sábado, 18 de julio de 2009

La hora traspasada

Andaba buscando una fotografía. Una que plasmara uno de esos momentos de mi semana santa interior que ya estaban grabados en mí, mas quería tenerla en papel, en un álbum, enmarcarla… Una vez miré atrás, sé que un nazareno del Gran Poder siempre ha de mirar al frente, pero no pude resistir hacerlo, mi cuello giró sólo cuando en el último tramo de la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso giraba de la calle Virgen de los Buenos Libros hacia la izquierda para adentrarme en la Gavidia. Era ya completamente de día y muy poco público –es decir, ninguno- nos acompañaba en esa parte del recorrido, pensé en que Ella pasaba sola si no fuese por San Juan. Mi corazón palpitó fuerte y no pude evitarlo. Aquello que vi se quedó marcado en las fibras más sensibles de la memoria. La candelería completamente encendida, su llanto cerrado, conmovedor, y la luz blanquecina iluminando los ruanes que le precedían, la cera blanca sobre los antifaces de los diputados, y nadie alrededor del paso. Era esa la foto. Una estampa antigua, propia de Hohenleiter[1], decimonónica, de otra época, de una Sevilla que se fue. Busqué rápidamente sus ojos, y me impactó el brillo del puñal que traspasaba su corazón. Pensé que el Señor debía ya haber entrado, que sólo Ella justificaba nuestra presencia en la calle a esa hora del día. Pensé que esa hora le pertenecía.

Dijo Romero Murube en su obra “Sevilla en los labios”, que aquella Hiniesta que se quemó pereció como una rosa caída en el cráter de un volcán, y que siempre existiría una hora que habría de pertenecerle, que sería sólo suya. Así mismo creí, me convencí que ese era el momento de la Virgen que acompañaba. Orgulloso y agradecido por estar allí con Ella. Era la mañana del día triste, pero también el amanecer de la noche populosa, la más famosa de la vieja urbe y, sin embargo, en pleno corazón del centro de la ciudad, en el mismo epicentro, caminábamos con Ella en la más pura, en la más serena intimidad, con la del rostro macerado por el dolor y las llagas en sus órbitas acardaneladas
[2]. Con Aquella que por la calle de la Amargura vio al fruto de su vientre como un leproso, para que así se pudiese cumplir la profecía y reconocer en su cara el verdadero, el auténtico rostro de Dios. Ese que a esa hora debía estar llegando al Gólgota de la muerte. Parece, que en ese momento, sólo Ella percibe la tragedia del instante, sólo Ella no es ajena al deicidio que se está consumando. La muchedumbre huye desabrida a casa o a las cafeterías para tomar fuerzas. Muy cerca de allí, los Gitanos entran en Campana; más allá, la Esperanza sale de la catedral, la Macarena es recibida por un cansado gentío que la espera por Villasís, los pasos del Silencio en penumbra, terminan de ser apagados por los últimos hermanos que ya abandonan San Antonio Abad, velas consumidas, y sólo otra Virgen parece entender el abismal sufrimiento que encierra la mañana, Aquella que por la Calle Zaragoza insiste en llegar a la Magdalena para velar a su Hijo crucificado. Hace frío, es la hora. Desde que la última saeta despide al Señor cara al pueblo en la Puerta de la Basílica, Ella vive su particular, personal, íntima tristeza de madre ahogada. En esas horas de alpaca que siguen al amanecer y que le concluyen bajo las copas austeras de San Lorenzo, albigrís varadero de su nave derrotada, hay un momento sólo suyo, un tiempo que sólo a Ella pertenece.

Quién sería el escultor que talló ese dolor de madre hecho imagen. Quién pudo cristalizar ese penar tan desgarrado y recogido, tanto desconsuelo traspasado, tanto ahogo. Seguro que quien fuera tuvo que tallarla a esas mismas horas del día recién amanecido antes de que el sol llegue a calentar. Cuando el desasosiego va anidando por los corazones en trance. La hora de la muerte. Seguro que quien fuese tuvo también atravesado el alma, vivió la experiencia del dolor sin luz, de la profundidad existencial de la desesperanza. Todos los que alguna vez la sentimos nos identificamos con ese rostro humano que aquel desconocido escultor de amaneceres tallara. Quien le iba a decir a él que Aquella Dolorosa chiquita del dolor más hondo iba a ser la Madre del Señor de Sevilla, del nazareno más conmovedor de la cristiandad, del Hijo de Dios hecho carne de cedro.

Andaba tiempo, mucho tiempo buscando una fotografía que plasmara esa vivencia, tanto que desesperé… Sin embargo, una tarde de paseo, charlando por la zona de la Magdalena al volver los ojos a un escaparate, mis ojos quedaron perplejos, mi corazón hizo una pausa larga, y todo paró un instante. Lo que buscaba. Aquello que no olvidé, pero que ya no esperaba hallar estaba ante mi mirada ilusionada. Era un cuadro al óleo, era Ella la que llegaba con la luz de su paso encendida a pleno día en la desembocadura de Cardenal Spínola. Reflexioné, y entendí que sólo el arte podía plasmarlo, que la mejor técnica no era suficiente para congelar lo transcendente. Una máquina fotográfica no valía para retratar el alma, era la inspiración, los resortes más preciados del sentimentalismo los que estaban detrás de esa obra, las musas del lubricán, de la belleza y la tragedia las que guiaron el pincel. Entré. Entré en la galería, quien me acompañaba no entendía nada. Pregunté el precio. Lo pensé. No podía pagarlo. Sonreí. Atiné a pedir que felicitasen al autor. Nada más. Qué más daba. ¿Era posible, acaso, comprar los sentimientos…? Tal vez, revivirlos, solo soñarlos, y siempre amarlos. Nada más.

