miércoles, 25 de agosto de 2010

Cuatro mañanitas

Era una mañana cobalto del inicio de noviembre. Ella entró en la iglesia cargada de peso e incertidumbres que le apresaban las entrañas y el alma. Se dirigió a la derecha, a la nave de la Epístola en aquella vieja parroquia. Allí andruque estaban sus referentes de la fe, cuando aún residían en San Román. Se arrodilló y les habló. Le costó, porque deseaba llorar; mas el nudo a desatar era tan enrevesado que no podía. Maldito fuese el día que se enamoró y se olvidó de la vida. De la verdad de la vida. Mal tabardillo le diese al veneno del azúcar y la pasión. Se acarició el vientre, ese ignoto adarve de misterio en que se había tornado desde que perdió el arate. Y le pidió salud a su Cristo moreno y, luego, compartiendo las Angustias de su madre la miró sin decirle ná, porque sobraban las palabras. Tras un larguísimo rato salió a la incógnita de la llovizna templada, por la calle del abismo, por la calle Butrón. Sin las ideas claras pero con una mijita de consuelo. 


Ojalá saliese todo bien, aunque no era bueno el pálpito… Fue a buscar a él para darle la buena nueva, lo que para ella –a pesar de todo- era buena nueva. Sus acais empapados perseguían complicidad en los suyos, pero aquellos eran otros de los que chanelaba, no era aquel mirar de canela, era singaló. Percibió que todo fue una quimera. “Pena negra, mal de amor”[1]. Él le pidió, le exigió –ironías del destino- que se “quitase” aquélla vida que ya albergaba dentro de sí. Ella no podía comprenderlo… intentaba descubrir el lado oscuro de aquel hombre que no entrevió hasta entonces, procuraba escudriñar con su limpia mirada de azabache, pero era inútil. Todo mentira. Qué ingenua, qué tonta… malas puñalás. Y ahí, ahí, justo ahí, se le aclararon las ideas -se encontró la diferencia, que diría la Fernanda[2]- , tanto que su piel parecía aún más oscura al contraste de su mente. Con la li de haber desatado la verdad, se volvió a tocar el vientre poniendo en las yemas de sus dedos todo el amor de laurel y rosas, todo el cariño de la enjundia que busca y que busca hasta bajo las piedras, que encuentra, que muere y mata… toda la ceguera de la fe. Y lloró. Sí. Lloró de vuelta a casa, en el autobús, recordando por soleá




“Hasta la fe del bautismo

la empeñé por tu querer,

ahora te vas y me dejas

que te castigue Undebé”[3]



Y pensando como contarle todo a sus padres le visitaron los tercios de aquel cante innombrable de la Niña de los Peines:






“Quisiera yo renegar

de este mundo por entero,

volver de nuevo a habitar

por ver si en un mundo nuevo

encontraba más verdad”.[4]




Y rezaba por saber defender el valor de la decisión, que sin camelo, sin el menor resquicio de toda duda tenía más que tomada…. Pero, su bato se lo puso muy fácil, ese niño nacería y no estaba sola para cuidar de él…. 



Pasaron los días y, poco a poco, sus cuitas y duquelas fueron desapareciendo. Una tarde recibió una llamada de teléfono, una señora a la que apenas conocía quería hablar con ella… Se citaron en un café del centro. Aquella dama de alta cuna, de comunión diaria, y de exquisitas formas, se presentó saludándola con un falso cariño que le hizo poner más celo y acán en escuchar su propuesta. Tras hablar con ademanes solemnes que fingían disculpa y acercamiento, le ofreció un sobre con dinero para que no naciese aquella criatura. Aquella que, estando en su vientre, ya amaba con toda su alma. Esa personita a la que tanto ya le había hablado… Atónita le escuchó sólo unas palabras más. La que pudo ser su suegra le indicó que en sus planes no albergaba que su hijo se casase con alguien que vendiese cá, que despachaba pescado por las mañanas y cafés por las tardes, aunque -eso sí- no tenía nada contra su raza… Se levantó, la paró en seco con un gesto de la mano y se fue… 

Era una cálida mañana de verano cuando la aurora temprana había regalado el lucero más reluciente de agosto en la cunita de un hospital. Una cunita que le esperaba con el cordón de la medalla de la hermandad de los Gitanos anudado entre sus hierros. Atando el dulce hechizo de clavo para siempre. Derrota de sol sobre el mal fario. Todo el embrujo de los cielos límpidos de la canícula, de amaneceres de estío y duende de oro en los rayos que le invaden. Llegó con salud, después de muchas angustias. Cascabel de bronce. ¡Pero, quién dijo que su vida se había arruinado, si era el don más baré que Undebé ofreciera! Y cómo podía haber gente que osara matar, qué egoísta maldad o que pesares más desquiciados de atrona chalaúra podría incitar a renunciar al mayor de los tesoros, -como podía haber gente tan perdida y gente tan hipócrita- malditos fuesen los dogmas falsos y los convencionalismos traidores. Jamás entendió como había quien consideraba progresista inventarse un derecho de la mujer para –decidir- acabar con un indefenso ser creado por ella misma ni, menos aún, quien condenando la práctica la practicaba en secreto. Alabado Dios y la fe sencilla de los humildes. En esa intimidad estaba, mirando los ojos entreabiertos de su cielo, cuando aquella señora llegó rompiendo la cana. Al aparecer le hizo levantar la vista, quiso besarlo y lo apartó, apartó aquel cuerpo de rosa de aquellos labios sucios de carmín caro. Sin querer. Traía un sobre de regalo. Y sin siquiera abrirlo lo rechazó. La miró a los ojos y le espetó de pronto: “¿va ahí el mismo dinero con que quisiste matarlo”. Aquella señora huyó despavorida y nunca más vio a su nieto. Pero la madre se quedó arrepentida, muy arrepentida; a pesar de todo, de aquellas palabras que de sus adentros más hondos salieron. Días más tarde pedía perdón al Señor. El mismo día que fue a San Román para hacer hermano a su hijo en la lista de la G, de la G de la gloria…

