sábado, 18 de diciembre de 2010

Lo inadvertido de la cruz y de los gestos


Hace años de aquella noche en que me lo contaron. Algo en mí trastornó y avivó, con equidistante celo, el denso paisaje de la memoria… nunca he creído en milagrerías, mas sí en que hay cosas que sólo ven personas muy especiales, personas distintas, y permanecen al margen… Inadvertidas para el resto de la gente, común, como yo mismo. Más tiempo aún hace de la vivencia que me narraron, allá por el principio de los setenta, el Cristo de la Salud dejó expresado en su rostro -un Martes Santo por los Jardines- la tragedia que en el mismo exacto momento ocurría en otro lugar de la misma ciudad. Quien me lo contó es una de esas personas especiales… Lo cierto es que en ese cuerpo pequeño se viene encima todo el mal, el pecado y las penas del mundo, y no sé si por ello, por su serena impostura, por su sencillo misterio, o por lo que fuere siempre me emocionó su imagen, verle venir, rezarle…. Sé que a su lado siempre pasarán cosas maravillosas, porque a su vera siempre siento idéntica emoción.


Qué grande la cruz parece en tu hombro, qué pesada
carga de la noche de los tiempos, se hace martes,    
de Alfalfa a los Jardines, dos mil años más tarde,
viacrucis que rompiera tu túnica tallada.
           
La luz  sostiene el cuerpo, victoria de milenios,
de dulces firmamentos, oscuridad y día,
la espalda rota, bronce, aire de recogía
por calle San José, vencido,  rodilla adentro.

Con la lección ofrecida de la cruz a cuesta
sin fuerzas vence el duelo del sino con tu pulso…
quien quiera ver que vea, tu mirar nos contesta,

las emociones sordas del sufrimiento injusto,
quien quiera oír que escuche en el ruido tu respuesta…
de cerca tu hondo gesto a solas habla al mundo.

sumhis

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Saber llorar

Este escrito, estas líneas que suceden van dedicadas al más perseverante… Al mejor de mis lectores. Para aquél que lloraba una tarde tempestuosa de Domingo de Ramos, perdido, apesadumbrado por  un rincón de la Parroquia de San Julián, con la congoja y la pureza propia de un niño chico vestido de nazareno. Él supo descifrar en el aire el empaque íntimo y majestuoso que envuelve á la Rosa del Desierto del Cerro del Águila, y la música que los pájaros  interpretan en la Plaza de la Alianza cuando pasa el Cristo de las Misericordias. Con él  compartí emoción y sonrisa entre la inmensa bulla que rodea el paso de la Virgen de las Aguas allá en la alta madrugada de la Plaza del Museo en nuestra adolescencia de los años ochenta. El mismo  que dejó de ver, con  todo el dolor del alma, la cofradía de Santa Genoveva hace más de dos años porque sus fuerzas no le alcanzan a superar el dolor. Ese dolor insecable después de demostrar hombría, fuerzas, esperanza, desde la penumbra de los mismos umbrales de la tragedia. Saber llorar. El que se emociona con la melodía lenta de Virgen de la Victoria. Con quien cabalgué en moto para fotografiar rincones de la ciudad cofrade a pleno calor del estío. Con quien regresaba del cole por la calle Enladrillada hablando de cofradías, de sueños, que hoy con el paso del tiempo se hicieron vivencias, recuerdos. Sillas de la Campana, Puerta ojival de San Julián…  Primeros lunes de cuaresmas, vía crucis, como aquél en que corríamos para ver el Señor levantando la lógica sospecha de mi padre, que pensó que faltábamos a clase. Y con quien iba de calle a calle y de cofradía a cofradía silbando marchas. Pasa la vida y tontos detalles del pasado adquieren luego un halo de hito grande en la  historia personal de cada uno, marcan el devenir vivencial y luego se contemplan desde lejos como ensoñaciones o quimeras hechas realidad. Yendo  a Jerez en autobús, siendo aún niños, en un viaje del  que con el tiempo nació un regalo de reyes hecho poema, hecho verso…  y los primeros conciertos de música “en una ciudad del sur no sé qué año, quizá en el noventa “, estremecer de frío en noches de Jardines de Murillo “en un florecer de inviernos,  lejos del mar abierto”. Al que comenta cada uno de mis textos… Aquél con quien una madrugada, no muy lejana, abandoné la vacía y oscura basílica tras el calor encendido y doliente de la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso en un instante que sólo por ser vivido merece la pena la vida misma. Como aquella saeta arrimados al paso de su Hijo en la calle Virgen de los Buenos Libros. A ese que empapa sus ojos viendo venir la Macarena,  y con el que  pasé noches enteras acompañándola, no hace mucho por última vez;  abandonándola siempre feliz y triste por despedirnos de Ella…  como cuando cabizbajos despedíamos la semana tras la Virgen Trinitaria y buscábamos el Resucitado porque temíamos  irnos a casa abatidos por el peso insuperable del tempus fugit…  Y aquél que, el día más feliz de mi vida, trajo del Besamanos de nuestra Virgen la primera medalla de hermano de mi hijo, para que fuese colocada en la cuna del hospital esperando su nacimiento.

Hay cosas que no hacen falta decir. Se saben. Basta una mirada, un gesto o ni siquiera eso ¿pero para qué -si no- están las palabras? ¿Si no es para hacer versos con ellas, para decir te quiero, para vestirlas de gala, música, llenarlas de ilusión, esperanza, y si cabe recrearlas más sinceras, más auténticas?

La vida es así, pasa y nos olvidamos de contarla, de elogiar sus regalos, de narrarlos; y nunca sería suficiente hacerlo para hacer inmortal lo que se lleva el aire. Porque es empresa difícil pero triunfal, para que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos compartan esa herencia invisible e indeleble que forjan los sentimientos. Saber llorar. Como anhelan los callejones hacerlo al compás de la gloria, cuando el regazo de la noche enmarca la vuelta a casa de la Virgen de la Hiniesta.

