domingo, 24 de mayo de 2009

Sobre mis pasos

“Volveré a abrir el cajón de la memoria
Donde se guardan ordenadas las limpias reservas,
Volveré sobre tus días, confusa y amada historia.”
Manolo García. Sobre tus pasos




Cuando salió de casa era una sombra. Un contorno desnudo, y sus pasos andaban solos. Sabía poco, declives, tinieblas, pero sabía adónde iba, buscaba paz, tal vez luz, buscaba a Dios, pero sobre todo buscaba a su padre. Le acompañaba la soledad, huía de ella, pero no tuvo más remedio que conformarse, habían pasado ocho días y las obligaciones se lo impedían, así que ya no quería dejar pasar más tiempo. Cerró la puerta, apretó con su mano el sobre que contenía una foto de su hijo en cuyo reverso había escrito una carta para él y sus pasos, sabía, le conducirían al sitio donde descansaba su padre. No podía pensar, iba perdido, ensimismado, de sus asuntos a su pena, de su pena a sí mismo, y de allí al abismo. Silente y autómata, aturdido. Tarareaba sin darse cuenta un soniquete por hacer algo, por asesinar el vacío. Una canción de arena, una melodía de vapor. Meditaba sin lógica y escapaba del dolor haciéndose aún más daño. Su cuello no podía poner derecho y el reloj de la muñeca se le paró. Se habría quedado sin pilas.




Tomó el volante y, tarareando; la sombra llegó al destino. Bajó del automóvil y sus pasos le llevaron al puesto de flores que había en la puerta del cementerio. Allí pidió una docena de claveles blancos y esperó que la colocaran en un ramo. Continuó. Pasó delante de los azulejos de la Soledad de San Lorenzo, le pidió que le diese fuerza y le acompañase, olvidando que la soledad había salido de casa junto a él. Y se adentró en el desierto de mármol y flores. El sol a plomo reinaba el mediodía de mayo. Miró al suelo y no veía su propia sombra, no sabía si era porque el sol estaba demasiado alto o porque él mismo era sombra, e ignoraba si las sombras daban sombra. Al pasar por el mausoleo de Joselito el Gallo, que esculpiese Mariano Benlliure, algo le hizo girar la cabeza, lo miró admirado pero sus pasos no pararon, y tomaron el pasillo central, allí a lo lejos con los brazos abiertos se divisaba el Cristo de las Mieles. No se escuchaba más que el movimiento de las hojas de los cipreses y el aleteo de los pájaros. Silencio de Dios. Nadie, nadie, al menos nadie que tuviese cuerpo se podía alcanzar con la mirada. La calidez del aire ataba el cromatismo primaveral de aquel contraste de belleza dormida preñada de advertencias. Amarillo calmo, amarillo virgen sobre un mar de ilusiones fosilizadas.


Recordó, de pronto, que no sabía ir por allí hacia su destino, o más bien, sus pasos giraron solos intentando seguir las señas que su hermano le había indicado la noche antes para no perderse. Girar a la izquierda, buscar el extremo del recinto, junto a los nichos, y mirar los azulejos del suelo que nombraban las calles hasta llegar a aquella que pusiese Santa Rosa. La sombra fue dibujando un surco cabizbajo hacia la izquierda, entre lápidas, entre soledades. Y llegó al extremo, buscó un azulejo que le indicase el nombre de aquella vía de paz desalentada, y lo encontró. La emoción le recorrió toda su esencia de sombra, casi como si tuviese sangre. Leyó y releyó aquella aguja en el pajar de la nomenclatura, aquel nombre sobre el suelo del camposanto sin creer lo que sus ojos de vacío veían. Sin esperarlo. Virgen de la Hiniesta. Así se llamaba. Alzó la mirada emocionada y tomó fuerzas para seguir. Pasos, más pasos.


En la calle Santa Susana, se acordó de sus abuelos, buscó su lápida y la encontró. Rezó. Dejó un clavel y con los once restantes siguió el camino, ese andar que no iba dejando sombra sobre las piedras.


