miércoles, 9 de octubre de 2013

Lo imposible es el olvido

Dónde está, pregunta el  aire madrugador de la víspera de luz de la mañana. Pregunta la primera luz, luego; cuando al colarse por el alto rosetón desciende a sus plantas, curvilínea, sin hallarse. Sin hallarla. Donde está, pregunta el silencio espeso de la parroquia vacía cuando el diálogo del ánima es secuencia inacabable que no obtiene consuelo. Y lo preguntan la cal de las paredes y el crepitar de la cera. Algún vecino despistado que no fue a despedirla… La luna de otoño, cuyos rayos se hacen primavera sobre el terciopelo de su manto. Los recuerdos que renacen cuando no se esperan, un leviatán de melancolía que busca asidero de fe en el dulce itinerario de certeza, que sólo salva su presencia. Dónde está, dónde está se lo pregunta el incienso al aroma secreto de las acacias… El índigo y la sombra, al azul y la plata. Las llagas abiertas, nunca curadas, eternamente abiertas de su Hijo. Oraciones musitadas, pisadas marchitas, versos suspendidos, notas calladas. Los días que pasan, su gente entre sueños… el reloj, que hiere y marca…  Sin saber a quién preguntar… Y algún transeúnte que, al ver la puerta abierta pasa porque no puede dejar de entrar, porque no evita el destino de buscarla…  Como la buscan desesperados los desterrados rincones de su gloria… de Duque Cornejo a Lira, desde Morera a Juzgado, de Moravia a Santa Paula… Un rosario de preguntas, predicado de su gracia.

Y así preguntan, y preguntan… Y dicen que a veces, sólo a veces… -ciegos y olvidadizos- la llama de la metáfora tiembla, y el tiempo se hace distancia.

Pero hay respuesta. Hay respuesta. Y la saben los viejos. Porque está escrita en el alma de sus calles. En fotografías indelebles de vidas que nos precedieron. En las lloradas páginas celestes de unas historia de seiscientos años. Es una respuesta simple. Ella está. Aunque no se le vea.

Imaginamos lo que fue perderla y, rotos por el dolor, situarla en los confines de la nada… Y nada nos parecerá esto… Pero, volved a imaginarla e inmediatamente sabremos que, sin embargo, estaba. Vana conmiseración de un anhelo guarecido, como el que lleva a la marea a volver a subir por el amor de la luna, así renace la devoción verdadera de los restos de sus propias cenizas…

Y así también lo sabemos aquellos que, cuando el curso terrible de los días sin luz nos llevó inermes al miedo frío -que sólo blanden las despedidas que son para siempre- sentimos que Ella estaba allí con nosotros. No hubo necesidad de contemplarla con los ojos, porque la estábamos viendo con el corazón. Por ello, no invocamos su regazo al abrigo de algo que la recuerde, pues como dijo el poeta, eso sería admitir que podemos olvidarla. Baste con colocar una flor desnuda cada día en un vaso de agua y sentiremos el mismo aroma de retama que perfuma el taller de un restaurador en la calle Pureza.

       Ninguna respuesta a la pregunta “dónde está” puede ser distinta… En nosotros. Ya restalle el silencio o ciegue la negrura. A pesar del vacío, que parece flotar en este tiempo. Porque el secreto quedó bien anclado. Al amparo de las raíces del cariño inagotable. Intramuros del amor más auténtico. En la verdad más serena de una intimidad llamada Sevilla. Un secreto con un nombre de ocho letras, con la belleza pura del azul… y una mirada, la sublime cadencia de su mirada perdida. 


sumhis

jueves, 21 de marzo de 2013

Carta a niños nazarenos

Queridos Pablo, Miguel, José, Martina y Lucía; 


       Ahora que la inminencia de la gloria nos envuelve a los mayores en una inquietud que destila el horizonte entre la melancolía y la ilusión, sé que en vosotros sólo crece la impaciencia. Hay cosas que aún sois pequeños para entender, descubrir; mas llegará el momento en que el corazón, o quizá la edad, os las revele. Y, será entonces, cuando comprenderéis que, si en estas horas veis alguna gota caer de los ojos vidriosos de vuestros padres no será amarga, será estela intacta, germinación y vida, será rocío… Alegría de haber vivido y la presencia en nosotros de quién nos falta. Porque cuando el Domingo al mediodía, estemos poniéndonos nuestras túnicas, con los sonidos de fondo de una radio que nos anuncia que todo ha comenzado desde el Porvenir… cuando nos ciñamos el cíngulo o el esparto y colguemos del cuello nuestra medalla, estaremos cargando sobre nosotros otro equipaje invisible. Ese metal precioso que yace intacto en el cofre inabordable de las vivencias… Aunque ahora no lo sepáis, estaremos vistiéndonos de recuerdos, y los instantes plasmarán una vía lactea chispeante sobre el alma. Estrellas. Tal vez, lágrimas. Nos abrocharemos las sandalias, nos despediremos con un te quiero y saldremos a la calle, pero nos acompañarán aquellos que siempre nos acompañaron. Y lo sentiremos con la misma visibilidad de lo cierto.

