martes, 29 de diciembre de 2009

A un Rey Mago que está en el cielo

A los pies de la cama comenzaba un delicado caminito de caramelos. El niño se levantó, miró al suelo y con ojos encendidos trató de averiguar hacia donde se dirigía aquel sendero sembrado por la magia. Descalzo, no se puso zapatillas. La impaciencia era un ingrediente más de la noche de la ilusión. Porque aún era de noche. Faltaba un buen rato para el amanecer. Fue encendiendo luces en la oscuridad del hogar. Todos dormían. Y tropezó con una puerta. Era el cuarto de estudio, para sus hermanos, para él –aún era pequeño- el de los “deberes”. Con suavidad palpitante, mitad emoción, mitad nerviosera, se atrevió a abrir. La lámpara estaba apagada, pero había luz. Una extraña luz cobalto que se reflejaba sobre una pantalla abierta extendida de espalda a la entrada de la estancia. Se adivinaba una imagen proyectada sobre la misma. La esquivó y se deslumbró al ver, de frente, un proyector que producía un extraño ruido –para él- que le transportaba al claroscuro de las salas de cine. El mismo aparato emitía un haz de luz, cuyo ángulo se iba aumentando progresivamente hasta llegar al blanco de sábana de aquella pantalla. Era un misterioso rayo de humo. Entonces giró la cabeza y el gran angular de la ilusión llegó a su máximo. El Señor, frente a frente. Aquella imagen que presidía todos los rincones de su ciudad, de su casa. El que descansaba en la Madrugá sobre el cuello de dos de sus hermanos mayores. Túnica persa, majestad y mansedumbre. Serpiente de espinas sobre la frente vencida. Aquél al que a su corta edad ya había besado el talón muchos viernes aupado por su madre. Jesús del Gran Poder.



Se sentó. Un escalofrío de metal recorrió su cuerpo. Un sueño de realidad ganaba el paso a la infancia en esa noche de fin de la navidad, de fin del misterio, de fin de la infancia. Había soñado tiempo atrás con contemplar esas diminutas fotos que su hermano le había regalado meses antes -y que llamaban diapositivas- en una pantalla grande como si tuviese el cine en su propia casa. Así, le habían contado, podían verse. Mientras tanto, se entretenía mirándolas con la luz del flexo por detrás de las mismas… Y ahora estaba sentado en una butaca de aquella sala de palco de la epifanía. Se recreó en la imagen y, luego, comenzó a pasarlas con la conmoción de un viaje infinito por la vía láctea de los sueños. Y así, le pilló el amanecer sin echar cuentas de los juguetes que le esperaban en el salón...


Entonces no sabía que, lejos de allí –o no tan lejos- aquel Señor, que le había recibido en el pórtico mismo de la felicidad, iba vestido aquel mismo día con esa misma túnica en el altar de quinario de su basílica, donde aguardaba la función principal. No sabía aún de desesperanzas, melancolías y desengaños, sólo de deseos, anhelos, ilusiones… Le quedaba mucho por conocer, e ignoraba que en ese recorrido irían apareciendo las primeras y evaporándose las segundas. Pero sí sabía que aquella emoción le marcaría el alma para siempre. Pasarían poco a poco los años. Después se iría acelerando la velocidad, y más tarde por la ventana del tren de la vida, los árboles parecerían que volaban sin dar tiempo para observar el paisaje. Pero en ese viaje no faltaría nunca la ávida inocencia de aquella misma pasión. Así, se aficionó a pedir tiras de diapositivas en cada ocasión de regalo que los tiempos le brindaban, cumpleaños, santos, buenas notas… para ir completando colecciones, así descubrió el montaje de la música para las imágenes, colocando cerca una grabadora con la cinta de marchas, saetas, fragmentos de programas de radio, pregones… Y cada vez, iba perfeccionando más cuanto más iba conociendo, descubriendo… Y por fin, cuando a los dieciocho tuvo su primera gran cámara fotográfica se convirtió en autor de esa pasión en la que había convertido el sueño de unir fotografía y Semana Santa. Autor de su propia visión, de su propia vivencia. Y ya le acompañaría siempre la misma difícil, emocionante aventura en un íntimo cajón de sus ideas. En los momentos felices, en las penas, en las cuatro estaciones del calendario. Aún recuerda aquel verano del noventa y seis cuando en plena depresión refugiaba su tristeza fotografiando detalles, impresiones, reflejos de su ciudad, calles con nombres de Cristos y Vírgenes, suspiros de los rincones que quedarían inmortalizados en nostalgia con aquellas fotos en sepia y el adagio de Albinoni de fondo…


Aquella madrugada de seis de enero ignoraba tanto… ni siquiera sabía lo difícil que era fotografiar a ese Señor de la pantalla… Hacerlo es subir, caer, mirar a la verdad cara a cara y sin pudor dejando alma propia en el empeño…


Hoy los años no han borrado el recuerdo, pero es ya inútil escribir a los tres reyes, porque el verdadero Mago de la infancia falta por vez primera en esta navidad. Siguió la estrella de oriente pasando el umbral de la gloria el siete de mayo de este año que agoniza. Allí le estaba esperando el de la túnica persa, el Rey de reyes cuyos cultos vamos a celebrar en cuanto comience el nuevo año. Aquél que todo lo puede.


Por ello, es a Él al que escribo mi carta con lápiz de verde esperanza, le pido que me ayude a parecerme a ese que me regaló la ilusión allanando el camino a base de amor, desde los pies de la cuna. Le pido al Señor que mi hijo, cuando los años pasen y el tren se pierda en la niebla espesa de las horas, pueda recordar a su padre, como yo al mío. Con la misma gratitud emocionada de aquel niño sentado en el palco de cine de la epifanía más bella de la memoria.


sumhis

2 comentarios:

Diego Romero dijo...

Así sea.

FELIZ AÑO NUEVO.

Unknown dijo...

No me cabe la menor duda de que a imagen y semejanza de ese "Rey" que un día nos dejó, sabrás llenar de magia las mañanas del seis de enero para ese niño de ojos grandes. Como dice el sabio refran:"de tal palo.......". Un abrazo fuerte.