Se acercará el adviento, la navidad, la epifanía como un torrente de sentimientos que desde las cimas nos llega cargado después de la temporada de lluvia, de los momentos de la magia. Y una nueva primavera nos espera. Nos está esperando en la lejanía del horizonte que ya alcanzamos a distinguir. Nos llegará juntos. Porque juntos, al fin y al cabo, vivimos casi todo. Desde aquella cruz de mayo del piso de Pio XII, juntos juramos las reglas en San Julián y en San Lorenzo, compartimos estación de penitencia con los Servitas. Casi todo. Salvo el sudor costalero bajo las trabajaderas del Cristo de Burgos, porque entonces fue tu hermano…

Por eso, sabrás que cuando el Cristo de la Buena Muerte salga a la calle el próximo año, esté junto a Él o junto a su Madre Bendita, faro de nuestras vidas; esté donde esté, estaremos juntos. Porque nada podrá separarnos, ni la distancia ni el tiempo, la distancia porque no existe y el tiempo porque es eterno. Estaré no junto al mejor de mis lectores… no; estaré, como te gusta llamarme, como nos gusta llamarnos… Siempre, junto a ti: hermano.

sumhis 

viernes, 5 de noviembre de 2010

¿Te acuerdas?

    ¿Te acuerdas de aquellas horas que buscaban éstas de hoy? De compartir juntos la pasión de la ciudad, anhelo, la primavera en la calle. ¿Te acuerdas? Ver venir al fondo de la calle la cruz de guía acercándose. Todo se acercaba a nosotros. Como siempre, certera saeta, percatándonos, percibiéndolo más. Más azul, no más intenso. ¿Te acuerdas cuando no me conocías y venías a la ciudad a buscar a Dios por las calles? Incluso cuando no tenías con quién. Sola desde la Puebla del Río preguntando por aquella calle para ver aquel paso… ¿Te acuerdas de la sonrisa al tocar con las manos el primer programa de bolsillo que conseguías en algún comercio para la próxima Semana Santa? ¿Te acuerdas de la primera vez que viste la cofradía azul y plata por las estrecheces del barrio de San Julián, de aquellos costaleritos que se metían bajo el manto de la Esperanza de Triana, de aquella niña enferma que le pedía salud a la Virgen de San Gonzalo, de aquella íntima oscuridad -cofre de solemnidad- en el Besapiés del Cristo de Santa Marta o -de ternura- del de los Estudiantes; del sonido de la campana del muñidor desde dentro del patio del Convento de la Paz esperando la entrada de la Sagrada Mortaja?

    Nada desaparece, nada. Aunque lo parezca demasiadas veces. Lo que se evapora va al aire, y el aire al cielo. Como brotan adelfas en aceras mil veces pisadas. “Todo pasa y todo queda” dijo el poeta.

    ¿Y te acuerdas de aquel Viernes Santo? Sí, habíamos dejado a Jesús Nazareno en la Puerta de Jerez buscando el puente, jorobadito que a duras penas podía con el peso de esa cruz, y se alejaba agotado en la noche más triste. Desde la pendiente de San Gregorio una última mirada atrás para verlo perderse haciéndose sustancia la melancolía. Nos volvimos, caminando hacia arriba de la calle buscando la Esperanza del nombre más breve. Bordeando la ribera de un río morado y alumbrado de cera, de nostalgia. Te iba contando la leyenda de aquella cruz de carey, de náufragos de otra época, de la Sevilla Puerta de Indias, de la vieja Triana. Disfrutabas el momento con la misma ternura que nace de Aquella Virgen que años después sería coronada en el Altozano, con la misma elegancia de esa cofradía que tanto quieres, esa que cruzó por primera vez el río, para arrimarnos belleza por un puente de barcas.

    Entonces, de lejos… vimos una pena encendida. Una cara, un entrecejo que como imán nos atraía a la delantera del paso. La acompañamos hasta el fin de aquella chicotá. Luego nos acercamos todo lo que pudimos. Dulce, redonda y distinta, era la letra que salía de su boca entreabierta. Instantes de dolor y gloria, como su propia advocación concentra. Cómo expresar en un rostro la triste y bella serenidad que nos invade cada noche de Viernes Santo. Sin palabras. ¿Te acuerdas? Pasó un siglo en segundos y luego, al tomarme del brazo, te escuché decir “es como la Hiniesta, pero más niña”. Expectación. Una voz serena y firme llamó a los costaleros y seguidamente sonó el llamador. La Virgen de La O volvió a caminar. Aparté la mirada y busqué tus ojos verdes, verdes de esperanza. Los encontré empapados de lágrimas.…

    Casualmente aquel mismo capataz llevaría también más tarde esa otra devoción de dolor y gloria. Esa que sólo se diferencian en la edad de la misma mujer que representan. Aquella Virgen que también hubo de renacer de sus propias cenizas, y habita al otro lado del mismo río. Él se llamaba Rafael Ariza. Maestro del martillo. Ahora está en la Sevilla del cielo como los grandes sevillanos cuyas inmortales almas nos acompañarán siempre, más reales, más auténticas, más visibles incluso, que toda la sensitiva imitación con la que nosotros adornamos el mundo...

sumhis

miércoles, 13 de octubre de 2010

Soledad de otoño

Llueve. Llueve sobre el mar y sobre la tierra. Sobre el mapa amarillo de otoño nuevo del valle y la campiña. Sobre las cosas y el ánimo. Sobre almanaque de horas que olvidaron la estación. Llueve como en la vieja canción de Serrat, llueve [1]. Sobre los alcores y la ribera del Betis. Sobre las aceras. Sobre Sevilla. Mojando cal y cristales, empujándonos la vida hacia el transparente arco de la melancolía. Cae fina la lluvia sobre la Plaza de Santa Isabel y los ladrillos tostados de la Capilla Servita, miramos al Convento y vuela el pájaro de la felicidad con banda sonora de coral lírica a otros días, a noche de via crucis de Enero con el Cristo de la Buena Muerte, y -cómo no- a la juventud de tardes al abrigo de esa fuente y casa hermandad, en la intimidad del corazón traspasado por siete puñales bajo la sombra mudéjar de la torre de San Marcos. Caen lágrimas del cielo mojando suelo y tejados, barnizando la memoria para dar más brillo a los sentimientos, si cabe…