      Entre esos recuerdos, Miguel, veremos a tu padre que con tan sólo seis años se vistió como tú ahora te vistes de nazareno; y tu abuela Alicia, Martina, le cosió la túnica como ahora hace a sus nietos para que de la mano del abuelo Antonio partiera para San Julián desde un humilde piso del barrio de Pino Montano. Y Pablo, aunque tú no lo sepas, tu abuelo Paco estará por las calles de su querido barrio Macareno (Relator, Feria, Correduría) porque allí vio pasar tantas veces a nuestra cofradía con su eterna sonrisa, tal y como nos la ofrecía siempre; y aún sin verle, puedes estas seguro que allí estará. Y tú, Lucía, debes conocer que allí donde esté ese Cristo y esa Virgen estará el corazón de Papá, que intentando que tú no le vieras lloró como un niño cuando la salud de los suyos o las circunstacias le impidieron acompañarlos. Y cuando lleguemos a la Alameda, Jose, nos estará esperando allí tu abuelo Pepe, porque es allí donde siempre le gustaba vernos pasar… Precisamente él, hace treinta años, llevó por primera vez de la mano a tu padre vestido de azul y blanco; porque siempre supo disfrutar de la ilusión de sus hijos más que ellos mismos. Y allí o desde la distancia estarán contigo tus abuelas, la que te regaló tú primera túnica con sólo un año y la que te la arregla cada cuaresma para que todo esté perfecto. Y, asímismo, irán con nosotros todos los que desde hace seis siglos nos precedieron proclamando la fe por las calles y depositando sobre nuestras manos el maravilloso legado de nuestra Hermandad. 

     Por ello, os pido, y es algo no menos importante, que no olvidéis en casa la felicidad; que avive la satisfacción y el gozo, más natural y humilde que el orgullo, de ser herederos de aquellos doce que dieron su propia vida por aquel Maestro al que siguieron. De ser un granito de arena de la Iglesia. Que no os perturbe sus contingencias, ni la fatalidad, ni la vergüenza de sus propios errores, que como cualquier historia humana existen. Que nadie os la robe. Tener presente, siempre, que si nos echamos a la calle es para recordar a ese hombre de un pueblo llamado Nazaret que vivió hace dos mil años y pregonar la vigencia de su mensaje, el más hermoso de todos. Que llevamos la cara tapada –aunque muchos lo ignoren- porque no somos nosotros los protagonistas, sino nuestro Cristo y nuestra Virgen a los que acompañamos y para los que nosotros no somos más, ni tampoco menos, que una llama que le alumbra su camino. Que es la fe nuestro mayor tesoro. Que con ella nunca estaréis perdidos del todo por muy mal que venga el destino. Y no estéis tristes, porque en la fe gravita la esperanza, porque nos fiamos de su palabra, de la palabra de nuestro Cristo dormido que lo dio todo por nosotros, que es el mismo que está vivo en el sagrario, que nos espera siempre como sustento del alma. No dudéis en alimentaros de Él, en imitarle, en seguirle.Y no olvidar nunca, sobre todas las ideas, que Dios es amor. 

      Cuidad y mimad la tradición, la esencia, saberos parte de esa familia que nació hace seiscientos años a la sombra de una retama y que renació siempre de sus cenizas, y de esta bella y vieja ciudad de occidente tan diferente a todas. Que no os acompleje ni las modas, ni los prejuicios, ni eso que llaman globalización, pero tampoco permitid que se apoderen de Sevilla aquellos que la malentienden y -sin querer- la ridiculizan, envaneciéndose y presumiendo de una ciudad falsa. 

     Cuando nosotros no estemos podréis hablarnos con sólo mirar a Ella. Y cuando suene Hiniesta de Peralto recordaréis esta carta en un instante, sin necesidad de leerla. “Sólo con el pasado se forma el porvenir”1 .

       Sois nuestro orgullo y nuestra vida. Enseñad a los vuestros lo que nos enseñaron a nosotros nuestros padres; y cometed vuestros propios errores, no aquellos que cometimos nosotros. Para que, vida a vida, perdure siempre inacabable el reguero caudaloso que brota del pozo de la fe, el eterno rosario azul y plata que no perecerá indeleble por los tortuosos siglos de la memoria ni en la borrosa visión del horizonte. 

 sumhis

1-  Anatole    France

miércoles, 23 de enero de 2013

La luz verdadera


Amaneció de escarcha el campo, las calles, el alma.  Despaciosa brisa perlada tapizando el silente clamor del Monte de los Olivos, aquel lugar donde Ella había sentido de brozas el corazón traspasado. Sudor de estrellas que palpitaba de brea  el amanecer de los siglos. Era el sereno escalofrío de saberse entonces rota, rota por la pasión presentida, rota por la traición de uno de los suyos. Rota en sus entrañas -amor de los amores- en lo más preciado de su vida. Pero, ahora, proa al alba del día nuevo, una tela le cubría y le abrigaba el corazón del color de la esperanza.

