Cuando
el bullicio va alejándose de los Terceros, ya destaca el exorno de los pasos, al
final de la calle Santiago. Dos mundos cercanos y distantes. Los cirios
consumidos, las rosas cercanas a marchitarse en la calle Sol y el olor a flor
fresca y a cera intacta en la antigua Plaza de López Pintado. La Virgen del
Subterráneo está acompañada por hermanos vestidos de túnica blanca que se
despiden de Ella agradeciéndole haber podido estar allí un año más. La del
Rocío por otros hermanos que le piden poder realizar su estación de penitencia
horas después, poder preceder su camino de ida y vuelta a la Catedral, poder
estar con Ella y su bendito Hijo.
Otra
multitud se va formando junto a la puerta de San Roque esperando la cercana
proximidad de la cruz de guía que diseñara Manuel Seco Velasco. El puente
espera a la Estrella. La Amargura pasa por el Salvador y el Amor está saliendo
de la Catedral, mientras por San Marcos se escuchan los sones que acercan el
itinerario de vuelta de la leyenda azul y plata. Es Lunes Santo, sí, ya es
Lunes Santo.
Mientras
se ponen flores por distintos sitios de la ciudad, dibujando una vía láctea
sentimental que alumbra de ilusión su geografía, la nostalgia más entrañablemente
verdadera estremece la memoria en el regreso de las cofradías de la tarde que
engendró esta noche. Para ellas aún es Domingo de Ramos.
Impacientes,
las hermanas de la Cruz aguardan la poética aparición del cortejo de silencio
blanco, que anticipará la eterna visión del llanto amargo de la Madre de Dios
consolada por el discípulo que le mira, como le mirase hace siglos por la vía
dolorosa. El Señor de Pasión, en su pequeña Capilla, a ras de suelo, ve abrirse
las puertas del Salvador para que comience a entrar la segunda parte de la cofradía
que explotaba de júbilo en la primera hora de la tarde, cuando niños vestidos
de blanco bajaban la rampa de la ilusión
sonora y contenida. Entra San Roque. El puente de Isabel II vibra. Las monjas
de Santa Paula escuchan los tambores y cornetas que el Arahal va dejando por
los muros de cal de los callejones en su laberinto, cuando el Cristo moreno de
San Julián los acaricia con la punta de sus dedos. Y el Señor del Gran Poder
permanece ingrávido sobre el suelo de su Basílica, con sus manos desgastadas
por los besos de Sevilla entera.
Luna
creciente. Se van vaciando entre suspiros y abrazos las iglesias que horas más
tarde se llenarán de gozo. El Museo, San Vicente entre susurros de carey por la
plaza de Teresa Enríquez, la Virgen de las Tristezas busca con sus ojos la
mirada vacía del que duerme esperando la gloria del tercer día. En San Andrés,
suena el eco de las ánimas, en el más puro silencio. Duerme –para madrugar- el Polígono.
La Virgen niña de Guadalupe restalla de belleza entre flores despidiendo a los
últimos que van cerrando la capilla. El extremo más bendito de Triana surca
recto, buscando desde el Barrio de León la Estrella; y en el Tiro de Línea, solo,
inocente, cautivo, paciente, abandonado, auténtico, Dios mismo, espera que su
barrio le dé lo que sus discípulos le negaron: La traición que en los ojos del Señor
de la Redención es autenticidad en la que el amor lo borra. Lo borra todo.
Despiden
cantando a la Amargura las hermanas de Madre Angelita y suena la marcha de Font
de Anta llegando a San Juan de la Palma, ya baja triunfal por el Altozano la Estrella
de Triana, e irradia la belleza morena de la Estrella Sublime acercándose a la
ojiva que la despidió en el calor de la tarde. Puerta
del cielo, estela de plata del libro de la ilusión y de la gracia, quién la
ve nunca pudo olvidar la belleza de la Virgen de la Hiniesta en ese instante en
que el resto de los horas envidian el cobijo de la misma luna. Ese eterno
momento, Causa de Nuestra Alegría, donde
todo empieza. Sí, entran los tres últimos pasos de palio. Duerme la ciudad. Y
es entonces cuando todo empieza.
Fue
tan onírico y melancólico el epílogo del primer día, que lo confundimos con un
sueño. Amanece el Lunes dejando una crisálida cobalto que desde el río por los
ensanches abre el mapa de la ciudad. Ahora sí tenemos la certeza de que todo es
real. De que la vida nos ha vuelto a regalar una nueva Semana Santa.