Y en el interior del recoleto templo, memento mori, la Providencia de Dios al regazo de los Dolores de su Madre. Nos invade un sentimiento ancestral y silente de piedad, casi atávico. Siempre luto. Parece contagiarse el clima hoy de su sentir de siempre. Allí, el luto preside incluso el florecer del día de salir a la calle para dar testimonio de fe. Lo que en otras hermandades es fiesta, es allí lección medida de la pena. Un dolor calmo que parece sorprenderse al levantar la mirada hacia la profunda belleza de la Virgen de la Soledad. Belleza. En la honda expresividad de sus ojos, manos que palpitan, belleza surcada por regueros de dolor hecho lágrimas, hecho entrecejo de nácar, hoyuelo interrogante en la barbilla. Qué pregunta y nos responde. Clama consuelo y nos consuela.

Cuentan que el mismo otoño que Antonio Dubé de Luque modelaba la imagen, proclamaba el Papa Pablo VI su encíclica Christi Matri, donde precisamente la Madre de Dios centra el protagonismo de un texto que se dirige a Ella como súplica de paz: “Mira hacia abajo con la clemencia materna, la Santísima Virgen, a todos sus hijos”, dice el final de la plegaria. Una llamada a María que no pudo tener más fiel retrato que esta imagen de la Soledad que aquellos mismos días vio la luz a dos mil quinientos kilómetros de Roma. Baste sólo dirigir nuestra mirada a la suya. Paradojas de la inspiración o casualidad de la misma fe. Al siguiente otoño, en la nostálgica estación que tanto transmite su hermosura, ésta en la que tanto necesitamos de su amparo, fue bendecida la imagen. El veintiséis de noviembre de 1967 en el vecino Convento de Santa Isabel, el mejor sitio que se pudiese soñar, con la congregación por testigo, a los pies del crucificado de la Misericordia que esculpiese Juan de Mesa. Y ese mismo día pudo acariciarla por primera vez el aire ensimismado de Sevilla… por las calles que le son suyas desde entonces. Desde aquella hora que marcó el espíritu del reloj desaparecido de la torre de San Marcos, que no quiso faltar a la cita.

Al mirarla en el interior de la capilla no podemos evitar recordarla en la noche del Sábado Santo con su duelo desconsolado y solo, sin intuir la inminente resurrección de su Hijo. Sumida en el dolor bajo las estrellas. O verla venir por la misma tarde en las calles tempranas de la ida, rematando de estética y clasicismo el grave y elegante discurrir de la procesión… No la olvidaré llegar preciosa y apenada desde la esquina de San Quintín la última Semana Santa, donde nos sorprendió en entrañable conversación con una desconocida señora, la cual con dulce apasionamiento nos contaba orgullosa todos los secretos de su querida hermandad. Al llegar la Virgen bajo palio, se encendieron los ojos de aquella mujer y nos miró preguntándose a sí con sonrisa emotiva…  ¿y qué decir de Ella…? Poco después,  al ver venir al autor de la imagen, cerca del paso, no tuvo forma más bonita ni  atinada de presentarme a él… “Aquí tienes, un enamorado de tu Virgen de la Soledad” No sabían ambos –cumplido afán de juventud- que aquel enamorado fue también su nazareno en la soledad del otro extremo de su misma cofradía…

Y mirándola, a su vera, se hacen los recuerdos y el  presente notas de una misma sinfonía de otoño.  Pero, descubrir es contemplar: mirándola de cerca, bajo la espesura de sus pestañas, ahogándonos en la extrema belleza de sus ojos, en lo más profundo, alcanzamos con sorpresa un inadvertido, escondido, pero cierto, destello de primavera. Y uno se pregunta cómo tanta aflicción y desconsuelo, tanta grisura y tristeza, tanta soledad puede albergar ese reflejo, el brillo de la luz de la estación opuesta, aquella en que el compás de su casa se hace azahar. Delirio. Cómo tanto otoño esconde primavera.

Llueve. Llueve ahora sobre la parte más sensible y preciada del alma que se atrinchera en la fe. Y te pedimos a ti, Rosa enlutada de San Marcos, no nos abandone nunca esa luz. Qué gracias a ti rescatamos del olvido el porqué de aquellas palabras, que un día parecieran huecas, dejadas para la eternidad por el incansable viajero, peregrino de la paz [2]. Gracias a ti, Virgen mía de la Soledad, por hacerme entender porque “la fe -anhelo y vida-  es el contenido de una esperanza”.

sumhis


[1] Balada de otoño, Joan Manuel Serrat (1969)
[2]  Karol Józef Wojtyła, Juan Pablo II (1920-2005)

miércoles, 25 de agosto de 2010

Cuatro mañanitas

Era una mañana cobalto del inicio de noviembre. Ella entró en la iglesia cargada de peso e incertidumbres que le apresaban las entrañas y el alma. Se dirigió a la derecha, a la nave de la Epístola en aquella vieja parroquia. Allí andruque estaban sus referentes de la fe, cuando aún residían en San Román. Se arrodilló y les habló. Le costó, porque deseaba llorar; mas el nudo a desatar era tan enrevesado que no podía. Maldito fuese el día que se enamoró y se olvidó de la vida. De la verdad de la vida. Mal tabardillo le diese al veneno del azúcar y la pasión. Se acarició el vientre, ese ignoto adarve de misterio en que se había tornado desde que perdió el arate. Y le pidió salud a su Cristo moreno y, luego, compartiendo las Angustias de su madre la miró sin decirle ná, porque sobraban las palabras. Tras un larguísimo rato salió a la incógnita de la llovizna templada, por la calle del abismo, por la calle Butrón. Sin las ideas claras pero con una mijita de consuelo. 


