domingo, 13 de noviembre de 2011

Bajo tu paso

"a la memoria de mi padre"

     Al dictado del oboe dibuja el incienso
notas a la penumbra, invocación a la luz,
cita atardecida la ternura malva y Tú,
saliendo hacia el ocaso en el silencio denso.

      Pronto Venus al fagot imantará la noche,
y debajo siente la cerviz que Cristo ha muerto,
desabrido chispear de hachones adentro,
sudor y caoba, secuencia y alma, sin reproches.

     Para volver -siempre- se va estrechando el sendero,
quisiera desandar las horas, y el recorrido
cuando la luna se hace mística por Boteros,

     y derrotada la ira, auténtico enemigo,
al sonar las verdaderas llaves de San Pedro
no te olvides -nunca- mi Señor de estar conmigo.


sumhis

domingo, 16 de octubre de 2011

Memoria de una madrugada de diciembre

“El Señor siempre contigo… ”

            Buscando  almas. Buscando el aire frío que en diciembre enaltecía la aurora por nacer, distinto de amaneceres de bronce que tanto vieron al Señor arribar, hálito último, por San Lorenzo. Salió en andas, de una puerta a otra. De la Basílica a la Parroquia. Algunas zancadas tan solo. Era aún de noche e íbamos a su casa a ver como la dejaría ausente por unas horas para volver a aquella en la que habitó por siglos. Se cumplían trescientos años de su bendita presencia en esa plaza, en ese barrio. Y nos acercábamos para ver con que velo de asombro le recibiría inquieto el relente de adviento.

Allí, apenas los vencejos cantaban aún, silencio, ansiedad contenida, fervor, espera… Cordones morados bajo los abrigos, la luna apurando el gélido acento de la hora, y la historia vino con guantes violetas para ponerse delante, para participar del secreto insomnio de la fugacidad, del instante.

Se abrieron las puertas antes, incluso, del celo benigno del lubricán; se abrieron las puertas y, pronto, todas las miradas confluyeron en su cara, allá donde la fe gravita; se abrieron las puertas y ya todo fue un suspiro.

Su pierna izquierda adelantada, su faz ennegrecida con la que nuestra generación se identificara, antes pues,  de que curaran su piel para que volviese a ser el Dios de nuestros abuelos. Su tez cetrina sesgaba  más indescifrablemente el aire en la tiniebla del invierno. Corona de espinas bordada, tronco reseco, carga de siglos. Todo el dolor del mundo sobre el hombro de este humilde vecino del barrio de San Lorenzo. Y su respiración dejaba vaho, lo juro, sobre el oscuro soporte de la  brisa.

Pero no hubo voz que saliese de su boca que no fuera paz. No hubo palabra carente de ternura. No hubo idea que no encerrara lección. No hubo esquirla en su corazón, ni sombra en su alma. No hubo otro mensaje que el del amor.

            Su padre adoptivo carpintero, su padre natural alfarero, que saldría de sus manos, esas que acarician la cruz…

Atravesó el pórtico de la Parroquia y se recogió en la habitación más interior de nuestro ser, en aquella donde descansa el tesoro secreto de las más hondas verdades. Y la halló como inició la eterna singladura de su vida: buscando almas.  Así lo grabó la memoria… la espina traspasada para siempre de cierta aurora fría de  un viernes de diciembre.


“Ali, hermana, para ti, con quien lo compartí”




sumhis 





NOTA: El diecinueve de diciembre de 2003 se trasladó el Señor del Gran Poder a la Parroquia de San Lorenzo a primerísima hora de la mañana para un Besamanos extraordinario como conmemoración del tercer centenario de la llegada de la Hermandad al barrio y a la parroquia de San Lorenzo Mártir, regresando a su Basílica la noche del mismo día.

viernes, 19 de agosto de 2011

Cuando sólo los pájaros hablan

Olvídate del ruido, olvídate de la pretendida dictadura del calendario, alma. Y busca.  Busca a Dios en el silencio, entre la madeja de la ansiedad y  la ignominia, ese que se nos revela en lo más profundo de la ausencia, siempre dispuesto, buscando el corazón. Búscate a ti y a tu memoria. Silencio. Ahora más que nunca es Semana Santa porque ahora es sólo sueño, ahora más que nunca. En las antípodas. Varada en el calmo vaivén del estío. Y recuerda, y camina. Ven, vente a razones. Entre las referencias silentes de la ciudad monumental, y las imitaciones kitsch,  entre la  dejadez y los grafitis, entre el cálido aroma de los Jardines de Murillo a la hora de la siesta o el denso perfume a suelo regado bajo la luna que interpreta el papel protagonista de la noche andaluza de Granados. Y entre los restos visibles de quienes la odian, la violan y la menosprecian. Porque hay un lugar en el ánimo cuyo reflejo especular es materia, unas calles de embrujo,  un barrio de misterios, un lugar para el sigilo.

