domingo, 1 de marzo de 2009

De profundis

A Migue, por las emociones compartidas bajo las trabajaderas


En la profundidad de lo oscuro llega algo de luz. Se ha parado el paso y tras los respiraderos se ve poco. Con respiración sudorosa y agotada se aspira olor del incienso y atisban llamas de ciriales y luces del último tramo. Suena el martillo y rachea el paso de costaleros por la oscuridad de Sales y Ferré en la noche del miércoles. Suena la música de capilla. Camina el Santísimo Cristo de Burgos.



Más negra está aún la plaza cuando llega Él. Allí nada se ve, salvo la piel de la víctima entre la luz de los cuatro hachones. Argüelles enmudece y, de tarde en tarde, es tan hondo el silencio que llega a interrumpirse levemente por compases de marchas fúnebres que provienen de las estrecheces de Alcaicería y aledaños. Todo en su justa medida, como la corta dimensión del cortejo hace que la Madre camine cerca del Hijo, que todos estemos más juntos, que seamos una familia, una hermandad a la vieja usanza como los grabados del XVII y XVIII, retrotrayendo la urbe al pasado hermoso de lo que fue, a la nostalgia de un ayer sepia.



Es entonces, cuando los costaleros rezamos bajo el paso, cuando viene a la mente la letra de aquel salmo atribuido al Rey David: "Desde lo más profundo grito hacia ti, Yahvéh” y al corazón aquellos versos de Dámaso Alonso que impresionaron en la juventud, y que parecen aprendidos para recitarlo en aquel momento dirigiéndoselo al que iba arriba:


“desde el pozo
de la miseria,
mi corazón se ha levantado hasta mi Dios,….

¡Déjame, déjame fermentar en tu amor,
deja que me pudra hasta la entraña,
que se me aniquilen hasta las últimas briznas
de mi ser,
para que un día sea mantillo de tus huertos!”.

La cruz se va haciendo más pequeña camino de la parroquia y se pierde en la opacidad del azabache. Suenan las llaves de San Pedro en el mismo momento en que llegan a la plaza los ciriales que preceden a Ella.

Ella está sola y cuando llega todo lo absorbe. Nada más podemos ver, en la noche que precede a la noche terrible. Sola, sola, sola. La noche más oscura con la luna más clara sobre el burdeos terciopelo. Ella va sola con su dolor. La Mujer de los ojos clavados en el cielo.

La saeta parece acompañada por unas notas de seguidilla acariciando las cuerdas de la guitarra del vecino Niño Ricardo. Sobre su cabeza la imagen de Santa Isabel con su hijo Juan jugando con Jesús queda tan lejos…

Sola, sola, sola…

Se halla en la profundidad del dolor, en los sótanos, por eso mira hacia arriba. Sin esperanza alguna, sin explicación a lo que le está pasando.

Busca con la mirada el cielo, pregunta y la angustia le hiere porque todavía no le ha llegado la respuesta. En los tejados de los edificios han dejado la solución. Mas Ella no la ve. En los zócalos de las alturas. Ángeles del pasado que nos animan, jilgueros que saben la verdad de la historia y, sobre todo, las campanas que repicarán dentro de cuatro días, como la del alto campanario de San Pedro donde, cuentan, habita un fantasma, un fantasma enamorado.

Ese espíritu romántico que quería cruzar su mirada con la de sus benditos ojos prendado de su belleza. Pero no había forma porque Ella los tenía amarrados a las alturas, perdidos en el limbo del sufrir. Para ello, subió al campanario y esperó el miércoles santo, pero a la salida de la cofradía se dio cuenta de que el techo de palio le impedía alcanzar tan hermosos ojos para perderse en ellos. Pensó en que a la vuelta, ya de madrugada, le sería más fácil cuando viniese de frente. Desde la máxima altura la ve venir al desembocar de Sales y Ferré en la lejanía y luego va bajando escalones, mientras se acerca el paso, para buscar sus pupilas bajo bambalinas. Tras mucho intento, sólo consigue su fin unos segundos, cuando al desembocar por la margen izquierda de la plaza llega y se acerca a la puerta antes de revirar para la entrada de espaldas al pueblo; en el interior, una nube negra y profunda reza con los antifaces puestos y escasa visibilidad. Él se asoma en el balconcillo más bajo de la torre y desde allí se cruza con sus ojos clavados y atormentados. Solo son segundos, pero allí permanece encerrado con tal de repetir la experiencia soñada cada miércoles santo.

Curiosamente, cuando esto ocurre toda la cofradía también está encerrada en el interior de la parroquia esperándola a Ella entre rezos patéticos, entre tinieblas, y con los cirios encendidos para dar calor al frío tenebroso del instante. Tras la entrada la acogemos con todo el amor del mundo, con todo el consuelo, con toda la esperanza de saber que su hijo resucitará, pero no hay forma humana de hacerle bajar la mirada. Se va quedando aún más sola, y marchamos a casa.

Mientras dormimos pensando en la grandeza del día que amanecerá mañana, Ella no puede dormir en el interior de San Pedro, en la nave del Evangelio, tras la candelería consumida. Ella siente el pánico del día que llegará con la luz. En la profundidad. No entiende nada. Tiene a su hijo junto a Ella, pero está muerto en la cruz, y ella lo vela, la soledad inunda su alma y busca inútil una respuesta con sus preciosos ojos colgados del cielo y sus oídos cerrados. La noche es larga en la vigilia, y cerca, muy cerca, a escasos metros, la torre es recorrida por un halo níveo, una taciturna sombra entre escalones que empaña de vaho los cristales, por un espectral vacío que suspira la espera de un año entero para intentar consolar a quien no puede escuchar, a quien no ve, a quien no vive en sí, para que recupere la vida, la ilusión, para anunciarle la sorpresa del amanecer del tercer día. Ese ánima encerrada en la torre permanecerá hasta el alba orando por Ella, entre el frío de cuarzo de las viejas piedras, en el silencio. Rezando por su amor imposible, por la Palma de su consuelo y su paz, por Ella, la Madre de Dios, la Mujer de los ojos clavados en el cielo.


sumhis

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