Ojalá saliese todo bien, aunque no era bueno el pálpito… Fue a buscar a él para darle la buena nueva, lo que para ella –a pesar de todo- era buena nueva. Sus acais empapados perseguían complicidad en los suyos, pero aquellos eran otros de los que chanelaba, no era aquel mirar de canela, era singaló. Percibió que todo fue una quimera. “Pena negra, mal de amor”[1]. Él le pidió, le exigió –ironías del destino- que se “quitase” aquélla vida que ya albergaba dentro de sí. Ella no podía comprenderlo… intentaba descubrir el lado oscuro de aquel hombre que no entrevió hasta entonces, procuraba escudriñar con su limpia mirada de azabache, pero era inútil. Todo mentira. Qué ingenua, qué tonta… malas puñalás. Y ahí, ahí, justo ahí, se le aclararon las ideas -se encontró la diferencia, que diría la Fernanda[2]- , tanto que su piel parecía aún más oscura al contraste de su mente. Con la li de haber desatado la verdad, se volvió a tocar el vientre poniendo en las yemas de sus dedos todo el amor de laurel y rosas, todo el cariño de la enjundia que busca y que busca hasta bajo las piedras, que encuentra, que muere y mata… toda la ceguera de la fe. Y lloró. Sí. Lloró de vuelta a casa, en el autobús, recordando por soleá




“Hasta la fe del bautismo

la empeñé por tu querer,

ahora te vas y me dejas

que te castigue Undebé”[3]



Y pensando como contarle todo a sus padres le visitaron los tercios de aquel cante innombrable de la Niña de los Peines:






“Quisiera yo renegar

de este mundo por entero,

volver de nuevo a habitar

por ver si en un mundo nuevo

encontraba más verdad”.[4]




Y rezaba por saber defender el valor de la decisión, que sin camelo, sin el menor resquicio de toda duda tenía más que tomada…. Pero, su bato se lo puso muy fácil, ese niño nacería y no estaba sola para cuidar de él…. 



Pasaron los días y, poco a poco, sus cuitas y duquelas fueron desapareciendo. Una tarde recibió una llamada de teléfono, una señora a la que apenas conocía quería hablar con ella… Se citaron en un café del centro. Aquella dama de alta cuna, de comunión diaria, y de exquisitas formas, se presentó saludándola con un falso cariño que le hizo poner más celo y acán en escuchar su propuesta. Tras hablar con ademanes solemnes que fingían disculpa y acercamiento, le ofreció un sobre con dinero para que no naciese aquella criatura. Aquella que, estando en su vientre, ya amaba con toda su alma. Esa personita a la que tanto ya le había hablado… Atónita le escuchó sólo unas palabras más. La que pudo ser su suegra le indicó que en sus planes no albergaba que su hijo se casase con alguien que vendiese cá, que despachaba pescado por las mañanas y cafés por las tardes, aunque -eso sí- no tenía nada contra su raza… Se levantó, la paró en seco con un gesto de la mano y se fue… 

Era una cálida mañana de verano cuando la aurora temprana había regalado el lucero más reluciente de agosto en la cunita de un hospital. Una cunita que le esperaba con el cordón de la medalla de la hermandad de los Gitanos anudado entre sus hierros. Atando el dulce hechizo de clavo para siempre. Derrota de sol sobre el mal fario. Todo el embrujo de los cielos límpidos de la canícula, de amaneceres de estío y duende de oro en los rayos que le invaden. Llegó con salud, después de muchas angustias. Cascabel de bronce. ¡Pero, quién dijo que su vida se había arruinado, si era el don más baré que Undebé ofreciera! Y cómo podía haber gente que osara matar, qué egoísta maldad o que pesares más desquiciados de atrona chalaúra podría incitar a renunciar al mayor de los tesoros, -como podía haber gente tan perdida y gente tan hipócrita- malditos fuesen los dogmas falsos y los convencionalismos traidores. Jamás entendió como había quien consideraba progresista inventarse un derecho de la mujer para –decidir- acabar con un indefenso ser creado por ella misma ni, menos aún, quien condenando la práctica la practicaba en secreto. Alabado Dios y la fe sencilla de los humildes. En esa intimidad estaba, mirando los ojos entreabiertos de su cielo, cuando aquella señora llegó rompiendo la cana. Al aparecer le hizo levantar la vista, quiso besarlo y lo apartó, apartó aquel cuerpo de rosa de aquellos labios sucios de carmín caro. Sin querer. Traía un sobre de regalo. Y sin siquiera abrirlo lo rechazó. La miró a los ojos y le espetó de pronto: “¿va ahí el mismo dinero con que quisiste matarlo”. Aquella señora huyó despavorida y nunca más vio a su nieto. Pero la madre se quedó arrepentida, muy arrepentida; a pesar de todo, de aquellas palabras que de sus adentros más hondos salieron. Días más tarde pedía perdón al Señor. El mismo día que fue a San Román para hacer hermano a su hijo en la lista de la G, de la G de la gloria…

Mañanita de diciembre. Años más tarde –cosita mala-; ahora que lo ha logrado no, ahora que su hijo se ha criado con su esfuerzo sin desmayo, de antes y ahora… ¡ahora no! No puede malograrse el camino que ella le allanó a base de sacrificios desde los años de su desapercibida juventud. Estaba en una fría consulta y cuando escuchó al médico, le respondió “¡que espere sentá la parca!” Y toda la fuerza telúrica de las entrañas del yo auténtico respondió que no. Salieron al frío entre el olor de alhucema y el adviento pululante de la mañana, expectación de portal, que la navidad por nacer ofrecía. Nueva visita al encuentro de su Angustias para pedir salud, salud y fuerza para superar operación, radioterapia, quimioterapia, etc, Salud para ella, pero salud para que le permitiese cuidar aquella vida, que por albergar en su vientre, sin pedirlo, siempre defendió más que la suya propia…

