Amaneció de escarcha el campo,
las calles, el alma. Despaciosa brisa
perlada tapizando el silente clamor del Monte de los Olivos, aquel lugar donde
Ella había sentido de brozas el corazón traspasado. Sudor de estrellas que
palpitaba de brea el amanecer de los
siglos. Era el sereno escalofrío de saberse entonces rota, rota por la pasión
presentida, rota por la traición de uno de los suyos. Rota en sus entrañas -amor
de los amores- en lo más preciado de su vida. Pero, ahora, proa al alba del día nuevo, una tela le cubría y le
abrigaba el corazón del color de la esperanza.
Cerca de allí, descansaban los
que acompañaron al Maestro, aunque le abandonasen de miedo al final, cuando
llegó la hora. Tan sólo Juan, el hermano de Santiago, estuvo con Ella… Pero ya
todo se había consumado. Y cerca, también, las mujeres ya se habían despertado.
Se habían puesto en marcha cargadas de
esencias, aceites y perfumes para el cadáver sagrado que descansaba sobre la
roca, para Él… para el Señor de las manos abiertas. Aquellas mujeres no
entendieron por qué su Madre no quiso acompañarlas. Desconocían que Ella se encontraba
ya lejos de la vía dolorosa que desde hacía tres días recorría su mente una y
mil veces. Había puesto fin al negro terror de la pesadilla del recuerdo, había
despegado por fin los párpados con los ojos empapados.
Y se preguntaba a sí misma porqué no entendió sus palabras. La oronda plenitud
de lo cierto. Su perfil era surcado por el mismo rocío que le brotó de llanto en
Getsemaní cuando vio a su hijo vendido por un beso. Pero, era emoción lo que
albergaba de sentido aquella aurora… Pues le habitaba por dentro la luz verdadera,
aquella que no cesa al albur de las penas ni oscila al socaire de los gozos,
aquella que viste de brillo el arca de la auténtica fidelidad, la que resiste
el huracán para merecer alumbrar las noches que a sotavento esperan. Y alcanzó a
recordar: el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que
tendrá la luz de la vida”. (Mt 28, 5)
Sin claridad apenas, María
Magdalena llegó la primera al sepulcro y no vio la roca que cerraba la entrada.
Después vislumbró unas alas de ángel y halló la tela blanca impregnada de rubí
sobre la piedra inerte. Buscó a las otras con su mirada y aterida oyó
nítidamente: “No os asustéis. Estáis
buscando a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí”.
(Jn 8, 1) Después le vio.
Llorando fue en busca de los Apóstoles,
la calle se irisó de pronto, desapareció en su mente el suelo de hoces de la
calle de la Amargura y nacieron para siempre los lirios, los claveles… y los
geranios de la calle Santiago. Pero ni Santiago, ni Pedro, ni Juan, que fueron
los primeros en escucharla le creyeron.
La de Magdala prosiguió, sin
pausa, con el tesoro a buen recaudo de la buena nueva. Habían perecido las
esquirlas del camino. Buscó a María y la encontró con la luz. Su rostro había
rejuvenecido, las lágrimas ahora eran sólo rocío del cielo que adornaban su
rostro. Llena de gracia. Con la expectación intacta de la Anunciación, con el
orgullo indeleble de haber sido hogar primero de aquel pastorcillo, con la alegría inacabable de ser
pedestal y Madre de la Redención. Con la misma marca en el semblante de haber
sido testigo no guarecido de la pasión y el júbilo en el hondo desgarro de su
espíritu de madre. Belleza pura, Rosa de nácar…
Contemplando sus ojos la entendió perfectamente….
Ella lo sabía. Los regueros que atravesaban sus mejillas nacían de la
esperanza. Y rememoró la palpitante templanza de su rostro cuando poco antes
declinó acompañarla al lugar donde fue sepultado el cuerpo de su Hijo. Lo entendió todo: Ella sabía que allí no estaba… Porque
Ella ya le había visto.
Un pulso telúrico abrazó el
instante… Y una flauta de leyenda sonó en la Marisma. Hacía frío y se abrigó.
Se arropó con un manto verde, un manto verde que años después, siglos después
será bordado en oro por el amor de sus hijos.
Y así fue, resplandor de lucero
vivo, que Lope de Vega parafraseara: “En
la Virgen con tal arte usó Dios de su primor, que lo más en lo menor y el todo
encerró en la parte”. Y por ello, el
incansable peregrino de la paz, Juan Pablo II, reseñara que, aunque no lo mencionasen los
evangelios, Jesús se le apareció también a María antes que a nadie.
Días más tarde, presenció la
venida del Espíritu Santo con la misma gloria
de la Pascua… con la misma belleza del Lunes santo. Hacia la luz…
Al alba que de gloria tornó
espanto
Idéntica
emoción y tan distante
De lágrimas inermes delirantes
Como un Pentecostés de verde
manto
Media luna a sus pies, romero,
acanto
Fue fruto del amor de la semilla
Rocío Doloroso de Sevilla
Misterio singular de
Lunes Santo.
sumhis
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