viernes, 19 de agosto de 2011

Cuando sólo los pájaros hablan

Olvídate del ruido, olvídate de la pretendida dictadura del calendario, alma. Y busca.  Busca a Dios en el silencio, entre la madeja de la ansiedad y  la ignominia, ese que se nos revela en lo más profundo de la ausencia, siempre dispuesto, buscando el corazón. Búscate a ti y a tu memoria. Silencio. Ahora más que nunca es Semana Santa porque ahora es sólo sueño, ahora más que nunca. En las antípodas. Varada en el calmo vaivén del estío. Y recuerda, y camina. Ven, vente a razones. Entre las referencias silentes de la ciudad monumental, y las imitaciones kitsch,  entre la  dejadez y los grafitis, entre el cálido aroma de los Jardines de Murillo a la hora de la siesta o el denso perfume a suelo regado bajo la luna que interpreta el papel protagonista de la noche andaluza de Granados. Y entre los restos visibles de quienes la odian, la violan y la menosprecian. Porque hay un lugar en el ánimo cuyo reflejo especular es materia, unas calles de embrujo,  un barrio de misterios, un lugar para el sigilo.

Calle Pimienta, Rodrigo Caro, Santa Teresa, Vida, Plaza de los Venerables, de Alfaro, de Doña Elvira, Pasaje de Vila; esas que te enseñó tu padre. Las que recorriste con él, aprendiendo a no perderte, tardes de calor, noches que refrescan -siempre en verano- y cómo no, la que da nombre al barrio bajo la sombra de la vieja cruz de cerrajería; y, cómo no, la de Refinadores bajo la de Don Juan; y, cómo no, a la sombra del viejo adarve...  el Callejón del Agua. Pero, también -y sobre todo- la de la Alianza. Esa plaza… ese nombre de resonancia bíblica, que recuerda la unión  de Dios y el hombre como si nos hallásemos en un Monte Sinaí en miniatura donde Moisés renovara la que el Altísimo prometió a  Noé, y de donde desciende cuesta abajo la súplica tallada del Cristo de las Misericordias. Esa plaza… esas rampas que recuerdan el declive que partiendo de la  Plaza de Quintana busca el Obradoiro.

Sí, una vez creí adivinar allí uno de esos lugares mágicos de la cristiandad, de piedra y alma –nihil plus-. De Martes Santo a Martes Santo, contemplando el cortejo que baja  hacia los grandes pórticos de la Magna Hispalensis al cobijo de la Giralda, viene a mi mente la Torre Berenguela y las antiguas escalinatas que descienden de la Quintana Dos Vivos a Quintana Dos Mortos en el viejo Santiago. Y me estremece pensar que el lugar posee el nombre exacto –también-, porque une esos dos mundos a la hora en que Cristo pasa mirando al cielo. Y al igual que, en ese rincón de Compostela,  las musas inspiraran a San Pedro de Mezonzo la creación de la Antífona del Salve Regina, aquí también debieron darse cita para que el Maestro Fulgencio Morón compusiera “Cristo en la Alcazaba”. Justo ahí, junto a la parte más alta de la vieja fortificación, defensa y custodia del alcázar sevillano.


Cómo no recordarlo todo, ahora en el estío, cómo no escuchar los pájaros… Ambos silencios de jade, ambos atardeceres malva… en primavera con la Plaza llena y silente… en verano semivacía y ausente.

Cierra los ojos y siéntelo corazón. Es fácil. Los astros te marcarán la manera. Siente desvanecerse el pulso y fundir con el trinar que unge el acento de las cosas. ¿Ves cuánto significa ese azulejo de Él mismo  y que Él no llega a ver por que busca el cielo, no sé… si su Giralda?  Sí, puedes verle llegar en su paso gótico junto al ocaso, ya la cruz de plata atisbó poniente. Notas la daga de la melancolía y suspiran, interrogan, las magnolias. Avanza la cofradía a hurtadillas y permanece la quietud invariable de la luz a la hora morada. Le ves, clama y le entendemos sin escucharle. Por el aura sostenida. Por el sendero corinto sobre su cuerpo, por su perfil cetrino que diluye la melaza de los geranios y la tarde... Se va yendo, se va yendo… -“le soir, le soir…” que decía Verlaine- por las rampas, con el aire, y vemos su silueta  desde el reposo contenido de la respiración que duda. Y percibimos que el mundo se ha suspendido, que nada vale más que su palabra. Que no fue en vano la fuerza del silencio.

Clamando la oración,  musita,
queriendo ser un grito, llora.
Plañe cortada y a media luz
la tarde que el dolor marchita,
que tanto la muerte se nombra,
que el cielo es rojo, no azul;
que esas llagas, que ahora brillan,
brotan de amor, nunca se borran,
son brújulas de norte y sur,
fuente rubí, que nos habita,
de la eterna misericordia
por las calles de Santa Cruz.

 “¿Dónde está tu costado, Señor? El costado de Dios son nuestros prójimos. Se oyen golondrinas irrumpiendo en la penumbra del oratorio…”  Así escribía Francisco Morales Padrón cuando hablaba de la también próxima Santa Escuela de Cristo. Aquella no pudo existir en ningún  otro lugar más que a su lado.

Y es que hay lugares donde Dios palpita, sitios a los que la historia los hizo leyenda. Allí la oración es callada. Por eso sentimos su poder en el silencio. Es más fácil escuchar sus latidos cuanto mayor es el recogimiento. Por ello, se dirige allí el alma, en este vacío del estío, para escuchar a Dios. Su señal en la piedra. Por ello, cuando en el atardecer del Martes Santo Él aparece por la plaza atestada de gente, sólo se escuchan respiraciones lentas y trinos de vencejos, y sólo pueden interrumpirse por el encantamiento de una música melancólica… o acaso, por el llanto contenido de la Virgen de la Antigua.

Aun sienten esas calles el dolor de tu ausencia la pasada Semana Santa, y vuelven a soñar con que florezca el calendario, con tu silueta nueva, que sólo pudieron hallar hecha sombra horizontal sobre su suelo en la noche del Via Crucis de cuaresma. Pero la lluvia que mojó su anatomía jamás podrá borrar tus huellas en su íntima esencia.



           Y esa esencia es la que vuelvo a recorrer hoy con la memoria de todo lo que aprendí de ti. Me llevo el recuerdo de mi padre como el mejor cicerone y me vienen los compases del Adagio de Albinoni, que quedaron anclados cierto verano por el Callejón del Agua. Sé, como dijo el maestro de Sevilla insólita, que la muerte es camino que todos hemos de recorrer. Pero te suplico piedad como Tú clamas al Padre. Miserere mei. Nada. Absolutamente nada es más fuerte que el amor.

sumhis