Es la mañana del Viernes Santo, la mañana de las mañanas. Meses ha. Un pueblo, no una raza, se hace cofradía, a compás… Sentada en una silla, convaleciente, pero radiante. Dios le ha dado una nueva oportunidad. Los pronósticos son muy optimistas. Mas no debe estar allí, aún está muy delicada… ¡Y quien se va a perder ese momento! Tanto que agradecer. Cuando llega su hijo, vestido de blanco y terciopelo morado, hecho un pincel de dieciocho años y tan cerca ya de la Virgen morena que despunta el alba, Azucena morena coronada, ella ya ha disfrutado gloria del discurrir de su cofradía. Cibando con sus ojos desde el solemne llegar de la dorada cruz de guía, hasta los cirios rojos; desde el guión del sacramento hasta los ciriales que anuncian al moreno, mientras su honda música de guitarra escondida y cornetas vistas se deja percibir en la breve distancia de los sentimientos. Rozando las puntas asimétricas de la mañana. Y luego Él acariciando la cruz, oscilando su túnica con el mismo arte del capote bohemio de Morante. Oscilando la grandeza de la niebla de la vida en la mañana del día que sucede madrugadas violetas. Y ella, mirándole firme y torcida, le pide que siga ayudándola para verle el próximo año, para que su retoño pueda empezar la carrera de Derecho -cumpliendo su sueño-, fuerzas para seguir criándolo igual de bien y para que él no se despiste y saque tan buenas notas como siempre. Porque sí Él le da fuerzas, de todo lo demás, como siempre, se ocupará ella. Por ma cuando llega su hijo tan cerquita de las Angustias, le besa sabiendo que es él el orgullo de su victoria y la victoria de su vida. La victoria de la fe. Sencilla como la verdad. Como el agua, como el agua clara[5] que se refleja en las lágrimas de la triste violeta apenada, la que viene pero nunca pasa. [6]

Y así raya el día la cofradía flamenca. Y así, mañanita a mañanita se escribe la historia. Y se seguirá escribiendo. Ella se llama Carmen, no le importará que la nombre, ni siquiera que ponga sus apellidos, y hasta su DNI, pero tampoco que no lo haga, qué más da. Si nunca hizo nada buscando premio, protagonismo, alabanza… Qué más da. Es lo de menos, aunque esta absurda sociedad no lo entienda.

Y así, tan despacio y ligero como pasa el tiempo junto a la Virgen de las Angustias, pasa la cadencia de la vida. Con sacrificios y, a veces, logros. Con suavidad y el pellizco del cimbrear de varales al son de una zambra melancólica. Con la elegancia y naturalidad que da la verdad. Duro es superar los obstáculos del camino, no tirar por atajos de conveniencia. Dulce la gloria de no volver la espalda a la conciencia. 

Sencilla es la fe, la fe verdadera. 


sumhis


[1] Fragmento de la canción “Trece Planetas” de El Último de la fila
[2] Referencia a la letra de un célebre cante de ”Fernanda de Utrera”
[3] Letra de una soleá que hizo famosa Pastora Pavón “La Niña de los Peines”
[4] Petenera, cante que, según tradición gitana, da mal fario
[5] Letra de los tangos homónimos que cantaba José Monge “Camarón de la Isla”
[6] Cita del Pregón de Antonio Rodríguez Buzón de 1956.

viernes, 4 de junio de 2010

Mi Cristo dormido

Miras dentro de Ti, donde está el reino
de Dios; dentro de Ti, donde alborea
el sol eterno de las almas vivas.
MIGUEL DE UNAMUNO


Diríase paz invicta reposa en tu frente,
Al espíritu izado, cuerpo por desclavar,
Corazón desbordado, una muerte por soñar
Amando, soñando amar, por siempre y de repente.

Diríase de bronce tu desnudez serena,
Tu faz reclinándose al costado de la llaga,
Candor que vivifica y la expresión no la apaga,
Donde clavar los ojos María Magdalena.

Hacia dónde está viajando tu ánima sin lazos,
Pájaro de luna de pascua que aún no brilla,
Si tu cuerpo en la cruz aún pende de tus brazos

Sueña perfiles, tu silueta, cal de Sevilla
Y sangrantes los claveles cuajados de marzo
Con alcanzar la gloria de besar tus rodillas.


sumhis

lunes, 31 de mayo de 2010

In veritatis lumine

¿Cuánto daría la vida por demostrarte a ti su belleza, su propia belleza, por salvarte a ti, de ti mismo; porque comprendieras la profunda realidad de las cosas, del nombre exacto de las cosas[1]? De la amargura y la serenidad, de la calma y la emoción, del todo que está en la nada, de la victoria de las derrotas, de la amplitud de las angostas esquinas, de la verdad. ¿Cuánto daría la vida?


Venías derrotado, por el acueducto interno desde el cerrojo del alma, apareciste con cara de un tango cruel, de una canción desabrida, de no saber lo peor… de no saber porqué, solo, solo con tus miedos, y te olvidaste de todo.

Viste los detalles, aquellos detalles que tanto hablaban…porque sin saberlo, así de sencilla es la vida, aunque un yo maldito se oponga a ello. Ay de ti, ay de la vida.

No la toques más, que así es, qué diría el más grande de los poetas[2].

