viernes, 12 de marzo de 2010

Eterno es volver

Recuerdo los azulejos que, a modo de arriate, ceñían las raíces de los altos árboles que luego crecían –crecen- para que sus ramas tejaran la plaza cuales bóvedas de templo. Un viejo pavimento distinto, pasillo de la ilusión. Faltaba el monumento del escultor cordobés y nunca la nostalgia romántica que fluye desde el veintiocho de Conde de Barajas, ni el olor a rojos claveles del trasiego de los viernes que siempre arribaba a la misma esquina. El vértice cerrado de la Plaza, el divino rincón a los pies del Señor. Llegábamos a ella con impaciencia de verle pisar sus divinas andas, tregua en el Martes Santo para soñar con madrugadas. Y, cómo no, recuerdo a mis padres en un velador esperándonos.
Nos encontrábamos con viejos amigos, media familia… y de lejos, ver llegar a mi hermano con la mochila en la mano, y dentro de ella el costal, la faja, las zapatillas de esparto. Hacía poco que el barco de San Lorenzo había perfumado de incienso la plaza y la del Dulcísimo Nombre debía ir por la carrera oficial. Comenzaban a igualar y, dentro de la casa de hermandad, jugábamos con los palermos y las canastillas de diputado, quién sería el mejor en golpearlas secamente para indicar al ficticio tramo la orden de subir o bajar los cirios. Afuera, tertulias de antiguos costaleros, recuerdos de estaciones pasadas, vivencias de los tres días de semana que ya llevábamos, intercambio de momentos, sensaciones, anhelos… Por fin, los costaleros se metían bajo el paso, los demás nos sentábamos por la basílica y se escuchaba el martillo de Ariza y su voz, haciéndose el silencio en la nave circular. Luego, el paso se acercaba a la rampa que bajaba del altar para esperar a quien todo lo puede. Escalofrío, cuando empezaba a moverse. Se inclinaba cautivo con sus dos manos atadas y el izquierdo por delante. Cuando, por fin, estaba en su paso, el Hermano Mayor comenzaba una oración que los demás continuábamos. Una extraña mezcla de calma e impaciencia nos recorría el espíritu cuando ya veíamos al Lirio morao sobre la nave en la que atravesaría el océano de la madrugada del alma. Paz.
Tras rezarle a la Virgen durante el retranqueo de su paso, todo concluía con los dos en paralelo. Y en paralelo iba la inquietud y el sosiego por los entresijos de los sentimientos. Una última mirada al Varón de Dolores, al Cautivo de la inacabable mansedumbre… y salíamos a tomar algo esperando el regreso de la Gracia de Sevilla bajo palio. Culminaba lo que para nosotros era una hermosa vivencia, no por repetida menos emocionante, una cita tradicional, un momento efímero y eterno, en la creencia de que siempre sería así, en la no advertencia de lo que todo cambia. Nada más lejos de la realidad. Nada vuelve del mismo modo. Así de huidiza es la felicidad, y lo ignoramos al tenerla, lo olvidamos al vivirla. Cuán difícil saborearla en la ingenua prisa de la juventud.
Más tarde, altas horas en San Lorenzo, venía perfumando precisamente la esquina de Jesús del Gran Poder la Virgen del Dulce Nombre. Las bellas paradojas del tesoro sentimental de nuestra Semana Santa. El vaho de cera encendida rasgado por el brillo de la negrura de sus pestañas, el aroma fresco de rosas claveles recamando el resplandor rosáceo de su saya, la belleza sólo al nombrarla, sólo con recordarla. Y las notas de la marcha de Luis Lerate acariciando los balcones de Conde de Barajas, Salve Regina. La romántica melodía que, allá por 1955, inspirara Ella y que sólo podía llamarse como Ella. Mater Misericordiae. Vita Dulcedo. Dulzura en la nostalgia, en el dolor del recuerdo… de los que no están ya.
Ya hace años que está Antonio en el cielo, después otros, ahora mi padre, de los que están no todos pueden ir, y los que pueden pocos están… ¿Quienes de los de entonces? Por eso, al escuchar esa marcha no sé si la dulzura se vuelve amarga, o si la amargura –de la ausencia- se hace dulce, se hace bella.
Y se hace eterna. Sí, se hace eterna. Eterna porque recreada por la primavera transciende la penumbra que hace puente azul hacia la gloria, como crisol errante de la luna. Porque brotando, nuevamente, ahorca el dolor y la tristeza cuando ya no necesitamos de palabras. Y es eternidad, porque Ella seguirá volviendo por la vera del Señor a ese único destino que es orilla de la melancolía y, aunque no estemos, nuevas vidas se asombrarán de igual manera, que entonces nosotros, con los momentos sagrados de nuestro misterio.
Volveré a buscarte a ti, Rosa del barrio de San Lorenzo, en el regreso. Volveré a soñar con la luna traspasada de Martes Santo en la alta noche, y lo haré soñando con los que faltan. No hay rosa sin espinas. Salve… ad te clamamus, ad te suspiramus. Nada es más alivio que tu Dulcísimo Nombre. Las gaviotas siempre vuelven a la costa.


sumhis