Nunca
fue tan mágicamente bello el rostro de la Madre del Rocío, que a esa hora calma
del primer rocío de la mañana. Cuando al colarse la primera claridad en la
iglesia ilumina el perfil de su hermosura. Después, se irán despejando las formas
y los tenues colores del Monte de los Olivos en el barco anclado del paso de
misterio. Hasta que, definitivamente, la luz de la mañana nos regalará como
evocación y símbolo la paz y la esperanza del rostro del Señor de las manos
abiertas.
Es
pronto aún, cuando túnicas planchadas aguardan inquietas a ser vestidas por los
cofrades del Polígono, recién despiertos. Cafés por el centro de los primeros
visitantes que acuden a iglesias que se acaban de abrir, y ya vuelve a nacer la
cola hasta Conde de Barajas que arribará en las manos del bendito nazareno de
San Lorenzo.
Ya
está el día vestido de fiesta en la Calle Santiago, van llegando ramos de
flores, promesas, vivencias, ilusiones, fotografías, niños que salen con estampitas
en las manos y los ojos bien abiertos.
El
barrio de San Vicente vive su mañana grande, de la calle Jesús a San Vicente,
de San Vicente al Museo… cuando ya todo ha comenzado en el Polígono de San
Pablo y la primera cruz de guía sale a la calle, le siguen nazarenos con cruz en
el antifaz que traen a Sevilla Jesús Rescatado. No hay hueco en los balcones y estalla
de alegría todo un barrio cuando el paso de misterio sale a la Avenida.
Una
flor se coloca con delicadeza junto al llamador del Señor del Soberano Poder
ante Caifás, cuando ya se cerraron las puertas del templo en la recoleta Plaza
de Nuestro Padre Jesús de la Redención. Es tiempo de organizar la cofradía. Empiezan
a verse los primeros terciopelos morados y verdes por las calles, y comienzan a
igualar las cuadrillas de costaleros. Es mediodía.
A
esa hora es difícil describir lo que se vive en el Tiro de Línea… Una muchedumbre
se va agolpando en la Avenida de los Teatinos, y mujeres, algunas de arrugado
rostro, van tomando sitio cerca de la puerta para no dejar abandonado a quien
fue abandonado por los suyos. Porque ha de cumplirse su palabra y "donde estén dos o tres congregados en su nombre, allí estará Él en medio de ellos" [1]. Ojos felices que
sonríen a caritas de niños ilusionados, emoción que hilará una serpiente
kilométrica de fe verdadera, cuando poco más tarde se conforme la eterna cadena
que une aquel otro alejado brazo de Sevilla con el secreto de su corazón.
Llega
la Agrupación Musical Nuestro Padre Jesús de la Redención a un templo, que
lleno, aguarda ya la salida. Se llena de público la plaza…
Es
el momento en el que en la Lonja Universitaria sale el Cristo de la Buena
Muerte y la Virgen de la Angustia de la pequeña capilla donde residen todo el
año, para entrar en el mismísimo Rectorado. Templo de la Sabiduría. Para que así,
sea presidido por Aquél a quien llamaban Maestro…
Se
cierran esas puertas y se abren otras. Suenan los tambores. La cofradía se echa
a la calle. Los primeros tramos de antifaces morados giran en la calle
Santiago, y ésta es invadida de pronto por la alegría y el entusiasmo infantil.
Se cumple así el texto bíblico del evangelio de San Mateo[2]: “Dejad que ellos se acerquen a mí, porque es
de ellos el reino de los cielos”, para recordarnos que sólo siendo como
niños podremos llegar algún día a Él.
Se
abren las puertas en San Gonzalo y comienza a cruzar Triana una larguísima fila
de nazarenos blancos entre el gentío que enmarca su recorrido.
Primera
levantá de Nuestro Padre Jesús de la Redención. Oración. Suena la Agrupación
Musical y cada nota que interpreta es acompañada por el elegante movimiento de
sus costaleros en una sincronización perfecta, que cristalizará como obra de
arte la maravillosa ofrenda a Dios en que convierten su estación. De inicio a
fin. Atraviesa el olivo la puerta, arría el paso, rachean pisadas. Se ha
consumado... Redención por Sevilla.
A
esa hora la Virgen del Rosario llega a la antigua Calle Oriente rodeada de
rosarios de cera y flores. Y llega al Parque el Señor Cautivo, siempre rodeado
de su gente.