Venías desde el bullicio del Duque, desembocaste en la Plaza y viste la puerta abierta. Entraste, te sentaste, cerraste los ojos. Y, al cabo de poco, pudiste oler hasta el aroma de las flores silvestres que a sus pies dormían. Sentiste. Las pequeñas cosas, en donde radica la verdadera felicidad. La perfecta colocación de todo lo que rodea lo principal. Dios arriba expirando, el Sagrario de plata abajo, y Ella en medio. Escoltándoles los cuatro evangelistas del genio de Ruiz Gijón. Hacia el evangelio, aquellas pequeñas efigies de Santa Ana enseñando a leer a la Virgen María. Atrás, un rayo de luz que daba la justa medida de lo cierto. Y todo lo que había allí afuera y en tu corazón se fue desvaneciendo mirando al altar. Mirando la cara de aquel Cristo que se retuerce agonizando sin ver las estrellas que sólo le esperan la noche del Lunes Santo. Y en la profundidad de esos ojos maternos que tanto quieres. En el contraste de su hondo dolor y su grande calma. En la verdad de sus aguas. Vestida de blanco estaba. Todas las respuestas las hallaste, en la oceánica trascendencia de sus aguas. En su dolor por su Hijo, en su Hijo que moría por la humanidad, en el vacío de nuestros egoísmos, en su verdad. En su mirar al cielo renunciando a todo, a todo, por nuestra propia felicidad. Por esa felicidad sencilla, como sus aguas, que tanto despreciamos olvidando donde reside.

Y entonces, la miraste, y no pediste nada tuyo, pediste por los que vistes mientras caminabas a Ella… aquellos que buscan un trabajo para sacar adelante sus familias, aquellos que lejos de su gente intentan forjar un futuro, aquellos que piden a la medicina les salve de una muerte marcada en la agenda, aquellos que sin tener enfermedad alguna la buscan y la buscan hasta encontrarla en su mente, aquellos que queman el tiempo pensando en las tragedias por venir, aquellos que no se reponen de los golpes certeros y seguros de la vida por el absurdo pudor de no amarse a sí mismo, aquellos sujetos a una costumbre adquirida inconscientemente y que les mata, aquellos que no saben mirar al prójimo, aquellos que nunca entrarán en tu iglesia, aquellos cuyos cuerpos reposan machacados entre los escombros de algún terremoto o atentado, aquellos que lo recuerdan sin luz cada segundo de sus minutos, cada minuto de sus horas, aquellos que en la recta final de su vida están abandonados por aquellos mismos a los que dieron la vida, aquellos que teniéndolo todo no tienen nada. Aquellos que no sabemos vivir. 

Y la recordaste volver rodeada de toda esa gente por la oscuridad de Alfonso XII, perfumando de gracia, acariciando balcones, corazones, mirando hermosa el cielo del Lunes Santo. Azul de su manto. Belleza de los profundos ojos que ven, mirando al cielo, todas las pequeñas cosas de nuestro suelo. Y entendí porqué aquel mensaje: Omnes setientes venite ad aquas. A sus Aguas.

¿Cuánto daría Ella porque no te olvidaras del mensaje de aquella calurosa tarde de Pascua?

¿Cuánto daría Ella porque nunca lo olvidaras?


sumhis

[1] Juan Ramón Jiménez
[2] Juan Ramón Jiménez

lunes, 17 de mayo de 2010

Lo que sólo contó la madera

Habían pasado dos noches desde que Jesús había muerto. No era aún de día y amaneció serena. Atrás quedaron agónicos despertares de amargura, viajes recientes al ecuador del dolor de lo vivido junto al Hijo.
En otro lado, aún dormían aquellos que acompañaran al Maestro, y el discípulo amado que estuvo junto a Ella por el duro caminar de la Vía Dolorosa.
Sin embargo, ya a esa hora, otra María, la Magdalena, había salido de casa hacia el sepulcro.
La Madre miraba, veía, el infinito con sus bellos ojos de aurora. Se preguntaba a sí misma como había olvidado sus palabras. No le había entendido. Paradójicamente, la de Magdala no comprendía lo contrario, el porqué la Madre, ya despierta, no quería velar el cadáver de su Hijo, por qué no habría querido ir con ella y las otras mujeres a perfumar su bendito cuerpo.
Solía despertar sobresaltada de las pesadillas que le aterraban en la negra pasión de la madrugada. Afligida no dejaba de recorrer la larga vía del dolor –una y otra vez- cada vez que unía los párpados. Un puñal de oro le atravesaba de oro el corazón. Confiaba en Él, en su palabra, pero a veces la pena era más fuerte: “No me llaméis Noemí, llamadme Mara”[1]. Y se hacía un silencio virgen, sufrido pero esperanzado, desabrido pero expectante, un silencio puro, silencio blanco.
Al llegar a oscuras María Magdalena al sepulcro, echó en falta la piedra que tapaba la entrada. Luego vio dos ángeles y la sábana ensangrentada que descansaba sobre la piedra fría. Agitada se volvió hacia las otras y temblando escuchó aquellas palabras: “No os asustéis. Estáis buscando a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí”[2]. Y, entonces, salió llorando y Él se le apareció.
Corrió hacia la casa donde estaba Pedro y el discípulo que pocos días atrás intentó, sin conseguirlo, consolar a la Madre por la calle del profundo nombre, la Amargura; el más joven, el discípulo amado. Pero no le creyeron.
Entretanto aquellos ángeles, vestidos de blanco, que habían estado esperando en el sepulcro ya no estaban allí… habían recibido un último recado.
María Magdalena fue a ver a la Madre del Maestro, con el ansia de la buena nueva… y al llegar la encontró. Cinco lágrimas recorrían su bello rostro, rejuvenecido, lleno de gracia, expectante como hubo de estar aquel día que fue anunciada. La cara más bonita que jamás pisara la tierra. Frontera del cielo. Dolor insinuando sonrisa. Le miró a los ojos, y la entendió… le sabía vivo. No era tristeza lo que hacía brotar aquellas lágrimas. Comprendía, ahora, la Esperanza de la mirada cuando antes le había dicho que no, que no quería ir, que no quería acompañarla a aquel sitio donde había reposado el cuerpo de su Hijo. Lo entendió. Ella sabía que allí no estaba… Porque Ella ya le había visto.
Acababa de amanecer, hacía frío y sin decirle nada, tomó un manto verde que había junto a la entrada de luz de la ventana y la arropó. Esa tela bordada asemejaba la red de pescar de alguno de los apóstoles.
“No sale tan hermoso el lucero de la mañana —dijo, siglos después, fray Luis de Granada—, como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina”. Y, por eso mismo, Juan Pablo II afirmó que aunque no lo mencionasen los cuatro evangelios Jesús se le apareció también a Ella, seguramente antes que a nadie.
Y, por ello, aquellos ángeles que abandonaron el sepulcro tras la llegada de las mujeres eran los mismos que habían ido a copiar a la Madre y que trajeran su imagen a la tierra, como dijese el pregonero[3] –para dejarla en Sevilla-, como el último de los evangelios, postrer y vivo, que de la Pasión y la Pascua se había hecho madera para la humanidad.
Así fue como la Calle de la Amargura se hizo la Calle Ancha.
En dos largas, profundas, noches la Madre del Señor había cruzado de un extremo al otro la Calle Feria.

