lunes, 17 de mayo de 2010

Lo que sólo contó la madera

Habían pasado dos noches desde que Jesús había muerto. No era aún de día y amaneció serena. Atrás quedaron agónicos despertares de amargura, viajes recientes al ecuador del dolor de lo vivido junto al Hijo.
En otro lado, aún dormían aquellos que acompañaran al Maestro, y el discípulo amado que estuvo junto a Ella por el duro caminar de la Vía Dolorosa.
Sin embargo, ya a esa hora, otra María, la Magdalena, había salido de casa hacia el sepulcro.
La Madre miraba, veía, el infinito con sus bellos ojos de aurora. Se preguntaba a sí misma como había olvidado sus palabras. No le había entendido. Paradójicamente, la de Magdala no comprendía lo contrario, el porqué la Madre, ya despierta, no quería velar el cadáver de su Hijo, por qué no habría querido ir con ella y las otras mujeres a perfumar su bendito cuerpo.
Solía despertar sobresaltada de las pesadillas que le aterraban en la negra pasión de la madrugada. Afligida no dejaba de recorrer la larga vía del dolor –una y otra vez- cada vez que unía los párpados. Un puñal de oro le atravesaba de oro el corazón. Confiaba en Él, en su palabra, pero a veces la pena era más fuerte: “No me llaméis Noemí, llamadme Mara”[1]. Y se hacía un silencio virgen, sufrido pero esperanzado, desabrido pero expectante, un silencio puro, silencio blanco.
Al llegar a oscuras María Magdalena al sepulcro, echó en falta la piedra que tapaba la entrada. Luego vio dos ángeles y la sábana ensangrentada que descansaba sobre la piedra fría. Agitada se volvió hacia las otras y temblando escuchó aquellas palabras: “No os asustéis. Estáis buscando a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí”[2]. Y, entonces, salió llorando y Él se le apareció.
Corrió hacia la casa donde estaba Pedro y el discípulo que pocos días atrás intentó, sin conseguirlo, consolar a la Madre por la calle del profundo nombre, la Amargura; el más joven, el discípulo amado. Pero no le creyeron.
Entretanto aquellos ángeles, vestidos de blanco, que habían estado esperando en el sepulcro ya no estaban allí… habían recibido un último recado.
María Magdalena fue a ver a la Madre del Maestro, con el ansia de la buena nueva… y al llegar la encontró. Cinco lágrimas recorrían su bello rostro, rejuvenecido, lleno de gracia, expectante como hubo de estar aquel día que fue anunciada. La cara más bonita que jamás pisara la tierra. Frontera del cielo. Dolor insinuando sonrisa. Le miró a los ojos, y la entendió… le sabía vivo. No era tristeza lo que hacía brotar aquellas lágrimas. Comprendía, ahora, la Esperanza de la mirada cuando antes le había dicho que no, que no quería ir, que no quería acompañarla a aquel sitio donde había reposado el cuerpo de su Hijo. Lo entendió. Ella sabía que allí no estaba… Porque Ella ya le había visto.
Acababa de amanecer, hacía frío y sin decirle nada, tomó un manto verde que había junto a la entrada de luz de la ventana y la arropó. Esa tela bordada asemejaba la red de pescar de alguno de los apóstoles.
“No sale tan hermoso el lucero de la mañana —dijo, siglos después, fray Luis de Granada—, como resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel espejo sin mancilla de la gloria divina”. Y, por eso mismo, Juan Pablo II afirmó que aunque no lo mencionasen los cuatro evangelios Jesús se le apareció también a Ella, seguramente antes que a nadie.
Y, por ello, aquellos ángeles que abandonaron el sepulcro tras la llegada de las mujeres eran los mismos que habían ido a copiar a la Madre y que trajeran su imagen a la tierra, como dijese el pregonero[3] –para dejarla en Sevilla-, como el último de los evangelios, postrer y vivo, que de la Pasión y la Pascua se había hecho madera para la humanidad.
Así fue como la Calle de la Amargura se hizo la Calle Ancha.
En dos largas, profundas, noches la Madre del Señor había cruzado de un extremo al otro la Calle Feria.

sumhis


[1] Rt 1, 20
[2][2] Mc 28, 5
[3] Antonio Rodríguez Buzón, Pregonero de la Semana Santa de Sevilla de 1956.

1 comentario:

ANTONIO SIERRA ESCOBAR dijo...

No pudo ser más hermoso de como lo cuentas. ¡magnifico!. Un abrazo.