viernes, 18 de septiembre de 2009

Tres meses

Te espero con el corazón. Espero… Que pasen estos tres meses que faltan. Hoy son tres exactos. Una estación. Con la marca del mar en mi rostro, cansado y buscando la luz, orlado de sombras y fondos de aguamarina. Hoy es dieciocho de septiembre. Sueño con tu presencia de adviento, con tu descenso de Reina, con tu brillo. Ardo en anhelos, y temo el invierno, pero hambre de ilusión alberga mi vacía despensa. Fue duro el año. Ha sido duro, necesitamos tu consuelo. Caerán las hojas de la pena con el otoño y los secos mustios pétalos abrasados del desasosiego tras el estío. Un año de pérdidas, de despedidas, de vacío…. Que pesadas las pisadas cansadas se hacen sobre una árida ausencia de quien se quiere, como una copla transparente. Y no hay quien lo cure, sólo Tú. Esperanza.


Espero y te invoco como dulce canción monótona del tic tac que alivia, que añora… Llegará el otoño y el frío, y una navidad sin quién se fue… Contigo. Pasarán Todos los Santos, Difuntos e Inmaculada. El deseo, la pena y la expectación. Y Tú nombrarás las cosas poniéndole un broche a los sentimientos desbocados. Por eso el alma no deja de mirar el calendario y sabe que hoy –separador silente- faltan tres meses. Un cuarto de este amargo año desterrado. Para que tú le pongas acento a la ilusión, gestación de primavera.


Para ir a verte con el espíritu desbordado en la mirada triste. Me acercaré dando saltos de inquietud por el interior maltrecho que se resiste a caer, a llorar más… Desde la muralla, junto al Arco, de luto, como nazareno negro que en la madrugá te pide permiso arrodillado a tus plantas. Y se encenderá una llama en la puerta de la Basílica cuando de lejos vea el brillo de tu corona. La cola, larga, será víspera. Antojo de seguir vivo; de reencontrarnos. Y, a media distancia, las esmeraldas de tu pecho pondrán el color de lo exacto, de lo que hoy nos urge. Te miraré a los ojos acordándome de quien te cantó una saeta con sólo seis años, a hombros de mi abuelo. Y besaré tus manos. Las besaré dejando en ellas el sabor de aquel beso que le di a mi padre sabiendo que era el último, que Tú le ibas a ver antes que yo, que Tú le esperabas, que ibas a recibirle… y devolveré con ese beso toda la fe, la voluntad, el sentimiento, que sólo pueden hallar destino fiel y seguro, en tus manos. Alivio dorado de verdes ausencias. En tu boca entreabierta. En tus ojos llorosos. En tu insinuada sonrisa. Y así pediré la venia de la esperanza a la Esperanza. Con el corazón. Hoy faltan tres meses.
sumhis

viernes, 4 de septiembre de 2009

El cuadro del entierro de Cristo

“A Pablo, Marta y Jose, hermanos en la Piedad”

No sabía si era real o no, pero una idea obsesiva quedó en la mente del ilustre caballero a partir de aquel extraño momento. Lo había vivido, no sabía la naturaleza de la experiencia, pero la sentía. Aquél sepelio… Su propio féretro… ¿Sería tal como lo vio o no? Y aquellas palabras de trémulo acero resonarían para siempre en la cámara oscura de su memoria:


“Mira que te mira Dios,
Mira que te está mirando,
Mira que has de morir,
Mira que no sabes cuándo”


Saeta que escuchó Miguel de Mañara al fúnebre paso de su propio entierro. Las malas lenguas dicen que a altas de la madrugada, a vueltas de farra, pero ¿quién puede saber la verdad? Cuentan que por una estrecha callejuela de Santa Cruz o la Judería, cerca de San Bartolomé, donde se casaron sus padres, donde él nació; pero tal vez sólo sea el escenario ideal para la leyenda. En todo caso, su alma cambió a partir de aquel viaje sideral a las entrañas de la consciencia. Para el pasado quedaría siempre el sambenito de su vida disoluta, su indeleble atributo donjuanesco, su abrumadora y atormentada fama.