sumhis


[1] Rt 1, 20
[2][2] Mc 28, 5
[3] Antonio Rodríguez Buzón, Pregonero de la Semana Santa de Sevilla de 1956.

domingo, 18 de abril de 2010

Allí donde empieza y acaba el año

Como el mar. Al cabo de todo lo vivido, en la contraportada de las emociones, queda un paisaje, el espíritu fotoimpreso como una visión objetiva del mar. Y lírica. Sólo mar. La mente en blanco y el alma color de mar. Aroma de sal, lágrimas secas. Estelas doradas de Klimt, puntillista melancolía, resaca dulce de una mañana leyendo a Carpentier o Salgari, imaginando… o despertar de mayo en la cama de alguna playa con brisa que no levanta arena, a desnudo resguardo. Escuchando las olas tendido y entreabriendo los párpados al sol para ver tantos reflejos sobre el tapiz marino.
Así se muestra el ánima vencida por la gloria que ya es recuerdo. Una vez más todo vuelve a ser recuerdo y se muestran en locura de cuadros superpuestos, que de lejos simulan un lienzo de mar acorde, donde los azules son destellos y las olas estelas. Vivencias volviéndose melancolía. Las que más brillan son las últimas, pero junto a ellas encontramos aquellas imborrables que nacieron otras semanas santas de una misma vida. De un mismo cuadro. Pronto se irán apagando unas, otras atenuarán su resplandor y otras permanecerán intactas para siempre. En un todo inacabado, de presente y pasado vivo, de futuro cierto… Una obra inconclusa de mil matices en la que hay que acercarse mucho para notar las pinceladas, tanto que supone adorarlas, glorificar los detalles.
Y sobre todos ellos uno. Era muy tarde ya, y volvías a casa… Te recordaba hermosa, pero no tanto… Te soñaba tan bonita que, ingenuo de mí, olvidé la infinita realidad de tu belleza. Venías por calle Lira y ni en las oníricas esquinas de mis noches te contemplé más guapa. Absorto. Cera derretida, claveles abiertos, una mecida dulce… Nada. Sólo tu cara. No hallo manera de describirte. Quise grabarte en mi memoria y creí no poder. Ingenuo, ahora que todo acabó te veo sólo a ti, y a ti sola te distingo desde lejos sobre el mar. Así me di cuenta de que era ese el punto cero de un nuevo año, es allí donde acaba la ilusión y empieza. Quién sería capaz de pintarte. No bastaría la perfección de Miguel Ángel para lograr la luz mágica de tu mirada, no sería suficiente una mirada misteriosa de Vermeer, pues faltaría esa luz, ni la luz del pincel de Velázquez porque echaríamos dulzura en falta, ni acaso Botticelli ya que adoleceríamos de color, tampoco valdríanos el cromatismo de Derain, pues faltaría azul, ni el azul de Picasso o de Matisse; careceríamos, entonces, de gracia, ni con la gracia de Rafael o de Murillo bastaría… Faltaría siempre pasión, vida, alma, trascendencia… Quién pudiera pintarte. Quién pudiera pintar la cara de la Virgen de la Hiniesta cuando por los callejones vuelve a casa. Volvía llorando, como dijo aquel nazarenito de solo tres años, porque su Hijo está dormido y no despierta… Pero sí, sí despertará, como ahí, justo ahí, despierta el año…
Llegas, te acogemos. Te rezamos. Recordamos a los que fueron. Permaneces entre nosotros y, poco a poco, te vamos dejando sola. En la intimidad azul y plata. Amaneces. Al margen del bullicio, que se trasladará a otras calles. Y nos iremos olvidando de esa tarde primera en que la nueva estación llegó a los corazones empapados de ansia y espera. Te volvemos a ver en los oficios. Las horas graves. Con la candelería encendida nuevamente. Y llega la Pascua, desconcertante nostalgia y gloria. Y sigue siendo primavera cuando vuelves a tu altar de todo el año, para que nos arrodillemos ante ti. Y luego el Corpus, donde de reojos despides y recibes a la Gloriosa. El verano, tardes de calor y soledad, en la que visitarte es bendición íntima y blanca, escape de trastornos, hastíos, ausencias. Otoño nuevo, gestación de primavera. Y te vistes de negro para recordar a aquellos que te ven de cerca y hablan contigo. A ellos a quienes hablamos cada vez que estamos a solas. Más tarde, de celeste, Inmaculada y adviento; pasamos a felicitarte un día de navidad por el fruto bendito de tu vientre, y pronto te veremos de cuaresma anticipada vestida de hebrea o junto a tu Hijo en el altar de Quinario, esperando a que bajes para besarte la mano de reina. Septenario, emoción de vísperas contando las horas para verte sobre tu paso. Y poco después, ascendemos a la cima, descendemos a la desembocadura, al verte ante el presbiterio en la puesta de flores, adornada e impaciente por asomarte a la puerta. Mañana de Ramos, tarde de fiesta, luz en la calle, sublime Estrella, azahar al centro, primavera, Campana, Casa Grande, atardecer malva, azul hiniesta, y a los pies de la Giralda, de vuelta, camino de San Julián, aurora nueva.

