domingo, 5 de julio de 2009

La talla de un sueño

Soñó que estaba soñando y soñando despertó. Los sueños son sólo sueños… sueños son, se dijo. Se incorporó, abandonó el lecho y corrió a buscar su hijo en su nido. Aurora boreal en la oscuridad del descanso y brillo en su mirada al alcanzarlo. Ese hijo que sólo vino porque Dios lo quiso, no era su plan, al menos no aún, era tan joven, pero aceptó: no era más ni menos que designio, y todo ello, con la adolescente fiebre de miedo y esperanza, ilusión, pudor, impaciencia… Tanta inquietud y zozobra, tantas horas dulces de anhelos, tanto esfuerzo en explicarse, tanto que contar y que, pensaba, quedaría en sus adentros, tanto sinvivir desde que Gabriel le habló, le había traído luego la mayor de las recompensas. Toda la expectación del anuncio se convirtió en amor al alumbramiento. Carne de su carne. Vida nueva que vencía tempestades, persecuciones. Era Él. Ese niño que arrimaba a su regazo. Esa piel limpia, esa luz de los tiempos materializada en su vientre, que nació de su interior, que en ella habitó nueve meses –Casa de Dios- y que, ahora acercaba, abrazaba, besaba con inconfesables ganas de robárselo a Morfeo, de verle abrir los ojos.

Pero no, no debía. Cerró ella los suyos y los abrió de inmediato. No quería volver a verlo como en el sueño, no más cerrar los ojos; volvía a mirarlo con los párpados bien abiertos para comprobar que en su bendita frente no había restos de corona de espinas, que no había llagas ni coágulos por su cuerpo, que sus manos y sus pies no estaban atravesados, que nada emanaba de su costado divino, que la flacidez del sueño nada tenía que ver con el rigor mortis de aquél que sostenía en sus brazos en aquella absurda pesadilla, de la que acababa de despertar. No quería, ni podía imaginar ningún matiz premonitorio en aquella experiencia, se negaba, jamás podría pensar siquiera soportarlo, admitir la dureza de perderlo, de perder a Aquél que en su plena juventud le había sobrevenido marcándola para siempre y dándole eterno significado a su propia vida. Las lágrimas cayeron por su rostro sin saber bien porqué, mojaban la piel de melocotón de sus mejillas, de aquella joven de Nazaret, alba inocencia de dulce hermosura. Y así quedó perpleja, perdida, meditabunda con su hijo en los brazos y la mirada errante hacia la oceánica profundidad de lo divino por el devenir de su idea. Tanto, tanto así que ésta tomó vida propia, se hizo materia, materia viva, para volar, para volar lejos. Malva libélula del pensamiento. Y voló, en busca de mundos y eternidades, voló, voló, voló lejos, conoció lugares y épocas, viajó por valles, mares, ríos, montañas, conoció imperios, guerras, miserias y grandes descubrimientos. Y llegó a la Giralda, la ciudad que adormecida a su sombra crecía por calles de gracia, y que llamaban –precisamente- Tierra de María. Aquellos rincones que la enamoraron por sus misterios, quedó a la orilla del río que la acariciaba, para embeberse en el romanticismo de sus noches y en la pureza del azul de su cielo, donde la melancolía era un componente más del aire. Allí, sin resistirse, sin pensarlo, casi sin quererlo… Allí habitó. Habitó meses, años, siglos.

Y un Miércoles Santo, en el atardecer de la calle Almansa supo que le había llegado su final. Inició su último, lánguido vuelo, cuando de lejos vio llegar a una niña vestida de Reina sobre un delicado monte de claveles. Su corazón iba atravesado por un puñal. Rosa de Piedad del Arenal. Entendió que los sueños podían ser fotografiados. Vio el espejo de aquel duermevelas. ¡Qué paradójico insomnio! ¡Qué caprichoso insecto ha de adentrarse en la cabeza de los artistas para crear una madre más joven que su propio hijo! Y no alcanzó a medir tanto dolor y tanta belleza, que ni aquella Piedad de Miguel Ángel que llegó a conocer pudo igualar en la experiencia vital que el viento le traía desde Nazaret junto a la hija de Joaquín y de Ana. Venía la Flor baratillera rodeada de su gente y seis candelabros la escoltaban, le sucedía una cruz vestida con blanco sudario. Alba inocencia de dulce verdad. Era la joven y era su hijo, aquellos del sueño, aquella imagen onírica que estando muerta tanto sentir desprendía. Misericordia de amor sobre nostalgia virgen, sobre la tarde pura.

Se fue desvaneciendo como una llama votiva, lívida libélula, en sí misma, para hallar su propia eternidad a las plantas de aquella escultura de un sueño, del sueño que, al fin y al cabo, la hizo nacer. Entre las flores. Murió durmiendo su secreto, soñando que moría, soñando que soñaba.
sumhis

4 comentarios:

ANTONIO SIERRA ESCOBAR dijo...

De verdad, esto es sublime, impresionantemente dulce y bello. Merece la pena esperar tara leer tanta delicadeza y sensibilidad.

Diego Romero dijo...

A la tarde pura y clara
de celestes abundancias
y de toreras distancias
la atraviesa cual puñal,
la belleza de su Cara
y la suave fragancia
que reparte con prestancia
la Rosa del Arenal.

Sumhis dijo...

Muchas gracias por vuestros comentarios, y por tu preciosa poesía Lacava, que sin duda enriquecen en este humilde blog.

Sumhis dijo...

Perdón, quería decir que enriquecen a este blog, no que sean enriquecidos por publicarse en él. Faltaría más... Gracias de corazón