domingo, 23 de enero de 2011

Ansia (arrimando el horizonte)

Con la pureza única de la verdad en el deseo infantil de las pequeñas –grandes- cosas. Con la transparencia impar de lo auténtico en el gesto, en la belleza de sus grandes ojos. Desde el suave vértigo de los cuatro añitos que va a cumplir. La inocencia virgen de la mirada, asentada de oro, bajo el dulce cobijo de sus largas pestañas. Con los ojos abiertos. Espera. Lo que ya en su corta vida le llena el alma, lo que –misterio que renace- ya es su gran pasión. Y parece mentira quiera el destino que se repitan con frecuencia sentimientos aún más intensos, precoces y hermosos que en la infancia de previas generaciones. Como sacó de la realidad para llevar a la ficción, o viceversa, Gabriel García Márquez en Cien años de soledad. Cómo la niñez, cada vez más lejana, de su padre queda superada por la avalancha de presentes que le asemejan, gloria, victoria, del tiempo que pasa demasiado rápido, retoño de las emociones. 

Y ahora que el aire es frío y translúcido, y que todo está por nacer, su ansia desborda el vaso de la paciencia hasta convertirse en rosario de preguntas y porqués y más preguntas… “¿Papá, cuántos días faltan para la Semana Santa?”, “¿queda mucho para que salga la Hiniesta, Mamá?” “¿me vais a regalar un pasito cuando sea mi cumple?”, “¿cómo se llama esa Virgen, ese Cristo, esa cofradía?”. Y, en cambio; nosotros, conociendo ya como se las gasta el reloj, deseamos frenar las manillas a sabiendas de que el instante que pasa habrá de esperar un año entero para volverlo a vivir. Así, cuando nos acercamos a las noches del Quinario en San Julián inaugurando el itinerario de los preludios y coronando la cuesta de enero ya sabemos que vamos recortando sin querer el dulce calendario de las vísperas, y nos duele. Cuando la noche del Vía Crucis dejemos de nuevo al Cristo de la Buena Muerte en la parroquia para su Besapiés miramos de reojos los trescientos sesenta y cinco días que faltan para repetir la ceremonia. Y todavía más dolerá el alma cuando los rituales sean aún más cercanos a la semana mayor, pues sabemos que la espada de la melancolía, la pesadilla del tempus fugit, nos acecha más cuanto más cerca estamos de la gloria. Así, recibiremos con ilusión y dolor la llegada del aire tibio y de los días largos, Besamanos, Septenario, montajes, pregones y puestas de flores… con la alegría de un niño, pero con el peso de la trascendencia y de la memoria.

Mientras él, aliviado de ese equipaje, sueña con limpia naturalidad la calle que no conoce ni sabe su nombre, pero en la que atisba candelabros de un paso de misterio desde su esquina; sueña el cielo preñado de no sabe qué perfumes, mas sorprendido en su silencio por un redoblar de tambores que se le acerca; con la noche de un desconocido día del calendario cuya oscuridad será iluminada por la candelería de un paso de palio; y con cruces de guías –siempre- que abren largas filas de nazarenos. Por eso, juega con una cruz y nos pide que le sigamos, llevando el paso del señor a cierta distancia, insinuando con el cándido gesto que remata en su preciosa barbilla. Con la ilusión que nace de sus pupilas de trigo como la luz propia de los astros incandescentes, y con la misma sencillez y ternura que exponen todas las pequeñas cosas. Ávida emoción que invade, recorre, el metro escaso de su pequeña estatura. Ese cuerpecito que por el pasillo desfila -poquito a poco- imitando la postura de algún Cristo. De la cocina al salón, del salón al dormitorio. Como nuestro corazón al suyo, siempre caminando hacia el suyo. El de esa personita que fue presentada a su Virgen el primer día que salió a la calle.

De tal modo espera el momento… ese que las constelaciones indicarán, ese que la tradición llamó Domingo de Ramos. Aquél en que renacerá de nostalgia la rosa de nuestra primavera, la que llamamos Hiniesta desde que un cazador la halló entre retamas de las montañas del norte, la que inclina su mirada perdida como queriendo sumirse en sí para sintetizar el cariño, la que adorna de cal y cielo, de azul y plata, el alma; la que acarician los álamos y cipreses en la misma esquina en que su abuelo cada año la esperaba. Es Ella a quien dirigimos también nosotros la súplica para que siempre le proteja. Que Dios modele el barro de su espíritu con la caricia y el mimo del alfarero. Que destaque la esperanza de las vivencias que alumbran. Y, en el espinoso curso del devenir, aprenda los sinceros caminos del amor como hemos de desaprender nosotros tantos senderos falsos, para –con su ayuda- abrir las puertas del alma como Jesús abrió la vista del ciego de Siloé…. 

Pues sé de una forma de mirar sencilla, pura, auténtica que es la forma en que un niño, sin saberlo, espera la llegada segura de la primavera. 

sumhis