Calle Pimienta, Rodrigo Caro, Santa Teresa, Vida, Plaza de los Venerables, de Alfaro, de Doña Elvira, Pasaje de Vila; esas que te enseñó tu padre. Las que recorriste con él, aprendiendo a no perderte, tardes de calor, noches que refrescan -siempre en verano- y cómo no, la que da nombre al barrio bajo la sombra de la vieja cruz de cerrajería; y, cómo no, la de Refinadores bajo la de Don Juan; y, cómo no, a la sombra del viejo adarve...  el Callejón del Agua. Pero, también -y sobre todo- la de la Alianza. Esa plaza… ese nombre de resonancia bíblica, que recuerda la unión  de Dios y el hombre como si nos hallásemos en un Monte Sinaí en miniatura donde Moisés renovara la que el Altísimo prometió a  Noé, y de donde desciende cuesta abajo la súplica tallada del Cristo de las Misericordias. Esa plaza… esas rampas que recuerdan el declive que partiendo de la  Plaza de Quintana busca el Obradoiro.

Sí, una vez creí adivinar allí uno de esos lugares mágicos de la cristiandad, de piedra y alma –nihil plus-. De Martes Santo a Martes Santo, contemplando el cortejo que baja  hacia los grandes pórticos de la Magna Hispalensis al cobijo de la Giralda, viene a mi mente la Torre Berenguela y las antiguas escalinatas que descienden de la Quintana Dos Vivos a Quintana Dos Mortos en el viejo Santiago. Y me estremece pensar que el lugar posee el nombre exacto –también-, porque une esos dos mundos a la hora en que Cristo pasa mirando al cielo. Y al igual que, en ese rincón de Compostela,  las musas inspiraran a San Pedro de Mezonzo la creación de la Antífona del Salve Regina, aquí también debieron darse cita para que el Maestro Fulgencio Morón compusiera “Cristo en la Alcazaba”. Justo ahí, junto a la parte más alta de la vieja fortificación, defensa y custodia del alcázar sevillano.


Cómo no recordarlo todo, ahora en el estío, cómo no escuchar los pájaros… Ambos silencios de jade, ambos atardeceres malva… en primavera con la Plaza llena y silente… en verano semivacía y ausente.

Cierra los ojos y siéntelo corazón. Es fácil. Los astros te marcarán la manera. Siente desvanecerse el pulso y fundir con el trinar que unge el acento de las cosas. ¿Ves cuánto significa ese azulejo de Él mismo  y que Él no llega a ver por que busca el cielo, no sé… si su Giralda?  Sí, puedes verle llegar en su paso gótico junto al ocaso, ya la cruz de plata atisbó poniente. Notas la daga de la melancolía y suspiran, interrogan, las magnolias. Avanza la cofradía a hurtadillas y permanece la quietud invariable de la luz a la hora morada. Le ves, clama y le entendemos sin escucharle. Por el aura sostenida. Por el sendero corinto sobre su cuerpo, por su perfil cetrino que diluye la melaza de los geranios y la tarde... Se va yendo, se va yendo… -“le soir, le soir…” que decía Verlaine- por las rampas, con el aire, y vemos su silueta  desde el reposo contenido de la respiración que duda. Y percibimos que el mundo se ha suspendido, que nada vale más que su palabra. Que no fue en vano la fuerza del silencio.

Clamando la oración,  musita,
queriendo ser un grito, llora.
Plañe cortada y a media luz
la tarde que el dolor marchita,
que tanto la muerte se nombra,
que el cielo es rojo, no azul;
que esas llagas, que ahora brillan,
brotan de amor, nunca se borran,
son brújulas de norte y sur,
fuente rubí, que nos habita,
de la eterna misericordia
por las calles de Santa Cruz.

 “¿Dónde está tu costado, Señor? El costado de Dios son nuestros prójimos. Se oyen golondrinas irrumpiendo en la penumbra del oratorio…”  Así escribía Francisco Morales Padrón cuando hablaba de la también próxima Santa Escuela de Cristo. Aquella no pudo existir en ningún  otro lugar más que a su lado.