Primera
levantá de la Virgen del Rocío. Llora de emoción el eco de las horas dormidas, y entre rezos por quienes
faltan, se acerca al dintel. Llegan los rayos del sol. Aguardan. Brilla el oro
sobre el terciopelo verde. Y unos instantes más tarde, los rayos la besan en la
mejilla. Suena Rocío. Como diría Carlos Colón, es Lunes Santo.
En
la penumbra vespertina, lentamente, la cofradía de Santa Marta va llenando la
parroquia con nazarenos que visten de negro y cíngulo blanco, van rodeando el
paso que tallara Rafael Fernández del Toro y sobre el que Ortega Bru
representara como obra cumbre de expresión artística el Traslado al Sepulcro de
Nuestro Señor Jesucristo. En el silencio parece escucharse de fondo los
compases del Adagio de Albinoni.
La
Virgen de la Salud llega a la Residencia de ancianos de la Fundación Carrere.
Suenan las marchas y entre el silencio que separa cada chicotá, azahar, un
verso, una súplica, una mirada, un beso de quien no sabe si volverá a verla el
año que viene… Pasan los campanilleros y
una lágrima recorre el rostro de quien la despide pidiéndole lo que su
advocación evoca.
Se
va poblando la Campana para recibir la cofradía de San Pablo cuando la
Encarnación despide el imponente misterio que rodea y da sentido al rostro sereno
del Señor de la Redención. Avanza poderoso y valiente hacia Laraña, y en frente
y a lo lejos se contempla el paso de Jesús Cautivo y Rescatado, acercándose al
palquillo bajo el sol inerme de la tarde.
Los
sones que parecían asomar desde las alturas en San Andrés, se materializan a
esa hora en el Salvador. Nuestro Padre Jesús de Pasión deja su capilla para
acercarse muy despacio hacia el trono de plata que Cayetano González tallara
para su paso. Suave y lentamente. Se cumplen los ritos una vez más. Y espíritus
lejanos se acercan a vislumbrar el instante.
En
la Puerta de la Estrella los costaleros del Soberano arrancan aplausos
saludando a la cofradía que horas antes fue la primera en cruzar el puente. Por
el casco antiguo van apareciendo nazarenos negros, entre la gente, y se dirigen
a los distintos templos del céntrico barrio que hoy celebra su gran día.
Suenan
las campanas, sale Santa Marta. Con parsimonia. La Virgen del Rocío se luce en
la Campana a los sones de la marcha de Vidrié. Cruzan nazarenos negros hacia
Amor de Dios. El Cautivo avanza por Tetuán. Nuestro Padre Jesús de la Redención
se acerca a la Plaza de San Francisco. Sigue saliendo la cofradía del Traslado
al Sepulcro. Se abren las puertas en la Calle Dos de Mayo. Se va formando el
cortejo en Vera Cruz. Salen los ciriales en San Andrés. A continuación, todos
los ojos, todas las miradas, todos los ruegos, toda la fe, toda Sevilla
confluye en la silueta de la Caridad de Cristo hecha carne humana. En la
prodigiosa imagen del Maestro vencido, desnudo y trasladado por los Santos
Varones. Todo muerte, todo es muerte, salvo una rosa…Una rosa bajo su mano derecha
sobre una alfombra de lirios.
Es
media tarde. El paso del Beso de Judas llega a la catedral y su Banda le
acompaña en silencio bajo las naves catedralicias. Hiere de escalofrío la
mirada del traidor en el claroscuro, bajo las vidrieras. Hiere de amor la
mirada paciente del Redentor.
Cuando
se alza por primera vez el palio de la Virgen de Guadalupe, se abren las
puertas en la Calle Jesús de la Vera Cruz. El sol comienza a declinar. Un ramo
de flores recuerda a aquél que dejó la vida bajo el paso de su Hijo en la Calle
Arfe y la Virgen del Mayor Dolor lleva su medalla junto al Cristo de las Aguas
cuando enfila ya por Castelar.
Salmos,
motetes, y música de capilla anteceden al crucificado de la Cruz verdadera, coon
la misma delicadeza con la que su cuadrilla le hace atravesar el portón y
reposar en el atrio. Mientras tanto, un rosario de penitentes siguen en
silencio a la Virgen de las Penas de Santa Marta por una Campana distraída.
Atardece.
Las velas encendidas del paso de la Virgen del Rocío dan un tono especial de
candor a su cara, cuando tras salir de la Catedral, rodea las gradas del gran
templo, siempre sobre los pies. Al llegar a la Cuesta del Bacalao, las cinturas
de la gente de abajo la subirán con la gracia y majestad que Ella requiere.
Hasta arriba, sin prisa alguna, sentimiento puro hecho cadencia, mientras la
cera se consume.
