [2].


sumhis





[1] Homenaje a Francisco Castro García y José Castro Ferrer, mi padre y mi abuelo.
[2] Parafraseando la canción homónima de Manolo García.