lunes, 31 de mayo de 2010

In veritatis lumine

¿Cuánto daría la vida por demostrarte a ti su belleza, su propia belleza, por salvarte a ti, de ti mismo; porque comprendieras la profunda realidad de las cosas, del nombre exacto de las cosas[1]? De la amargura y la serenidad, de la calma y la emoción, del todo que está en la nada, de la victoria de las derrotas, de la amplitud de las angostas esquinas, de la verdad. ¿Cuánto daría la vida?


Venías derrotado, por el acueducto interno desde el cerrojo del alma, apareciste con cara de un tango cruel, de una canción desabrida, de no saber lo peor… de no saber porqué, solo, solo con tus miedos, y te olvidaste de todo.

Viste los detalles, aquellos detalles que tanto hablaban…porque sin saberlo, así de sencilla es la vida, aunque un yo maldito se oponga a ello. Ay de ti, ay de la vida.

No la toques más, que así es, qué diría el más grande de los poetas[2].

Venías desde el bullicio del Duque, desembocaste en la Plaza y viste la puerta abierta. Entraste, te sentaste, cerraste los ojos. Y, al cabo de poco, pudiste oler hasta el aroma de las flores silvestres que a sus pies dormían. Sentiste. Las pequeñas cosas, en donde radica la verdadera felicidad. La perfecta colocación de todo lo que rodea lo principal. Dios arriba expirando, el Sagrario de plata abajo, y Ella en medio. Escoltándoles los cuatro evangelistas del genio de Ruiz Gijón. Hacia el evangelio, aquellas pequeñas efigies de Santa Ana enseñando a leer a la Virgen María. Atrás, un rayo de luz que daba la justa medida de lo cierto. Y todo lo que había allí afuera y en tu corazón se fue desvaneciendo mirando al altar. Mirando la cara de aquel Cristo que se retuerce agonizando sin ver las estrellas que sólo le esperan la noche del Lunes Santo. Y en la profundidad de esos ojos maternos que tanto quieres. En el contraste de su hondo dolor y su grande calma. En la verdad de sus aguas. Vestida de blanco estaba. Todas las respuestas las hallaste, en la oceánica trascendencia de sus aguas. En su dolor por su Hijo, en su Hijo que moría por la humanidad, en el vacío de nuestros egoísmos, en su verdad. En su mirar al cielo renunciando a todo, a todo, por nuestra propia felicidad. Por esa felicidad sencilla, como sus aguas, que tanto despreciamos olvidando donde reside.

Y entonces, la miraste, y no pediste nada tuyo, pediste por los que vistes mientras caminabas a Ella… aquellos que buscan un trabajo para sacar adelante sus familias, aquellos que lejos de su gente intentan forjar un futuro, aquellos que piden a la medicina les salve de una muerte marcada en la agenda, aquellos que sin tener enfermedad alguna la buscan y la buscan hasta encontrarla en su mente, aquellos que queman el tiempo pensando en las tragedias por venir, aquellos que no se reponen de los golpes certeros y seguros de la vida por el absurdo pudor de no amarse a sí mismo, aquellos sujetos a una costumbre adquirida inconscientemente y que les mata, aquellos que no saben mirar al prójimo, aquellos que nunca entrarán en tu iglesia, aquellos cuyos cuerpos reposan machacados entre los escombros de algún terremoto o atentado, aquellos que lo recuerdan sin luz cada segundo de sus minutos, cada minuto de sus horas, aquellos que en la recta final de su vida están abandonados por aquellos mismos a los que dieron la vida, aquellos que teniéndolo todo no tienen nada. Aquellos que no sabemos vivir. 

Y la recordaste volver rodeada de toda esa gente por la oscuridad de Alfonso XII, perfumando de gracia, acariciando balcones, corazones, mirando hermosa el cielo del Lunes Santo. Azul de su manto. Belleza de los profundos ojos que ven, mirando al cielo, todas las pequeñas cosas de nuestro suelo. Y entendí porqué aquel mensaje: Omnes setientes venite ad aquas. A sus Aguas.

¿Cuánto daría Ella porque no te olvidaras del mensaje de aquella calurosa tarde de Pascua?