Los que rotos hemos estado alguna vez como Ella entendemos su sentir sólo al mirarla. Mirarla sólo mirarla… Llorando para adentro, ausente, en la hondura del vacío. Prefiere estar sola, ignora el consuelo que le ofrecen.


Los que te queremos, los que tantas veces te hemos acompañado, los que nos arrodillamos en la Basílica delante de ti antes de subir para besar el talón de tu Hijo, nos consideramos tuyos, tuyos como el mayor dolor sólo tuyo, como el momento que te pertenece, como el alba y la soledad. Como el corazón traspasado.
sumhis

[1] Francisco Hohenleiter de Castro (1889-1968), pintor gaditano, y sevillano de adopción, su pintura costumbrista la plasmó en su famosa obra “Los nazarenos de Hohenleiter”.
[2] Extraído también de “Sevilla en los labios” de Joaquín Romero Murube.

domingo, 5 de julio de 2009

La talla de un sueño

Soñó que estaba soñando y soñando despertó. Los sueños son sólo sueños… sueños son, se dijo. Se incorporó, abandonó el lecho y corrió a buscar su hijo en su nido. Aurora boreal en la oscuridad del descanso y brillo en su mirada al alcanzarlo. Ese hijo que sólo vino porque Dios lo quiso, no era su plan, al menos no aún, era tan joven, pero aceptó: no era más ni menos que designio, y todo ello, con la adolescente fiebre de miedo y esperanza, ilusión, pudor, impaciencia… Tanta inquietud y zozobra, tantas horas dulces de anhelos, tanto esfuerzo en explicarse, tanto que contar y que, pensaba, quedaría en sus adentros, tanto sinvivir desde que Gabriel le habló, le había traído luego la mayor de las recompensas. Toda la expectación del anuncio se convirtió en amor al alumbramiento. Carne de su carne. Vida nueva que vencía tempestades, persecuciones. Era Él. Ese niño que arrimaba a su regazo. Esa piel limpia, esa luz de los tiempos materializada en su vientre, que nació de su interior, que en ella habitó nueve meses –Casa de Dios- y que, ahora acercaba, abrazaba, besaba con inconfesables ganas de robárselo a Morfeo, de verle abrir los ojos.

Pero no, no debía. Cerró ella los suyos y los abrió de inmediato. No quería volver a verlo como en el sueño, no más cerrar los ojos; volvía a mirarlo con los párpados bien abiertos para comprobar que en su bendita frente no había restos de corona de espinas, que no había llagas ni coágulos por su cuerpo, que sus manos y sus pies no estaban atravesados, que nada emanaba de su costado divino, que la flacidez del sueño nada tenía que ver con el rigor mortis de aquél que sostenía en sus brazos en aquella absurda pesadilla, de la que acababa de despertar. No quería, ni podía imaginar ningún matiz premonitorio en aquella experiencia, se negaba, jamás podría pensar siquiera soportarlo, admitir la dureza de perderlo, de perder a Aquél que en su plena juventud le había sobrevenido marcándola para siempre y dándole eterno significado a su propia vida. Las lágrimas cayeron por su rostro sin saber bien porqué, mojaban la piel de melocotón de sus mejillas, de aquella joven de Nazaret, alba inocencia de dulce hermosura. Y así quedó perpleja, perdida, meditabunda con su hijo en los brazos y la mirada errante hacia la oceánica profundidad de lo divino por el devenir de su idea. Tanto, tanto así que ésta tomó vida propia, se hizo materia, materia viva, para volar, para volar lejos. Malva libélula del pensamiento. Y voló, en busca de mundos y eternidades, voló, voló, voló lejos, conoció lugares y épocas, viajó por valles, mares, ríos, montañas, conoció imperios, guerras, miserias y grandes descubrimientos. Y llegó a la Giralda, la ciudad que adormecida a su sombra crecía por calles de gracia, y que llamaban –precisamente- Tierra de María. Aquellos rincones que la enamoraron por sus misterios, quedó a la orilla del río que la acariciaba, para embeberse en el romanticismo de sus noches y en la pureza del azul de su cielo, donde la melancolía era un componente más del aire. Allí, sin resistirse, sin pensarlo, casi sin quererlo… Allí habitó. Habitó meses, años, siglos.

Y un Miércoles Santo, en el atardecer de la calle Almansa supo que le había llegado su final. Inició su último, lánguido vuelo, cuando de lejos vio llegar a una niña vestida de Reina sobre un delicado monte de claveles. Su corazón iba atravesado por un puñal. Rosa de Piedad del Arenal. Entendió que los sueños podían ser fotografiados. Vio el espejo de aquel duermevelas. ¡Qué paradójico insomnio! ¡Qué caprichoso insecto ha de adentrarse en la cabeza de los artistas para crear una madre más joven que su propio hijo! Y no alcanzó a medir tanto dolor y tanta belleza, que ni aquella Piedad de Miguel Ángel que llegó a conocer pudo igualar en la experiencia vital que el viento le traía desde Nazaret junto a la hija de Joaquín y de Ana. Venía la Flor baratillera rodeada de su gente y seis candelabros la escoltaban, le sucedía una cruz vestida con blanco sudario. Alba inocencia de dulce verdad. Era la joven y era su hijo, aquellos del sueño, aquella imagen onírica que estando muerta tanto sentir desprendía. Misericordia de amor sobre nostalgia virgen, sobre la tarde pura.

Se fue desvaneciendo como una llama votiva, lívida libélula, en sí misma, para hallar su propia eternidad a las plantas de aquella escultura de un sueño, del sueño que, al fin y al cabo, la hizo nacer. Entre las flores. Murió durmiendo su secreto, soñando que moría, soñando que soñaba.
sumhis