sábado, 18 de diciembre de 2010

Lo inadvertido de la cruz y de los gestos


Hace años de aquella noche en que me lo contaron. Algo en mí trastornó y avivó, con equidistante celo, el denso paisaje de la memoria… nunca he creído en milagrerías, mas sí en que hay cosas que sólo ven personas muy especiales, personas distintas, y permanecen al margen… Inadvertidas para el resto de la gente, común, como yo mismo. Más tiempo aún hace de la vivencia que me narraron, allá por el principio de los setenta, el Cristo de la Salud dejó expresado en su rostro -un Martes Santo por los Jardines- la tragedia que en el mismo exacto momento ocurría en otro lugar de la misma ciudad. Quien me lo contó es una de esas personas especiales… Lo cierto es que en ese cuerpo pequeño se viene encima todo el mal, el pecado y las penas del mundo, y no sé si por ello, por su serena impostura, por su sencillo misterio, o por lo que fuere siempre me emocionó su imagen, verle venir, rezarle…. Sé que a su lado siempre pasarán cosas maravillosas, porque a su vera siempre siento idéntica emoción.


Qué grande la cruz parece en tu hombro, qué pesada
carga de la noche de los tiempos, se hace martes,    
de Alfalfa a los Jardines, dos mil años más tarde,
viacrucis que rompiera tu túnica tallada.
           
La luz  sostiene el cuerpo, victoria de milenios,
de dulces firmamentos, oscuridad y día,
la espalda rota, bronce, aire de recogía
por calle San José, vencido,  rodilla adentro.

Con la lección ofrecida de la cruz a cuesta
sin fuerzas vence el duelo del sino con tu pulso…
quien quiera ver que vea, tu mirar nos contesta,

las emociones sordas del sufrimiento injusto,
quien quiera oír que escuche en el ruido tu respuesta…
de cerca tu hondo gesto a solas habla al mundo.

sumhis

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Saber llorar

Este escrito, estas líneas que suceden van dedicadas al más perseverante… Al mejor de mis lectores. Para aquél que lloraba una tarde tempestuosa de Domingo de Ramos, perdido, apesadumbrado por  un rincón de la Parroquia de San Julián, con la congoja y la pureza propia de un niño chico vestido de nazareno. Él supo descifrar en el aire el empaque íntimo y majestuoso que envuelve á la Rosa del Desierto del Cerro del Águila, y la música que los pájaros  interpretan en la Plaza de la Alianza cuando pasa el Cristo de las Misericordias. Con él  compartí emoción y sonrisa entre la inmensa bulla que rodea el paso de la Virgen de las Aguas allá en la alta madrugada de la Plaza del Museo en nuestra adolescencia de los años ochenta. El mismo  que dejó de ver, con  todo el dolor del alma, la cofradía de Santa Genoveva hace más de dos años porque sus fuerzas no le alcanzan a superar el dolor. Ese dolor insecable después de demostrar hombría, fuerzas, esperanza, desde la penumbra de los mismos umbrales de la tragedia. Saber llorar. El que se emociona con la melodía lenta de Virgen de la Victoria. Con quien cabalgué en moto para fotografiar rincones de la ciudad cofrade a pleno calor del estío. Con quien regresaba del cole por la calle Enladrillada hablando de cofradías, de sueños, que hoy con el paso del tiempo se hicieron vivencias, recuerdos. Sillas de la Campana, Puerta ojival de San Julián…  Primeros lunes de cuaresmas, vía crucis, como aquél en que corríamos para ver el Señor levantando la lógica sospecha de mi padre, que pensó que faltábamos a clase. Y con quien iba de calle a calle y de cofradía a cofradía silbando marchas. Pasa la vida y tontos detalles del pasado adquieren luego un halo de hito grande en la  historia personal de cada uno, marcan el devenir vivencial y luego se contemplan desde lejos como ensoñaciones o quimeras hechas realidad. Yendo  a Jerez en autobús, siendo aún niños, en un viaje del  que con el tiempo nació un regalo de reyes hecho poema, hecho verso…  y los primeros conciertos de música “en una ciudad del sur no sé qué año, quizá en el noventa “, estremecer de frío en noches de Jardines de Murillo “en un florecer de inviernos,  lejos del mar abierto”. Al que comenta cada uno de mis textos… Aquél con quien una madrugada, no muy lejana, abandoné la vacía y oscura basílica tras el calor encendido y doliente de la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso en un instante que sólo por ser vivido merece la pena la vida misma. Como aquella saeta arrimados al paso de su Hijo en la calle Virgen de los Buenos Libros. A ese que empapa sus ojos viendo venir la Macarena,  y con el que  pasé noches enteras acompañándola, no hace mucho por última vez;  abandonándola siempre feliz y triste por despedirnos de Ella…  como cuando cabizbajos despedíamos la semana tras la Virgen Trinitaria y buscábamos el Resucitado porque temíamos  irnos a casa abatidos por el peso insuperable del tempus fugit…  Y aquél que, el día más feliz de mi vida, trajo del Besamanos de nuestra Virgen la primera medalla de hermano de mi hijo, para que fuese colocada en la cuna del hospital esperando su nacimiento.

Hay cosas que no hacen falta decir. Se saben. Basta una mirada, un gesto o ni siquiera eso ¿pero para qué -si no- están las palabras? ¿Si no es para hacer versos con ellas, para decir te quiero, para vestirlas de gala, música, llenarlas de ilusión, esperanza, y si cabe recrearlas más sinceras, más auténticas?

La vida es así, pasa y nos olvidamos de contarla, de elogiar sus regalos, de narrarlos; y nunca sería suficiente hacerlo para hacer inmortal lo que se lleva el aire. Porque es empresa difícil pero triunfal, para que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos compartan esa herencia invisible e indeleble que forjan los sentimientos. Saber llorar. Como anhelan los callejones hacerlo al compás de la gloria, cuando el regazo de la noche enmarca la vuelta a casa de la Virgen de la Hiniesta.

Se acercará el adviento, la navidad, la epifanía como un torrente de sentimientos que desde las cimas nos llega cargado después de la temporada de lluvia, de los momentos de la magia. Y una nueva primavera nos espera. Nos está esperando en la lejanía del horizonte que ya alcanzamos a distinguir. Nos llegará juntos. Porque juntos, al fin y al cabo, vivimos casi todo. Desde aquella cruz de mayo del piso de Pio XII, juntos juramos las reglas en San Julián y en San Lorenzo, compartimos estación de penitencia con los Servitas. Casi todo. Salvo el sudor costalero bajo las trabajaderas del Cristo de Burgos, porque entonces fue tu hermano…

Por eso, sabrás que cuando el Cristo de la Buena Muerte salga a la calle el próximo año, esté junto a Él o junto a su Madre Bendita, faro de nuestras vidas; esté donde esté, estaremos juntos. Porque nada podrá separarnos, ni la distancia ni el tiempo, la distancia porque no existe y el tiempo porque es eterno. Estaré no junto al mejor de mis lectores… no; estaré, como te gusta llamarme, como nos gusta llamarnos… Siempre, junto a ti: hermano.

sumhis