Saeta
a la Cruz de Guía en la puerta de San Vicente. Ha llegado la noche, y poco más
tarde sonará Jesús de la Penas. Prodigio de marcha que sólo al soñarla en
nuestra mente nos trae la visión del bendito Cristo caído traspasando el dintel
en la Calle Virgen de los Buenos Libros, entre faroles de plata.
La
Virgen de las Mercedes, de vuelta, llega a la Universidad. Siempre rodeada de
fervor, de cariño, de los suyos…. Y Jesús de la Redención sube la Cuesta del
Rosario, emoción contenida… le espera la Alfalfa. No es lucimiento, es oración.
No es derroche, es medida. No es alarde, es sentir. Sentir, sin más y sin
palabras, lo que allí se vive cada año… por el amor de su gente, agrupación,
cuadrilla, hermandad… Lágrimas. Todo por él. Divino Redentor de nuestras almas.
A
esa hora ya se ha abierto la Capilla del Museo y comienza la procesión, nazarenos
de negro acompañan con luz al Cristo expirante, Gloria de Sevilla y su leyenda.
La Dolorosa de San Vicente cruza la campana. Mis Dolores son tus penas, interpreta la Banda de Tejera y los
costaleros de Antonio Santiago pasean a la Virgen, entre el clasicismo y la solemnidad, a manera
de consuelo para el dolor de María. En el otro ápice de la emoción llega el
paso de Cristo de San Gonzalo al Postigo, allí nada se contiene, todo es transmisión,
clamor, aplausos, expresión, arrojo, el izquierdo por delante…
Sale
la Virgen de las Aguas. Los ojos clavados en las alturas. Reina del Museo.
Madre de la Pureza. Señora de la hermosura. Y todo es nada.
Un
sentimiento de plenitud nos invade. Sevilla está en su cénit. Y el Lunes Santo
está completo. Están sucediendo tantas cosas al mismo tiempo… Tanto homenaje,
tanto sacrificio, tanto anhelo, tanto sentimiento, tanta añoranza, que late el
corazón cual sospecha de eternidad. Pero todo –no hay rosa sin espinas- es
efímero. El Cristo de la Caridad se va aproximando poco a poco a su templo de
regreso. De lejos se oyen campanas de funeral, que le esperan, mientras a oscuras
bajo flashes y estrellas termina el traslado malva de su cuerpo herido.
Y Llegamos a la última hora del Lunes Santo,
cuando la Virgen del Rocío, ascua solitaria bajo la sombra del Espíritu Santo, enfila
la esquina de Boteros y vibran de letanías los muros que estrechan la calle.
Por admirarla, para mimarla… porque una sola vez al año está tan cerca. Al
mismo instante cruza la Pila del Pato, entre mecidas justas, el paso de su
divino Hijo.
La
Virgen de las Tristezas, tan delicada, tan sola y ausente, tan dulce y tan íntima,
despierta las musas de la melancolía al pasar por la Plaza del Salvador.
Y
vuelve el Señor a casa. Última revirá. No podemos dejar de añorar a aquellos
que vivieron con nosotros semejante momento, y ya no están, ni estarán. A quien
compartió con nosotros la vida o pedazos de ella, retales… Porque al mirar al
Señor y entender la lección de su infinito perdón y entrega, el corazón se
agranda tanto que nosotros nos vemos demasiado pequeños.
Se
acerca la media noche y la luna es un roto denario de plata que se escapó de la
bolsa de Judas. La ciudad se enamora una vez más…
Llega
María Santísima del Rocío a casa y emerge del cielo estrellado un puñado de
gotas invisibles que alienta de escarcha el alma.
Son
las doce. Los hermanos descubiertos se abrazan, miran a Él y a Ella y dan las
gracias de haber podido estar, le piden volver dentro de un año. Y le lanzan un
beso con la mirada. En otros puntos de la ciudad, en el Polígono, en el Tiro de
Línea, en el Tardón, El Postigo, El Museo o San Vicente aún esperan a sus
hermandades. Pero lo harán en las primeras horas del Martes Santo.
El
encuentro entre la Virgen del Rocío y el Hijo bendito de su vientre en el
interior celeste pone una vez más el broche esmeralda al Lunes santo,
justamente en la cumbre secreta de la emoción, en la cima de las dos manecillas
del reloj.
Cerramos
los ojos recordando, desde la linde de la calma. Y es entonces, sólo entonces,
cuando entendemos con el espíritu aquellas palabras: "Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces, es cuando soy fuerte"[3].
sumhis
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