Nunca supo a ciertas si aquello fue un sueño o un aviso del altísimo, pero el recuerdo se convirtió en obsesión, y ello le llevó a la reflexión. Despertaba de noche rememorando el cortejo que acompañaba su propio cadáver, y su piadosa y firme devoción le hizo meditar reiteradamente sobre el entierro de aquél que consideraba su modelo a seguir: Cristo. ¿Cómo sería aquél? Hasta Él, siendo Dios, murió pronto, murió joven ¿cómo no estar alerta? …Había de permanecer en vigilia hasta el momento imprevisto de rendir cuentas.


Cierto es que, desde que murió su esposa en 1661, sin hijos, se retiró del mundo desolado, y llegó a pensar en entrar interno en un monasterio de la Serranía de Ronda, donde residió varios meses antes de volver a Sevilla. Pero, sería aquella extraña vivencia la que le transformaría para siempre. Al poco tiempo, ingresó en la Hermandad de la Santa Caridad, que tenía como misión fundamental dar cristiana sepultura a los ahogados del río, a los ajusticiados y a los mendigos que morían en la calle. Al principio, fue diputado de entierros y limosnas y conoció las trágicas condiciones de vida de los pobres de aquella Sevilla del siglo de oro, capital del mundo de la riqueza, puerta de Indias. Contradictorio contraste de las miserias humanas, y eso le hizo tomar la iniciativa de ampliar las tareas de la hermandad ideando la creación de un hospital con su correspondiente iglesia. Unos meses después ya era nombrado hermano mayor.


El destino les hizo coincidir -insólitos caminos que quiere Dios se crucen-… Cuatro años más tarde que Mañara, siendo ya éste la máxima autoridad en la hermandad, ingresaría en ella Don Juan de Valdés Leal, el pintor más barroco de la ciudad más barroca. El del naturalismo acentuado y tenebrista, pincel dramático, fugaz hacia lo expresivo. No el pintor de lo macabro como dirían las malas lenguas. Aquellas que sólo apreciaban la corrección formal, la elegancia y la técnica depurada del artista de la belleza: Bartolomé Esteban Murillo.


…Enseguida, en 1670, el reciente y venerable Hermano Mayor le enredó en la decoración del templo que estaba construyendo en el hospital. Le encargó los jeroglíficos de las postrimerías, sus obras más famosas –In Ictu Oculi y Finis Gloriae Mundi- que ridiculizan la vanidad humana mediante el aviso de la más cruel realidad de ultratumba. La vasta verdad de los gusanos que devoran el esqueleto. Todo ello, siguiendo las consignas de Miguel de Mañara, a modo de alegoría sobre la brevedad de la vida en la tierra. Pero, lo que muy pocos saben es que, entre éstas, encargó otro cuadro. Ese cuadro no podía ser otro que ”El Entierro de Cristo”.


Ardua misión, reto decisivo a la profundidad de los tiempos. Ahora bien, esta obra –sepultus est post mortem- no la podemos ver allí… y la razón es una hermosísima y romántica historia: Valdés Leal acordó unas condiciones en el contrato, entre ellas que los cuadros no podrían ser vistos hasta que estuviesen concluidos y que se garantizaría la total libertad del artista. Salvaguardia del sentimiento no requerido, improvisado, sin impertinencias, sin mácula…


Reservando toda la fuerza emotiva, todo el bagaje del alma, Valdés dejó para el final el cuadro del entierro de Nuestro Señor, ese que tanto obsesionaba a Mañara. Entonces ocurrió…. Luna llena de noviembre. Era la noche antes de empezar con aquella obra cuando partió. Tuvo un viaje –parecido al que otrora tuviese el aristócrata fundador del hospital- eso sí, un verdadero viaje astral, abandonó su cuerpo, sólo que en vez de contemplar su entierro presenció aquél que por la lejana Palestina y por el atormentado túnel de los tiempos parecía ser el del verdadero Maestro…


