miércoles, 13 de octubre de 2010

Soledad de otoño

Llueve. Llueve sobre el mar y sobre la tierra. Sobre el mapa amarillo de otoño nuevo del valle y la campiña. Sobre las cosas y el ánimo. Sobre almanaque de horas que olvidaron la estación. Llueve como en la vieja canción de Serrat, llueve [1]. Sobre los alcores y la ribera del Betis. Sobre las aceras. Sobre Sevilla. Mojando cal y cristales, empujándonos la vida hacia el transparente arco de la melancolía. Cae fina la lluvia sobre la Plaza de Santa Isabel y los ladrillos tostados de la Capilla Servita, miramos al Convento y vuela el pájaro de la felicidad con banda sonora de coral lírica a otros días, a noche de via crucis de Enero con el Cristo de la Buena Muerte, y -cómo no- a la juventud de tardes al abrigo de esa fuente y casa hermandad, en la intimidad del corazón traspasado por siete puñales bajo la sombra mudéjar de la torre de San Marcos. Caen lágrimas del cielo mojando suelo y tejados, barnizando la memoria para dar más brillo a los sentimientos, si cabe…

Y en el interior del recoleto templo, memento mori, la Providencia de Dios al regazo de los Dolores de su Madre. Nos invade un sentimiento ancestral y silente de piedad, casi atávico. Siempre luto. Parece contagiarse el clima hoy de su sentir de siempre. Allí, el luto preside incluso el florecer del día de salir a la calle para dar testimonio de fe. Lo que en otras hermandades es fiesta, es allí lección medida de la pena. Un dolor calmo que parece sorprenderse al levantar la mirada hacia la profunda belleza de la Virgen de la Soledad. Belleza. En la honda expresividad de sus ojos, manos que palpitan, belleza surcada por regueros de dolor hecho lágrimas, hecho entrecejo de nácar, hoyuelo interrogante en la barbilla. Qué pregunta y nos responde. Clama consuelo y nos consuela.

Cuentan que el mismo otoño que Antonio Dubé de Luque modelaba la imagen, proclamaba el Papa Pablo VI su encíclica Christi Matri, donde precisamente la Madre de Dios centra el protagonismo de un texto que se dirige a Ella como súplica de paz: “Mira hacia abajo con la clemencia materna, la Santísima Virgen, a todos sus hijos”, dice el final de la plegaria. Una llamada a María que no pudo tener más fiel retrato que esta imagen de la Soledad que aquellos mismos días vio la luz a dos mil quinientos kilómetros de Roma. Baste sólo dirigir nuestra mirada a la suya. Paradojas de la inspiración o casualidad de la misma fe. Al siguiente otoño, en la nostálgica estación que tanto transmite su hermosura, ésta en la que tanto necesitamos de su amparo, fue bendecida la imagen. El veintiséis de noviembre de 1967 en el vecino Convento de Santa Isabel, el mejor sitio que se pudiese soñar, con la congregación por testigo, a los pies del crucificado de la Misericordia que esculpiese Juan de Mesa. Y ese mismo día pudo acariciarla por primera vez el aire ensimismado de Sevilla… por las calles que le son suyas desde entonces. Desde aquella hora que marcó el espíritu del reloj desaparecido de la torre de San Marcos, que no quiso faltar a la cita.

Al mirarla en el interior de la capilla no podemos evitar recordarla en la noche del Sábado Santo con su duelo desconsolado y solo, sin intuir la inminente resurrección de su Hijo. Sumida en el dolor bajo las estrellas. O verla venir por la misma tarde en las calles tempranas de la ida, rematando de estética y clasicismo el grave y elegante discurrir de la procesión… No la olvidaré llegar preciosa y apenada desde la esquina de San Quintín la última Semana Santa, donde nos sorprendió en entrañable conversación con una desconocida señora, la cual con dulce apasionamiento nos contaba orgullosa todos los secretos de su querida hermandad. Al llegar la Virgen bajo palio, se encendieron los ojos de aquella mujer y nos miró preguntándose a sí con sonrisa emotiva…  ¿y qué decir de Ella…? Poco después,  al ver venir al autor de la imagen, cerca del paso, no tuvo forma más bonita ni  atinada de presentarme a él… “Aquí tienes, un enamorado de tu Virgen de la Soledad” No sabían ambos –cumplido afán de juventud- que aquel enamorado fue también su nazareno en la soledad del otro extremo de su misma cofradía…

Y mirándola, a su vera, se hacen los recuerdos y el  presente notas de una misma sinfonía de otoño.  Pero, descubrir es contemplar: mirándola de cerca, bajo la espesura de sus pestañas, ahogándonos en la extrema belleza de sus ojos, en lo más profundo, alcanzamos con sorpresa un inadvertido, escondido, pero cierto, destello de primavera. Y uno se pregunta cómo tanta aflicción y desconsuelo, tanta grisura y tristeza, tanta soledad puede albergar ese reflejo, el brillo de la luz de la estación opuesta, aquella en que el compás de su casa se hace azahar. Delirio. Cómo tanto otoño esconde primavera.

Llueve. Llueve ahora sobre la parte más sensible y preciada del alma que se atrinchera en la fe. Y te pedimos a ti, Rosa enlutada de San Marcos, no nos abandone nunca esa luz. Qué gracias a ti rescatamos del olvido el porqué de aquellas palabras, que un día parecieran huecas, dejadas para la eternidad por el incansable viajero, peregrino de la paz [2]. Gracias a ti, Virgen mía de la Soledad, por hacerme entender porque “la fe -anhelo y vida-  es el contenido de una esperanza”.

sumhis


[1] Balada de otoño, Joan Manuel Serrat (1969)
[2]  Karol Józef Wojtyła, Juan Pablo II (1920-2005)