Santa Rosa. Allí era. El desaliento se agitó y los pasos volvieron a girar nerviosos. Nadie. Ruidos muy lejanos, sol, y la sombra llegó a su destino. Supo que había llegado cuando a lo lejos vio trece rosas sobre un mármol gris. Seis blancas y siete del color de la antigua copla de los ojos verdes, del trigo verde, del limón. Se acercó y los pasos se pararon. Fue duro. Creyó que todo había sido un sueño. No podía recordar ocho días atrás. Rezó. Volvió a apretar la foto de su hijo, había atinado a escribirle a su padre en el reverso que no había hecho falta que faltase para darse cuenta de lo mucho que él le había amado, que gracias a él se había sentido querido desde el primer día de su vida, de forma desbordada, sin medida, con todo el alma, y tanto que más, era imposible; y quería agradecérselo otra vez por si no se lo había dicho suficientemente. Que le quería tanto como él. Y que permanecía vivo en la parte más preciada de su alma. Por eso se lo dejaba escrito sobre el mejor regalo que le podía haber dado: un nieto maravilloso. Lloró. Dejó el ramo de flores y metió la fotografía dentro. Se arrodilló y besó el mármol como si fuese carne. Luego, estuvo un rato largo con la mente en blanco. Silencio. No sentía. No pensaba. Era soledad y era sombra. Y el tiempo pasó. De pronto, sus pies volvieron a andar y volvió sobre sus pasos.


Sus pasos volvieron sobre sí mismo. Y la primavera fue alterando el sentido de las cosas. Buscando el nombre exacto del dolor, recordó los versos de Juan Ramón al comienzo de Eternidades. Anduvo más suelto, se fue entreteniendo en los olores, en los sonidos, en la canción que le venía de dentro, y en el mar. El mar amarillo de la melancolía. El mar profundo y azul de la pena y de la belleza rota. Recordó el Poema de mi soledad de Rafael de León y una voz flamenca le cantaba al oído hasta que el alma se fue recreando. Así, despacio y taciturno fue avanzando buscando sotavento. Así fue llegando al final. Como un inocente niño pequeño en vez de una sombra. La sombra que realmente era.


Entonces se fijó al pasar en un capote serenamente apoyado en un mausoleo azabache, en un ángel con un estoque y leyó el nombre de Manolo González, maestro y amigo de su padre; parecía todo recordarle a él. Estaba tan presente. Luego tropezó con aquel monumento que a la entrada le había hecho girar la cabeza. El torero de Gelves estaba plácidamente dormido sobre un féretro llevado a hombros por personas de todas las edades. Fue entonces cuando quedó impresionado por la belleza del conjunto escultórico del que tanto le había hablado él. Se paró y comenzó a observarlo con detenimiento. Era el rey de los toreros el que arriba yacía, nada menos que Joselito el Gallo, pero no se desprendía soberbia alguna en su rostro, humildad y ternura, él que había muerto en Talavera tres años antes que naciera su padre, y lo llevaba su gente, su raza y el pueblo. Irradiaban tristeza, pero sobre todo amor, buscó a Ignacio Sánchez Mejías –sepultado también bajo el conjunto- ya que su padre le había contado estaba entre los improvisados costaleros, y que paradójicamente murió también más tarde por la cornada de un toro, pues el genial escultor valenciano tuvo la idea de esculpir su rostro en el monumento, pero no pudo identificarlo. Fue dando la vuelta lentamente a la obra de arte tirando del hilo de la memoria, y llegó al frontal descubriendo una imagen de la Macarena que sobre sus manos llevaba una muchacha. La que tanto quiso el maestro, y la que por su muerte vistió de luto. Su piel se erizó de pronto cuando al mirar a la cara de quien la portaba descubrió un rostro que le era familiar, fue una extraña sensación de escalofrío, pero que le llenaba de íntima confianza. La contempló de todas las maneras y pensó, trató de recordar, quiso encender la memoria y saber quién era, familiar, amiga, conocida, mas no era capaz de despejar la misteriosa incógnita. El aire se volvió acogedor. Se dio un tiempo, pero no sirvió para nada. Miró alrededor y se distrajo con otros homenajes vecinos. Se acercó a la estatua de Paquirri, de pie sobre sus propios restos hacía un desplante fiero y arrogante a la muerte. Luego la esbelta escultura de la gran Juanita Reina, con bata de cola y sevillana elegancia. Se estuvo fijando en todo, detalles, fotografías del alma, historia in situ de la Sevilla perdida, y poco a poco fue pensando en retirarse.