Al día siguiente pidió soledad, se encerró, y febril comenzó a pintar sin desmayo… llevaba días… y no podía dejar de hacerlo… Don Miguel no pudo evitar la curiosidad y fue a espiarlo a su taller. Aquella fría y mágica noche de fines de otoño, inicio del invierno, le dejaría marcado para siempre: la pintura no olía a óleo, sino a incienso, se escuchaban lánguidos instrumentos de viento y entre la oscuridad, gracias a la escasa luz de unas velas, pudo ver que en su regazo la Madre llevaba al hijo muerto; intentando preparar la mortaja para su entierro le acompañaba un grupo de personas alrededor, que velaban el cadáver, por las llamas de los cirios que portaban pudo contar que eran dieciocho. En el centro, el cuerpo yacente del Hijo de Dios, humildemente desnudo. Era Él el faro que, aún muerto, calentaba la esencia vital de todos los demás que a Él rodeaban como una hoguera. Su cabeza descolgada y sus rodillas flexionadas por el rigor de la muerte. En brazos de su Madre, escoltada por los Santos Varones. San Juan arrodillado junta a María Magdalena y al otro lado las otras dos Marías. Y como fondo de la escena una desnuda Cruz de la salvación ataviada por blanco sudario. Era un sueño único. Irrepetible. Todo fue mágico hasta que los ojos del noble caballero se cruzaron con la mirada del genial artista; en ese momento Valdés dejó el pincel, se rompió cual fino cristal el misterio, y alegó que se había incumplido el contrato para renunciar desengañado a entregar la obra.


Miguel de Mañara vivió conmocionado el resto de sus días soñando con aquella escena que iba y venía de sus pensamientos, esa que tanto imaginó y que ahora conocía…


Murió el nueve de mayo de 1679, feliz porque sabía iba a ver a Dios. Y ello conmocionó a la ciudad… Fue ejemplo de perfección espiritual… Pues, fueron los desheredados de la tierra los verdaderos dueños de la casa que él había creado, promoviendo siempre la igualdad por encima de las diferencias… Cuentan que Valdés Leal había ido a visitarlo a su lecho de muerte; Mañara le pidió que aquel misterioso lienzo lo dejase en el hospital para que los sevillanos lo admirasen, entonces él le aseguró que la ciudad podría verlo pero “ni usía ni yo, hasta después de muerto”. Parece ser que dejó escrito como debía tomar vida aquel cuadro o bien pactó con el cielo las instrucciones para sus paisanos. Eso nunca se sabrá.


Enigma de la historia, capricho del destino… Quién sabe, pero la realidad es que, curiosamente… por aquella época el taller de Pedro Roldán ya había ejecutado imágenes para un paso que representaba la Sagrada Mortaja de Jesús Descendido de la Cruz. Tres años antes de la muerte de Don Miguel, la hermandad propietaria de aquel misterio recibió una imagen de María Santísima que adoptaría la advocación, como no, de la Piedad y un año más tarde Cristóbal Pérez realizaría la imagen del Señor.


No mucho tiempo después, en 1682, moriría Murillo al caer de un andamio. Por ello, Valdés Leal se quedaba sin parangón en el mundo de las Bellas Artes de la gran escuela sevillana. Y ese mismo año sufrió un ataque de apoplejía, pero aún así vivió ocho años de apogeo y esplendor. El nueve de octubre de 1690 Valdés redacta su testamento y muere a los pocos días.


Desgraciadamente nadie quedó para narrar que, aquello que prometiese a Don Miguel de Mañara en su lecho de muerte, tiene lugar cada noche de Viernes Santo en Sevilla, en la calle Doña María Coronel. Anual y efímera repetición de lo irrepetible. Moribundo plenilunio. Unos faroles de cristal morado que descansan en el suelo acompañan una campana -que precisamente llaman de la Caridad y que tiene origen en los ritos de aquella piadosa institución…- abriendo un cortejo fúnebre que representa mejor que ningún lienzo del mundo el entierro del nazareno. El autor de la perfecta composición dicen que es el pueblo de Sevilla y sus artistas, pero en realidad es un secreto muy bien guardado. Trémulo rumor de la noche. Túnicas de capa negra, música de capilla, nube de incienso, dieciocho ciriales, dieciocho, farolas apagadas, calle a oscuras, silencio, luto, un intenso y paradójico olor a azahar primaveral y una obra de arte hecha paso barroco de trágico misterio escoltados por elegantes candelabros dorados.


Y es allí donde, si atentamente fijamos nuestra vista buscando la realidad oculta, encontraremos intentando no ser vistos, asomados a una ventana en una casa sin luz -en la más pura e intima Sevilla Eterna- al mismísimo Valdés Leal orgulloso y a Miguel de Mañara alucinado…
sumhis