Mañanita de diciembre. Años más tarde –cosita mala-; ahora que lo ha logrado no, ahora que su hijo se ha criado con su esfuerzo sin desmayo, de antes y ahora… ¡ahora no! No puede malograrse el camino que ella le allanó a base de sacrificios desde los años de su desapercibida juventud. Estaba en una fría consulta y cuando escuchó al médico, le respondió “¡que espere sentá la parca!” Y toda la fuerza telúrica de las entrañas del yo auténtico respondió que no. Salieron al frío entre el olor de alhucema y el adviento pululante de la mañana, expectación de portal, que la navidad por nacer ofrecía. Nueva visita al encuentro de su Angustias para pedir salud, salud y fuerza para superar operación, radioterapia, quimioterapia, etc, Salud para ella, pero salud para que le permitiese cuidar aquella vida, que por albergar en su vientre, sin pedirlo, siempre defendió más que la suya propia…

Es la mañana del Viernes Santo, la mañana de las mañanas. Meses ha. Un pueblo, no una raza, se hace cofradía, a compás… Sentada en una silla, convaleciente, pero radiante. Dios le ha dado una nueva oportunidad. Los pronósticos son muy optimistas. Mas no debe estar allí, aún está muy delicada… ¡Y quien se va a perder ese momento! Tanto que agradecer. Cuando llega su hijo, vestido de blanco y terciopelo morado, hecho un pincel de dieciocho años y tan cerca ya de la Virgen morena que despunta el alba, Azucena morena coronada, ella ya ha disfrutado gloria del discurrir de su cofradía. Cibando con sus ojos desde el solemne llegar de la dorada cruz de guía, hasta los cirios rojos; desde el guión del sacramento hasta los ciriales que anuncian al moreno, mientras su honda música de guitarra escondida y cornetas vistas se deja percibir en la breve distancia de los sentimientos. Rozando las puntas asimétricas de la mañana. Y luego Él acariciando la cruz, oscilando su túnica con el mismo arte del capote bohemio de Morante. Oscilando la grandeza de la niebla de la vida en la mañana del día que sucede madrugadas violetas. Y ella, mirándole firme y torcida, le pide que siga ayudándola para verle el próximo año, para que su retoño pueda empezar la carrera de Derecho -cumpliendo su sueño-, fuerzas para seguir criándolo igual de bien y para que él no se despiste y saque tan buenas notas como siempre. Porque sí Él le da fuerzas, de todo lo demás, como siempre, se ocupará ella. Por ma cuando llega su hijo tan cerquita de las Angustias, le besa sabiendo que es él el orgullo de su victoria y la victoria de su vida. La victoria de la fe. Sencilla como la verdad. Como el agua, como el agua clara[5] que se refleja en las lágrimas de la triste violeta apenada, la que viene pero nunca pasa. [6]

Y así raya el día la cofradía flamenca. Y así, mañanita a mañanita se escribe la historia. Y se seguirá escribiendo. Ella se llama Carmen, no le importará que la nombre, ni siquiera que ponga sus apellidos, y hasta su DNI, pero tampoco que no lo haga, qué más da. Si nunca hizo nada buscando premio, protagonismo, alabanza… Qué más da. Es lo de menos, aunque esta absurda sociedad no lo entienda.

Y así, tan despacio y ligero como pasa el tiempo junto a la Virgen de las Angustias, pasa la cadencia de la vida. Con sacrificios y, a veces, logros. Con suavidad y el pellizco del cimbrear de varales al son de una zambra melancólica. Con la elegancia y naturalidad que da la verdad. Duro es superar los obstáculos del camino, no tirar por atajos de conveniencia. Dulce la gloria de no volver la espalda a la conciencia. 

Sencilla es la fe, la fe verdadera. 


sumhis


[1] Fragmento de la canción “Trece Planetas” de El Último de la fila
[2] Referencia a la letra de un célebre cante de ”Fernanda de Utrera”
[3] Letra de una soleá que hizo famosa Pastora Pavón “La Niña de los Peines”
[4] Petenera, cante que, según tradición gitana, da mal fario
[5] Letra de los tangos homónimos que cantaba José Monge “Camarón de la Isla”
[6] Cita del Pregón de Antonio Rodríguez Buzón de 1956.

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