Y así vas llegando, Torre de David, quién lo diría, tan nuestra… Por calle Lira. A casa. Puerta del Cielo. A ese momento, estela de plata del libro de la ilusión y la gracia… de la divina gracia. A ese instante en que el resto de las horas envidian el cobijo de la misma luna. A ese donde no sé si los sueños son o no sólo sueños. A ese eterno momento, Causa de Nuestra Alegría, donde yo no sé si acaba o empieza el año.

sumhis

viernes, 12 de marzo de 2010

Eterno es volver

Recuerdo los azulejos que, a modo de arriate, ceñían las raíces de los altos árboles que luego crecían –crecen- para que sus ramas tejaran la plaza cuales bóvedas de templo. Un viejo pavimento distinto, pasillo de la ilusión. Faltaba el monumento del escultor cordobés y nunca la nostalgia romántica que fluye desde el veintiocho de Conde de Barajas, ni el olor a rojos claveles del trasiego de los viernes que siempre arribaba a la misma esquina. El vértice cerrado de la Plaza, el divino rincón a los pies del Señor. Llegábamos a ella con impaciencia de verle pisar sus divinas andas, tregua en el Martes Santo para soñar con madrugadas. Y, cómo no, recuerdo a mis padres en un velador esperándonos.
Nos encontrábamos con viejos amigos, media familia… y de lejos, ver llegar a mi hermano con la mochila en la mano, y dentro de ella el costal, la faja, las zapatillas de esparto. Hacía poco que el barco de San Lorenzo había perfumado de incienso la plaza y la del Dulcísimo Nombre debía ir por la carrera oficial. Comenzaban a igualar y, dentro de la casa de hermandad, jugábamos con los palermos y las canastillas de diputado, quién sería el mejor en golpearlas secamente para indicar al ficticio tramo la orden de subir o bajar los cirios. Afuera, tertulias de antiguos costaleros, recuerdos de estaciones pasadas, vivencias de los tres días de semana que ya llevábamos, intercambio de momentos, sensaciones, anhelos… Por fin, los costaleros se metían bajo el paso, los demás nos sentábamos por la basílica y se escuchaba el martillo de Ariza y su voz, haciéndose el silencio en la nave circular. Luego, el paso se acercaba a la rampa que bajaba del altar para esperar a quien todo lo puede. Escalofrío, cuando empezaba a moverse. Se inclinaba cautivo con sus dos manos atadas y el izquierdo por delante. Cuando, por fin, estaba en su paso, el Hermano Mayor comenzaba una oración que los demás continuábamos. Una extraña mezcla de calma e impaciencia nos recorría el espíritu cuando ya veíamos al Lirio morao sobre la nave en la que atravesaría el océano de la madrugada del alma. Paz.
Tras rezarle a la Virgen durante el retranqueo de su paso, todo concluía con los dos en paralelo. Y en paralelo iba la inquietud y el sosiego por los entresijos de los sentimientos. Una última mirada al Varón de Dolores, al Cautivo de la inacabable mansedumbre… y salíamos a tomar algo esperando el regreso de la Gracia de Sevilla bajo palio. Culminaba lo que para nosotros era una hermosa vivencia, no por repetida menos emocionante, una cita tradicional, un momento efímero y eterno, en la creencia de que siempre sería así, en la no advertencia de lo que todo cambia. Nada más lejos de la realidad. Nada vuelve del mismo modo. Así de huidiza es la felicidad, y lo ignoramos al tenerla, lo olvidamos al vivirla. Cuán difícil saborearla en la ingenua prisa de la juventud.
Más tarde, altas horas en San Lorenzo, venía perfumando precisamente la esquina de Jesús del Gran Poder la Virgen del Dulce Nombre. Las bellas paradojas del tesoro sentimental de nuestra Semana Santa. El vaho de cera encendida rasgado por el brillo de la negrura de sus pestañas, el aroma fresco de rosas claveles recamando el resplandor rosáceo de su saya, la belleza sólo al nombrarla, sólo con recordarla. Y las notas de la marcha de Luis Lerate acariciando los balcones de Conde de Barajas, Salve Regina. La romántica melodía que, allá por 1955, inspirara Ella y que sólo podía llamarse como Ella. Mater Misericordiae. Vita Dulcedo. Dulzura en la nostalgia, en el dolor del recuerdo… de los que no están ya.
Ya hace años que está Antonio en el cielo, después otros, ahora mi padre, de los que están no todos pueden ir, y los que pueden pocos están… ¿Quienes de los de entonces? Por eso, al escuchar esa marcha no sé si la dulzura se vuelve amarga, o si la amargura –de la ausencia- se hace dulce, se hace bella.
Y se hace eterna. Sí, se hace eterna. Eterna porque recreada por la primavera transciende la penumbra que hace puente azul hacia la gloria, como crisol errante de la luna. Porque brotando, nuevamente, ahorca el dolor y la tristeza cuando ya no necesitamos de palabras. Y es eternidad, porque Ella seguirá volviendo por la vera del Señor a ese único destino que es orilla de la melancolía y, aunque no estemos, nuevas vidas se asombrarán de igual manera, que entonces nosotros, con los momentos sagrados de nuestro misterio.
Volveré a buscarte a ti, Rosa del barrio de San Lorenzo, en el regreso. Volveré a soñar con la luna traspasada de Martes Santo en la alta noche, y lo haré soñando con los que faltan. No hay rosa sin espinas. Salve… ad te clamamus, ad te suspiramus. Nada es más alivio que tu Dulcísimo Nombre. Las gaviotas siempre vuelven a la costa.


sumhis