Y es que hay lugares donde Dios palpita, sitios a los que la historia los hizo leyenda. Allí la oración es callada. Por eso sentimos su poder en el silencio. Es más fácil escuchar sus latidos cuanto mayor es el recogimiento. Por ello, se dirige allí el alma, en este vacío del estío, para escuchar a Dios. Su señal en la piedra. Por ello, cuando en el atardecer del Martes Santo Él aparece por la plaza atestada de gente, sólo se escuchan respiraciones lentas y trinos de vencejos, y sólo pueden interrumpirse por el encantamiento de una música melancólica… o acaso, por el llanto contenido de la Virgen de la Antigua.

Aun sienten esas calles el dolor de tu ausencia la pasada Semana Santa, y vuelven a soñar con que florezca el calendario, con tu silueta nueva, que sólo pudieron hallar hecha sombra horizontal sobre su suelo en la noche del Via Crucis de cuaresma. Pero la lluvia que mojó su anatomía jamás podrá borrar tus huellas en su íntima esencia.



           Y esa esencia es la que vuelvo a recorrer hoy con la memoria de todo lo que aprendí de ti. Me llevo el recuerdo de mi padre como el mejor cicerone y me vienen los compases del Adagio de Albinoni, que quedaron anclados cierto verano por el Callejón del Agua. Sé, como dijo el maestro de Sevilla insólita, que la muerte es camino que todos hemos de recorrer. Pero te suplico piedad como Tú clamas al Padre. Miserere mei. Nada. Absolutamente nada es más fuerte que el amor.

sumhis

jueves, 10 de marzo de 2011

Con los rayos de la luna

Del color del cielo atardecido se hizo su palio, su manto; de ese azul ausente ya de frío, que atisba marzo por los tibios espacios que, tras el confín de las estrechas calles, nos abre la Puerta de Córdoba. Con la leyenda, los versos y con los versos la cal de las paredes de su barrio que inspiraron el blanco de las flores que perfuman su paso cada Domingo de Ramos. Otro azul más resplandeciente, que diríase caliente, brillante, es el que tomó Seco Velasco del refulgir de los tejados con el cielo dorado de amaneceres de abril sobre las alturas de San Julián, para ornar de lapislázuli el oro de su corona. Y Cayetano González robó el azul añil de la melancolía para dibujar la orla de convocatorias de cultos, que anuncia emociones, al dejar su nombre impreso por las puertas de las iglesias. Pero, antes, ya Juan Manuel había capturado los rayos de la primera luna de primavera para bordar la primavera misma sobre raso, que luego sería terciopelo. Selene triunfante, que ahoga la pena insomne destellando hebras de plata.


Por ello, cuando los presagios van haciéndose realidad, al alcanzar las yemas de los dedos horas que ya no pertenecen al frío, cuando la alegoría de Botticelli ya es un boceto bien definido, con toda esa eclosión de señales, descifrables mensajes, desterrar de los días que tan lejos la veía… Ella nos recibe. Acaba de florecer el azahar. Se nos ofrece limpio. Y Ella baja para encontrarnos. Para ofrecernos sus manos puras. ¿Cómo no confundirla con la misma primavera? 

Presenta la sencilla elegancia de la misma naturaleza, sevillana manera de ostentar la gracia, de llevar la retama, el pañuelo. La misma que flota en las músicas de Marvizón, Peralto o Farfán, sendas paralelas hacia un pleno y único destino; como los hermanos Delgado crearon los doce varales de su paso de palio, tan diferentes y parecen los mismos… diversas formas de entender idéntico amor. Así, cuando junto a Ella levantamos la mirada para ver su cara se ignoran -desaparecen casi- los atributos, los adjetivos, y sólo hallamos la primavera en esencia, la primavera desnuda. Tanta belleza triste de la que olvidábamos el ingrediente más puro. El eterno llanto del dolor de nuestras vidas. Ay, efímera primavera plena, inacabable nostalgia…

Infinitas son las posibilidades mas solo a un reclamo el corazón acude. Vamos el primer domingo de cuaresma a verte desde el invierno. Selenitas ansiando luz, calor de tus rayos -qué la luz de la luna viene del sol…- y al acercarnos, a tu lado, tendrá lugar el equinoccio. Nunca se está más cerca de la primavera que en el momento de besar tus manos, contradictorio puñal de nuestra alma, porque en ese beso van con nosotros aquellos que se fueron, todos los que no están, todo lo que nos falta.



sumhis

domingo, 23 de enero de 2011

Ansia (arrimando el horizonte)

