miércoles, 23 de enero de 2013

La luz verdadera


Amaneció de escarcha el campo, las calles, el alma.  Despaciosa brisa perlada tapizando el silente clamor del Monte de los Olivos, aquel lugar donde Ella había sentido de brozas el corazón traspasado. Sudor de estrellas que palpitaba de brea  el amanecer de los siglos. Era el sereno escalofrío de saberse entonces rota, rota por la pasión presentida, rota por la traición de uno de los suyos. Rota en sus entrañas -amor de los amores- en lo más preciado de su vida. Pero, ahora, proa al alba del día nuevo, una tela le cubría y le abrigaba el corazón del color de la esperanza.

Cerca de allí, descansaban los que acompañaron al Maestro, aunque le abandonasen de miedo al final, cuando llegó la hora. Tan sólo Juan, el hermano de Santiago, estuvo con Ella… Pero ya todo se había consumado. Y cerca, también, las mujeres ya se habían despertado.  Se habían puesto en marcha cargadas de esencias, aceites y perfumes para el cadáver sagrado que descansaba sobre la roca, para Él… para el Señor de las manos abiertas. Aquellas mujeres no entendieron por qué su Madre no quiso acompañarlas. Desconocían que Ella se encontraba ya lejos de la vía dolorosa que desde hacía tres días recorría su mente una y mil veces. Había puesto fin al negro terror de la pesadilla del recuerdo, había despegado por fin los párpados con los ojos empapados. Y se preguntaba a sí misma porqué no entendió sus palabras. La oronda plenitud de lo cierto. Su perfil era surcado por el mismo rocío que le brotó de llanto en Getsemaní cuando vio a su hijo vendido por un beso. Pero, era emoción lo que albergaba de sentido aquella aurora…  Pues le habitaba por dentro la luz verdadera, aquella que no cesa al albur de las penas ni oscila al socaire de los gozos, aquella que viste de brillo el arca de la auténtica fidelidad, la que resiste el huracán para merecer alumbrar las noches que a sotavento esperan. Y alcanzó a recordar: el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. (Mt 28, 5)

Sin claridad apenas, María Magdalena llegó la primera al sepulcro y no vio la roca que cerraba la entrada. Después vislumbró unas alas de ángel y halló la tela blanca impregnada de rubí sobre la piedra inerte. Buscó a las otras con su mirada y aterida oyó nítidamente: “No os asustéis. Estáis buscando a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí”. (Jn 8, 1) Después le vio.

Llorando fue en busca de los Apóstoles, la calle se irisó de pronto, desapareció en su mente el suelo de hoces de la calle de la Amargura y nacieron para siempre los lirios, los claveles… y los geranios de la calle Santiago. Pero ni Santiago, ni Pedro, ni Juan, que fueron los primeros en escucharla le creyeron.

La de Magdala prosiguió, sin pausa, con el tesoro a buen recaudo de la buena nueva. Habían perecido las esquirlas del camino. Buscó a María y la encontró con la luz. Su rostro había rejuvenecido, las lágrimas ahora eran sólo rocío del cielo que adornaban su rostro. Llena de gracia. Con la expectación intacta de la Anunciación, con el orgullo indeleble de haber sido hogar primero de aquel  pastorcillo, con la alegría inacabable de ser pedestal y Madre de la Redención. Con la misma marca en el semblante de haber sido testigo no guarecido de la pasión y el júbilo en el hondo desgarro de su espíritu de madre. Belleza pura, Rosa de nácar…
 Contemplando sus ojos la entendió perfectamente…. Ella lo sabía. Los regueros que atravesaban sus mejillas nacían de la esperanza. Y rememoró la palpitante templanza de su rostro cuando poco antes declinó acompañarla al lugar donde fue sepultado el cuerpo de su Hijo. Lo entendió  todo: Ella sabía que allí no estaba… Porque Ella ya le había visto.

Un pulso telúrico abrazó el instante… Y una flauta de leyenda sonó en la Marisma. Hacía frío y se abrigó. Se arropó con un manto verde, un manto verde que años después, siglos después será bordado en oro por el amor de sus hijos.

Y así fue, resplandor de lucero vivo, que Lope de Vega parafraseara: “En la Virgen con tal arte usó Dios de su primor, que lo más en lo menor y el todo encerró en la parte”. Y  por ello, el incansable peregrino de la paz, Juan Pablo II,  reseñara que, aunque no lo mencionasen los evangelios, Jesús se le apareció también a María antes que a nadie.

Días más tarde, presenció la venida del Espíritu Santo con la misma  gloria de la Pascua… con la misma belleza del Lunes santo. Hacia la luz…

Al alba que de gloria tornó espanto
Idéntica emoción y tan distante
De lágrimas inermes delirantes
Como un Pentecostés de verde manto
Media luna a sus pies, romero, acanto
Fue fruto del amor de la semilla
Rocío Doloroso de Sevilla

            Misterio singular de Lunes Santo.



sumhis

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