¿Cuánto daría Ella porque nunca lo olvidaras?


sumhis

[1] Juan Ramón Jiménez
[2] Juan Ramón Jiménez

lunes, 17 de mayo de 2010

Lo que sólo contó la madera

Habían pasado dos noches desde que Jesús había muerto. No era aún de día y amaneció serena. Atrás quedaron agónicos despertares de amargura, viajes recientes al ecuador del dolor de lo vivido junto al Hijo.
En otro lado, aún dormían aquellos que acompañaran al Maestro, y el discípulo amado que estuvo junto a Ella por el duro caminar de la Vía Dolorosa.
Sin embargo, ya a esa hora, otra María, la Magdalena, había salido de casa hacia el sepulcro.
La Madre miraba, veía, el infinito con sus bellos ojos de aurora. Se preguntaba a sí misma como había olvidado sus palabras. No le había entendido. Paradójicamente, la de Magdala no comprendía lo contrario, el porqué la Madre, ya despierta, no quería velar el cadáver de su Hijo, por qué no habría querido ir con ella y las otras mujeres a perfumar su bendito cuerpo.
Solía despertar sobresaltada de las pesadillas que le aterraban en la negra pasión de la madrugada. Afligida no dejaba de recorrer la larga vía del dolor –una y otra vez- cada vez que unía los párpados. Un puñal de oro le atravesaba de oro el corazón. Confiaba en Él, en su palabra, pero a veces la pena era más fuerte: “No me llaméis Noemí, llamadme Mara”[1]. Y se hacía un silencio virgen, sufrido pero esperanzado, desabrido pero expectante, un silencio puro, silencio blanco.
Al llegar a oscuras María Magdalena al sepulcro, echó en falta la piedra que tapaba la entrada. Luego vio dos ángeles y la sábana ensangrentada que descansaba sobre la piedra fría. Agitada se volvió hacia las otras y temblando escuchó aquellas palabras: “No os asustéis. Estáis buscando a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí”[2]. Y, entonces, salió llorando y Él se le apareció.
Corrió hacia la casa donde estaba Pedro y el discípulo que pocos días atrás intentó, sin conseguirlo, consolar a la Madre por la calle del profundo nombre, la Amargura; el más joven, el discípulo amado. Pero no le creyeron.
Entretanto aquellos ángeles, vestidos de blanco, que habían estado esperando en el sepulcro ya no estaban allí… habían recibido un último recado.
María Magdalena fue a ver a la Madre del Maestro, con el ansia de la buena nueva… y al llegar la encontró. Cinco lágrimas recorrían su bello rostro, rejuvenecido, lleno de gracia, expectante como hubo de estar aquel día que fue anunciada. La cara más bonita que jamás pisara la tierra. Frontera del cielo. Dolor insinuando sonrisa. Le miró a los ojos, y la entendió… le sabía vivo. No era tristeza lo que hacía brotar aquellas lágrimas. Comprendía, ahora, la Esperanza de la mirada cuando antes le había dicho que no, que no quería ir, que no quería acompañarla a aquel sitio donde había reposado el cuerpo de su Hijo. Lo entendió. Ella sabía que allí no estaba… Porque Ella ya le había visto.
Acababa de amanecer, hacía frío y sin decirle nada, tomó un manto verde que había junto a la entrada de luz de la ventana y la arropó. Esa tela bordada asemejaba la red de pescar de alguno de los apóstoles.
“No sale tan hermoso el lucero de la mañana —dijo, siglos después, fray Luis de Granada—, como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina”. Y, por eso mismo, Juan Pablo II afirmó que aunque no lo mencionasen los cuatro evangelios Jesús se le apareció también a Ella, seguramente antes que a nadie.
Y, por ello, aquellos ángeles que abandonaron el sepulcro tras la llegada de las mujeres eran los mismos que habían ido a copiar a la Madre y que trajeran su imagen a la tierra, como dijese el pregonero[3] –para dejarla en Sevilla-, como el último de los evangelios, postrer y vivo, que de la Pasión y la Pascua se había hecho madera para la humanidad.
Así fue como la Calle de la Amargura se hizo la Calle Ancha.
En dos largas, profundas, noches la Madre del Señor había cruzado de un extremo al otro la Calle Feria.

sumhis


[1] Rt 1, 20
[2][2] Mc 28, 5
[3] Antonio Rodríguez Buzón, Pregonero de la Semana Santa de Sevilla de 1956.