Con la pureza única de la verdad en el deseo infantil de las pequeñas –grandes- cosas. Con la transparencia impar de lo auténtico en el gesto, en la belleza de sus grandes ojos. Desde el suave vértigo de los cuatro añitos que va a cumplir. La inocencia virgen de la mirada, asentada de oro, bajo el dulce cobijo de sus largas pestañas. Con los ojos abiertos. Espera. Lo que ya en su corta vida le llena el alma, lo que –misterio que renace- ya es su gran pasión. Y parece mentira quiera el destino que se repitan con frecuencia sentimientos aún más intensos, precoces y hermosos que en la infancia de previas generaciones. Como sacó de la realidad para llevar a la ficción, o viceversa, Gabriel García Márquez en Cien años de soledad. Cómo la niñez, cada vez más lejana, de su padre queda superada por la avalancha de presentes que le asemejan, gloria, victoria, del tiempo que pasa demasiado rápido, retoño de las emociones. 

Y ahora que el aire es frío y translúcido, y que todo está por nacer, su ansia desborda el vaso de la paciencia hasta convertirse en rosario de preguntas y porqués y más preguntas… “¿Papá, cuántos días faltan para la Semana Santa?”, “¿queda mucho para que salga la Hiniesta, Mamá?” “¿me vais a regalar un pasito cuando sea mi cumple?”, “¿cómo se llama esa Virgen, ese Cristo, esa cofradía?”. Y, en cambio; nosotros, conociendo ya como se las gasta el reloj, deseamos frenar las manillas a sabiendas de que el instante que pasa habrá de esperar un año entero para volverlo a vivir. Así, cuando nos acercamos a las noches del Quinario en San Julián inaugurando el itinerario de los preludios y coronando la cuesta de enero ya sabemos que vamos recortando sin querer el dulce calendario de las vísperas, y nos duele. Cuando la noche del Vía Crucis dejemos de nuevo al Cristo de la Buena Muerte en la parroquia para su Besapiés miramos de reojos los trescientos sesenta y cinco días que faltan para repetir la ceremonia. Y todavía más dolerá el alma cuando los rituales sean aún más cercanos a la semana mayor, pues sabemos que la espada de la melancolía, la pesadilla del tempus fugit, nos acecha más cuanto más cerca estamos de la gloria. Así, recibiremos con ilusión y dolor la llegada del aire tibio y de los días largos, Besamanos, Septenario, montajes, pregones y puestas de flores… con la alegría de un niño, pero con el peso de la trascendencia y de la memoria.

Mientras él, aliviado de ese equipaje, sueña con limpia naturalidad la calle que no conoce ni sabe su nombre, pero en la que atisba candelabros de un paso de misterio desde su esquina; sueña el cielo preñado de no sabe qué perfumes, mas sorprendido en su silencio por un redoblar de tambores que se le acerca; con la noche de un desconocido día del calendario cuya oscuridad será iluminada por la candelería de un paso de palio; y con cruces de guías –siempre- que abren largas filas de nazarenos. Por eso, juega con una cruz y nos pide que le sigamos, llevando el paso del señor a cierta distancia, insinuando con el cándido gesto que remata en su preciosa barbilla. Con la ilusión que nace de sus pupilas de trigo como la luz propia de los astros incandescentes, y con la misma sencillez y ternura que exponen todas las pequeñas cosas. Ávida emoción que invade, recorre, el metro escaso de su pequeña estatura. Ese cuerpecito que por el pasillo desfila -poquito a poco- imitando la postura de algún Cristo. De la cocina al salón, del salón al dormitorio. Como nuestro corazón al suyo, siempre caminando hacia el suyo. El de esa personita que fue presentada a su Virgen el primer día que salió a la calle.

De tal modo espera el momento… ese que las constelaciones indicarán, ese que la tradición llamó Domingo de Ramos. Aquél en que renacerá de nostalgia la rosa de nuestra primavera, la que llamamos Hiniesta desde que un cazador la halló entre retamas de las montañas del norte, la que inclina su mirada perdida como queriendo sumirse en sí para sintetizar el cariño, la que adorna de cal y cielo, de azul y plata, el alma; la que acarician los álamos y cipreses en la misma esquina en que su abuelo cada año la esperaba. Es Ella a quien dirigimos también nosotros la súplica para que siempre le proteja. Que Dios modele el barro de su espíritu con la caricia y el mimo del alfarero. Que destaque la esperanza de las vivencias que alumbran. Y, en el espinoso curso del devenir, aprenda los sinceros caminos del amor como hemos de desaprender nosotros tantos senderos falsos, para –con su ayuda- abrir las puertas del alma como Jesús abrió la vista del ciego de Siloé…. 

Pues sé de una forma de mirar sencilla, pura, auténtica que es la forma en que un niño, sin saberlo, espera la llegada segura de la primavera. 

sumhis