Cerca de allí, descansaban los que acompañaron al Maestro, aunque le abandonasen de miedo al final, cuando llegó la hora. Tan sólo Juan, el hermano de Santiago, estuvo con Ella… Pero ya todo se había consumado. Y cerca, también, las mujeres ya se habían despertado.  Se habían puesto en marcha cargadas de esencias, aceites y perfumes para el cadáver sagrado que descansaba sobre la roca, para Él… para el Señor de las manos abiertas. Aquellas mujeres no entendieron por qué su Madre no quiso acompañarlas. Desconocían que Ella se encontraba ya lejos de la vía dolorosa que desde hacía tres días recorría su mente una y mil veces. Había puesto fin al negro terror de la pesadilla del recuerdo, había despegado por fin los párpados con los ojos empapados. Y se preguntaba a sí misma porqué no entendió sus palabras. La oronda plenitud de lo cierto. Su perfil era surcado por el mismo rocío que le brotó de llanto en Getsemaní cuando vio a su hijo vendido por un beso. Pero, era emoción lo que albergaba de sentido aquella aurora…  Pues le habitaba por dentro la luz verdadera, aquella que no cesa al albur de las penas ni oscila al socaire de los gozos, aquella que viste de brillo el arca de la auténtica fidelidad, la que resiste el huracán para merecer alumbrar las noches que a sotavento esperan. Y alcanzó a recordar: el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. (Mt 28, 5)

Sin claridad apenas, María Magdalena llegó la primera al sepulcro y no vio la roca que cerraba la entrada. Después vislumbró unas alas de ángel y halló la tela blanca impregnada de rubí sobre la piedra inerte. Buscó a las otras con su mirada y aterida oyó nítidamente: “No os asustéis. Estáis buscando a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí”. (Jn 8, 1) Después le vio.

Llorando fue en busca de los Apóstoles, la calle se irisó de pronto, desapareció en su mente el suelo de hoces de la calle de la Amargura y nacieron para siempre los lirios, los claveles… y los geranios de la calle Santiago. Pero ni Santiago, ni Pedro, ni Juan, que fueron los primeros en escucharla le creyeron.

La de Magdala prosiguió, sin pausa, con el tesoro a buen recaudo de la buena nueva. Habían perecido las esquirlas del camino. Buscó a María y la encontró con la luz. Su rostro había rejuvenecido, las lágrimas ahora eran sólo rocío del cielo que adornaban su rostro. Llena de gracia. Con la expectación intacta de la Anunciación, con el orgullo indeleble de haber sido hogar primero de aquel  pastorcillo, con la alegría inacabable de ser pedestal y Madre de la Redención. Con la misma marca en el semblante de haber sido testigo no guarecido de la pasión y el júbilo en el hondo desgarro de su espíritu de madre. Belleza pura, Rosa de nácar…
 Contemplando sus ojos la entendió perfectamente…. Ella lo sabía. Los regueros que atravesaban sus mejillas nacían de la esperanza. Y rememoró la palpitante templanza de su rostro cuando poco antes declinó acompañarla al lugar donde fue sepultado el cuerpo de su Hijo. Lo entendió  todo: Ella sabía que allí no estaba… Porque Ella ya le había visto.

Un pulso telúrico abrazó el instante… Y una flauta de leyenda sonó en la Marisma. Hacía frío y se abrigó. Se arropó con un manto verde, un manto verde que años después, siglos después será bordado en oro por el amor de sus hijos.

Y así fue, resplandor de lucero vivo, que Lope de Vega parafraseara: “En la Virgen con tal arte usó Dios de su primor, que lo más en lo menor y el todo encerró en la parte”. Y  por ello, el incansable peregrino de la paz, Juan Pablo II,  reseñara que, aunque no lo mencionasen los evangelios, Jesús se le apareció también a María antes que a nadie.

Días más tarde, presenció la venida del Espíritu Santo con la misma  gloria de la Pascua… con la misma belleza del Lunes santo. Hacia la luz…

Al alba que de gloria tornó espanto
Idéntica emoción y tan distante
De lágrimas inermes delirantes
Como un Pentecostés de verde manto
Media luna a sus pies, romero, acanto
Fue fruto del amor de la semilla
Rocío Doloroso de Sevilla

            Misterio singular de Lunes Santo.



sumhis