Cuando se iba, sucedió algo sin importancia, se le cayó de las manos el sobre donde había guardado a modo de carta la fotografía de su hijo que había dejado a su padre. Se agachó para cogerlo, se agachó y alzó la vista. En ese instante sucedió lo que tenía que suceder, se tropezó de frente con la mirada de aquella muchacha que llevaba en sus manos nada menos que la esperanza …por algo sería. Fue, entonces, cuando un acero de emoción le partió en dos el alma. No lo podía creer. Volvió a mirarla y descubrió que era Ella. La misma finura en su cara, su misma nariz afilada, su barbilla, sus labios, la mirada caída… sólo faltaban las lágrimas y vestirla de reina con el pelo recogido en vez de suelto. No había duda, era Ella. Aquella cuya foto quedó sobre la cabecera de su padre en la habitación del hospital después de que muriese. La que reinaba en su corazón y en cada rincón de su casa, la que acompañó siempre vestido de nazareno desde que su padre le llevó de la mano un domingo de ramos de su infancia. La que estuvo con él en todos los momentos de su vida, la que tantas veces visitaba en la iglesia vacía para contarle sus cosas, la que presidió sobre la mesa de estudio lágrimas de esfuerzo de toda una carrera de sin sabores que acabó felizmente gracias a Ella. Aquella a la que su mujer regaló el ramo de novia después de que contemplara su unión desde el altar mayor de San Julián una noche de septenario, a quien fue presentado su hijo la primera tarde que salió de casa. Ella que relucía las noches de sábado de pasión en la puesta de flores y que regresaba a casa cansada e igual de hermosa veinticuatro horas más tarde, la que le estremecía el alma con solo escuchar su nombre. Aquella para quien había ardido la vela llena de mocos que él había llevado a su madre al tanatorio para velar el cuerpo inerte que acababa de visitar. La que ardió de pureza en la leyenda viva de Romero Murube, la devoción de su vida, la Flor de las flores.


Aquella joven había sido tallada quince años antes que Dios inspirase a Castillo Lastrucci para que tallara la Virgen de la Hiniesta, meses antes que naciera su padre, y su expresión era presagio, y quizás por ello parecía ser tan joven. Entonces, sólo entonces, entendió, que todo encajaba. Los cimientos del suelo que pisaba comenzaron a temblar en silencio. Las raíces de la memoria eterna le gritaban desde dentro, y supo que allí estaba en su centro. A sus pies el maestro Sánchez Mejías, que fue presidente grande del sentimiento hecho pasión que marcó la vida de su padre, y al que García Lorca compuso el inmortal llanto hecho poema que aquél amaba y aprendió de memoria. Sobre su cabeza el genio muerto que tanto admiró su abuelo, y del que tanto le habló su padre, de frente la Virgen que tanto quiso José y a la que su propio padre le cantó su primera saeta con sólo seis años a hombros de su abuelo, en sus manos el sobre donde se había quedado marcada la foto de su hijo, y él mismo sólo, mirando la esperanza –lo que allí había ido a buscar- en el centro. Esa esperanza que, encima, era llevada en sus manos por una muchacha con esa misma cara que la de Aquella a quien entregaba su fe desde niño.


Volvió los ojos a ella y supo porqué se le había caído el sobre en ese sitio, supo porqué giró la cabeza a la entrada cuando pasó cerca, porqué fue a parar a aquella calle con ese nombre cuando caminaba perdido por el cementerio. Supo que Ella no le había querido dejar solo. Y en ese momento sus ojos se inundaron de lágrimas. La miró y ella le habló con los labios cerrados. Le habló. Su reloj ya estaba parado, pero ahora se paró el tiempo. La escuchó con el alma. La vida y la muerte se tocaron, se confundieron. Lo entendió. Bajó la mirada y se fue. Supo que su padre no estaba solo.


Con la cara empapada caminó. Pasó por el Jardín de los poetas, le hubiera gustado buscar una flor de retama allí para colocarla a los pies de aquella muchacha, pero el pudor de las lágrimas le hizo no entretenerse.


Ahora el llanto era útil, era desahogo, era paz y así llego al coche. Se sentó y se miró en el espejo. Se dio cuenta, entonces, de que tenía ojos, de que tenía rostro. Y sacando las fuerzas de los resortes mágicos que sin saber de dónde vienen aparecen en los momentos más duros de la vida decidió seguir adelante: sería dolor, sí, pero no sería sombra, sería tristeza, pero sería fe; y nunca olvido, nunca olvido.


Y, entonces, más tranquilo fue cuando el soniquete que desde el principio le acompañó adquirió la letra, que nunca había perdido pero que había desatendido, que había olvidado, y que desde el profundo inconsciente le había estado queriendo decir a sí mismo mil cosas: Volveré sobre mis pasos, sobre tus pasos, padre. Volveré sobre mis pasos que serán tus pasos, madre. A un universo de olas, a un universo de mares de trigos y olivos.


Y así volvió sobre sus pasos, con el corazón grabado para siempre por lo que aquella jovencita Hiniesta de bronce le había dicho esa mañana enlutada bajo el sol de mayo en el cementerio.
sumhis